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De la llegada y más.


Y aterrizo en Bangalore. Soy la primera en coger la maleta, el de la frontera me hace varias preguntas que no sé contestar (y tengo miedo de que me retengan allí, pero parece ser que no importaban mucho), cambio dinero (me hago rica, con muchos ceros), y salgo a ver quién me espera. Me monto en un coche decorado con abejas y el hombre me habla en hindi o en un inglés cifrado que él entiende por normal. Como no me entero me deja de hablar, y miro por la ventana, a ver qué descubro… y desde entonces no he parado de hacerlo. Los coches son ingleses pero no pondría la mano en el fuego para asegurar que conducen por la izquierda (que luego, a grandes rasgos, parece ser que sí), creo que el tráfico se basa en la supervivencia y la búsqueda de un hueco similar al de tu vehículo, con la consiguiente lucha por mantenerlo si lo encuentras. Las líneas en el suelo son anecdóticas, los semáforos prácticamente inexistentes y la contaminación básicamente acústica, porque pitan todo el rato. Llegué a pensar que era para manifestar su existencia y, a falta de otras normas de circulación, evitar así accidentes, pero ya no lo aseguro. Las afueras están en construcción y la ciudad en parte también. Los edificios viejos y derruidos se mezclan con los nuevos y los andamios de los que lo serán, y me pregunto si no sería más fácil reconstruir los primeros. Y entre tanta inestabilidad arquitectónica se alzan intactos los templos hindúes, de colores fuertes y alegres con sus elefantes y otros animales presidiéndolos, alternados con mezquitas e iglesias más majestuosas pero menos entrañables, a mi parecer.

Ante mi incapacidad de reacción (cansada y descolocada, por el espacio-tiempo) me dejan, explicándome poco, en una residencia con la promesa de volver a las 4. Duermo por las ganas, no porque la caravana de cláxones me lo facilite, y  me levanto a la hora acordada para que me lleven a la escuela. Allí me ven la cara y deciden no darme muchos detalles porque estaba bastante claro que no me encontraba en un estado normal. Me dicen, eso sí, que voy a tener otra compañera española (Ana, como no podía ser de otra manera), que llega el 5 de octubre porque ha tenido problemas con el visado (y a mí que casi se me atragantan las vacunas… de haberlo sabido…) y que cuando esté aquí nos mudamos al último piso de la escuela, que me enseñan y consta de salón con ventanal, dos habitaciones grandes con sendos baños y cocina, y es blanquito y luminoso. En esos momentos estaba aún lo suficientemente empanada como para mencionar que podría mudarme ya, pero se me debió notar en la mirada porque Umita me aclara que todavía no está acabado y que vaya pensando en quedarme en la residencia dos semanas más. La residencia es un lugar oscuro con bichos donde comparto habitación con una india médico que hace experimentos con personas… y no quiero estar aquí. El cansancio y la tristeza se mezclan y tengo claro que no se cumplirá un año de estancia. Lo que veo en las calles me da pena o no lo entiendo, el sonido me aturde y veo difícil conocer gente con la que explorar la ciudad.

Me llevan de vuelta a la residencia, previa parada en Pizza Hut, advirtiendo que no me será fácil digerir nada indio, y me encierro a comer y ver la peli de turno en la tele.

Mañana he quedado a las 10.

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