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De viajes en moto y más.


Los coches me despertaron antes de lo esperado y deseado, aunque igual es porque llevaba dormidas 10 horas (que luego resultó que no, porque también me eché una típica siesta improvisada), así que decidí, hoy con más lucidez, enfrentarme a algo que me tiene un poco preocupada: la ducha. En el baño hay algo perfectamente asociable a una ducha estándar, pero carece de sumidero, plato, o, por supuesto, cortinas. Encontré un agujero apartado en una esquina lejana por el que supuse se iría el agua y procedí a ducharme cerrando muchas veces el grifo y enjabonando poco, aunque nada de esto evitó el pantano en el baño. Recogí y salí, y como nadie me ha dicho nada, todavía no sé si esto es lo normal o cómo lo hace el resto.

Me vino a buscar otra chica diferente, la que da clases a los niños pero no se atreve a hablar español y además va a ser mi alumna, y me dice que como la escuela central (que es otra diferente a la de ayer) está lejos, vamos a ir en moto (ya he explicado lo de la búsqueda de hueco, son obvias las ventajas de las motos frente a los coches).

Toda una experiencia, claro. Hoy ha salido el sol y el viento en la cara me ha refrescado (más que la ducha esa…). La gente se mueve muchísimo en esta ciudad y están siempre en la calle. Bueno, supongo que no todos, pero la cantidad de personas jugándose la vida por las carreteras en increíble. La velocidad hace que los olores se mezclen tan rápido que no me da tiempo a asimilarlos, y los carteles se dividen entre marcas conocidas o desconocidas. Al principio me fijaba en cosas que podían ser útiles, pero perdió sentido cuando comprendí la magnitud de la ciudad y la complejidad de volver a encontrar nada, porque la gente insiste en ofrecerme comida pero a nadie se le ha ocurrido darme un mapa. Y es que esto es gigante, y dudo que vaya a poder salir alguna vez sola de casa.
En la escuela centrar conozco a Sandy, que se pone a prepararme papeles, y allí está Umita otra vez, que me habla sobre mi primera clase, que será el sábado. Porque sí, amigos, aquí doy clases sábados y domingos, id adivinando cuál será el requisito indispensable para mi próximo trabajo.

Las escuelas son pequeñitas pero tienen material y cocinas, y hay buen ambiente.

Después de esto, Preeti, la de la moto, me devuelve a casa, pero antes tomamos una especie de pan relleno de patatas que había que untar en unas salsas, según ella no picantes, del que no sabría qué decir. Estaba rico (aunque evité una de las salsas, especialmente ardiente) y me preparó para un destino inevitable: el picante entra en mi vida (y, bueno, así disimularé los sabores de otras cosas que no voy a poder evitar). A destacar: no usan cubiertos. Ellos lo llevan muy bien pero a mí la salsa picante me llegaba hasta el codo, y hay que añadir al kit de supervivencia diaria un bote de jabón en seco que sacaré de algún sitio.

En la residencia me quedé dormida otra vez y me desperté para volver a la escuela, a coger libros y observar la clase de Preeti con los niños, que me dio ganas de volver a las aulas y, en cierto modo, a los niños también. Volví a ver el piso al que me muero de ganas de mudarme y me enseñaron el ático-terraza que me habían ocultado y en el que Preeti aseguro que se come, cena y fuma de maravilla… y yo sólo puedo esperar que Ana sea una persona entregada por la causa para que podamos sacarle el partido que se merece.
Mi compi de habitación me presenta a una amiguita y me invitan a ir de excursión a la montaña (“no lleves nada porque los monos te lo quitan”) el sábado por la mañana, y ante mi negativa me comentan que nadie trabaja mucho aquí, y que si pongo una buena excusa o recurro al sentimentalismo me dejarán ir. No voy a hacerlo, pero nunca está de más saberlo.

Voy a cenar la pizza que me quedó de ayer y ver si alguien sabe arreglar teles.

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