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De sobornos y más.


Y el miércoles volvimos al Ferrero. Nos acompañó La Persona de la otra jefa (la de italiano), que se supone que es un hombre conocedor de los entresijos indios y solucionador nato de problemas. A nosotras nos parece más un tranquilo y desesperante señor al que se le cuelan en las interminables filas de extranjeros indignados y baja la mirada cuando le dicen que nos faltan papeles. El miércoles, entonces, faltaba la confirmación policial de que vivimos en nuestra casa, y pedimos el papel para llevar a comisaría y que lo firmen. El problema, obviamente, es que no vivimos en la dirección que pone en nuestro registro, porque nos registramos cuando estábamos en la residencia y porque la casa en la que vivimos no está dada de alta como vivienda, si no como oficina, razón por la que no pudimos tampoco abrir una cuenta en el banco. Se lo explicamos a La Persona a la puerta del Ferrero, se ríe, y nos devuelve a la escuela.

Ana y yo hacemos conjeturas sobre nuestro futuro. No sabemos cómo negarnos en rotundo a volver a la residencia, porque la policía va a ir a ver si estamos allí, y ella está registrada en la dirección en la que estuvimos juntas, pero en mi registro aparece aquel lugar infectado de bichos e incendiado. No sabemos si anteponer nuestra salud o el permiso de residencia en el país.

El jueves sólo podemos desahogarnos con Matthías, con el que quedamos para cenar porque es su cumpleaños e intenta llevarnos a un local de jazz que le recomienda su guía y que ha desaparecido. En su lugar hay un restaurante pijo que no nos podemos permitir y acabamos en otro que, sin parecerlo, resulta ser mucho más caro y nos deja con dudas de si llegaremos a final de mes. Pagamos, una vez más, la novatada.

Y así llegó ayer.

Ayer nos levantamos con ilusas esperanzas de estar registradas a la tarde. Quedamos con La Persona a las diez en el Ferrero. Nos sorprenden con una carta firmada por la jefa reconociendo que vivimos donde vivimos, y dándole cierta legalidad a nuestra situación. Agradecemos esto y pedimos una nueva carta, esta vez sí para la policía que nos corresponde, para la de nuestro barrio. Al ser tan pronto y amenazar tormenta, opinamos que todos los funcionarios tienen el mismo estado empanado que nosotras (que además nos despertamos con la electricidad estropeada y no hemos tomado el té matutino) y nos imprimen la carta sin hacer demasiadas preguntas.

El siguiente paso nos lleva a la comisaría de nuestra zona. El local se viene abajo. Las paredes tienen manchas de humedad, los fluorescentes no iluminan lo suficiente, huele a mi antigua residencia, las estanterías son los mecanos que ya fueron sustituidos en nuestra zona de material SP, los libros se parecen a los que recuerdo de casa de mi abuela cuando encontrábamos reliquias en cuartos pequeños. Se le suman la ya acostumbrada cantidad de hombres con mostacho que parecen dedicarse únicamente a observar, todos trabajan allí. Nos atiende uno en vaqueros, que nos mira, pide nuestros pasaportes, no habla inglés (supongo que si te pasa algo en este país… ¿llamas a casa?), nos hace sentar, le pregunta a La Persona si estamos casadas y qué hacemos aquí. Rellena una ficha con nuestros datos y salimos de la comisaría. Volvemos al coche y allí nos dicen que tiene que venir el policía a ver si de verdad vivimos en esa casa. La Persona hace unas llamadas, volvemos a entrar, recogemos al de los vaqueros y nos vamos los cinco a casa. En el camino de ida llama la jefa y le dice a Ana que le pasemos a La Persona, sin que el otro lo vea, mil rupias, que eso hará que las cosas vayan más rápido y así agradecemos que nos haga la visita en ese momento y no por sorpresa, que es como suele funcionar.

Llegamos todos a la escuela ante la sorpresa de Priya, que luego pasaría el resto del día preocupada por si iba a volver la policía y si le iban a hacer preguntas a ella. Subimos a casa y, tras dos meses sin haber reparado en ello, lo primero que viene a mí son las botellas vacías de cerveza que guardamos para luego vender, y están colocadas en una hilera a la altura de la vista nada más entrar. También las ve el policía que hace un chiste en hindi y se echan unas risas La Persona, el chófer y él. Entra a todas las habitaciones, investiga lo que cree necesario, y nos volvemos. El viaje de regreso a comisaría parece ser una entretenida conversación sobre las mujeres alcohólicas europeas.

Nos volvemos a sentar en nuestra silla, disposición de interrogatorio, y La Persona, aprovechando un momento en que nos dejan a solas, nos dice que si nos preguntan digamos que las cervezas son de una amiga rusa que viene a vernos de vez en cuando y vive en la otra escuela. Se ve que es mejor decir que también hay gente viviendo de ilegal en el otro centro y que además ellos sí son unos borrachos, a reconocer que Ana y yo nos tomamos una cerveza de vez en cuando. La pregunta no llegó, y volvemos a salir de la comisaría, esta vez solas. Ante el desconcierto, y que pasan cosas pero nadie explica nada, Ana y yo decidimos tomarnos un té. En ello estamos cuando el chófer ve a La Persona, que le pregunta desde la lejanía dónde estamos, y él le contesta con el típico gesto de “empinando el codo”, y creo que vivimos dentro de un chiste. Viene a recogernos, volvemos a nuestras sillas.

Un cuarto de hora más allí sentadas, la comisaría se va llenando de gente que trabaja o pasa el rato, todos mirándonos y hablando en algo que no entendemos… relativamente, porque estos idiomas rellenan con inglés las palabras que no tienen, así que spanish y beer están en boca de todos. Nos llevan a una salita en la que hay un señor con uniforme (y mostacho, siempre) que sale a recibirnos acompañado de otros dos. Él grita cosas a La Persona y a los demás, y pasa a gritárnoslas a nosotras en un inglés que no entendemos. Los dos acompañantes nos repiten sus palabras con un acento algo más entendible (y no gritado, que siempre ayuda), y así contestamos, con un poco de miedo e incomprensión, que vinimos en avión, que somos profesoras, que de español, que estudiamos una carrera en la universidad, y que cobramos 25 mil rupias. Esto último parece ser decisivo: no son ricas. Nos dejan solas con La Persona, al que la situación le está haciendo mucha gracia porque no para de reír, y nos explica que le han pedido un ordenador a cambio de la firma que asegura nuestra residencia. Preguntamos cómo es esto posible y qué va a pasar, pero este es un hombre de pocas palabras y ese era el límite (suponemos que eso tenía que compartirlo, yo tampoco hubiera podido callarme). Nos hacen salir, él se queda. Sale al rato, nos sentamos los cuatro en el coche. Allí permanecemos un rato en silencio. Volvemos a preguntar qué va a pasar, se ríe, no hay respuesta. Llama la jefa, no habla con nosotras. Volvemos a la escuela.

Hay que regresar a las 3. Esperamos, al final va él solo. Regresa: el que tiene que firmar no estaba, tiene que volver a las 7. Y hasta aquí lo que sabemos. Suponemos que habrá ido y que, si no nos han llamado, todo se habrá solucionado (ordenador de por medio o no, jamás lo sabremos), pero tampoco nos informan cuando el problema sigue ahí, así que será un fin de semana de incógnitas. El lunes hay que volver.

Y así no sabemos si pensar que estamos formando parte de una película, o asumir que la realidad supera con creces a la ficción. El surrealismo no deja de sorprendernos ni cuando creemos habernos hecho ya con la dinámica del país. Cada día sigue siendo una aventura, y ahí debe estar la gracia de la India, resolviendo así la pregunta de Preeti de por qué la gente viene de España a aquí, y no al revés.

Hoy escribo desde el examen final de mis alumnos, y me preparo para la paella que finalmente tendrá lugar esta tarde. Y esperando que se solucione todo el lunes, o pensando en cuánto costará el billete de vuelta. No entremos en pánico.


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De enfermedades y más.


Hoy estamos malas. Las dos. Yo llamé al colegio y dije que no iba y Ana hizo lo propio, pero a ella no le dejaron quedarse y tuvo que bajar a dar la clase. Sus alumnas, obviamente, le dijeron que se subiera a casa y pasara la fiebre, y llamaron a la jefa para decírselo, que inmediatamente llamó a Ana para echarle la bronca. Ana se viene abajo y se pone a buscar billetes de vuelta, y así están los ánimos.

Y eso que el fin de semana no estuvo tan mal. Volvimos al Ranga Shankara a ver una obra tan graciosa como corta, de un inglés al que entendemos mejor que a los indios que le hacen preguntas al final del show. Parece ser que este teatro, aparte de acoger a la bohemia de la zona, también es refugio de extranjeros, y en una ciudad de nosécuántosmillonesdehabitantes nos vinimos a encontrar con Matthias, aquel alemán que hizo con nosotras el viaje a Goa. Propone una cerveza para después y nos apuntamos, aunque Isabel no se anima. Empieza como un chiste: van dos españolas, un alemán, un francés, un indio que habla las tres lenguas y uno que da gracias si se comunica en inglés y se ponen a buscar un rickshaw a las 9 de la noche. Llegamos al centro e intentamos compaginar algo barato, con un sitio en el que haya cerveza y también se pueda comer. Imposible mezcla, acabamos en el McDonalds hablando de Europa y pasamos a dar vueltas por MG en busca de un lugar abierto, que obviamente no encontramos. No salió nada como esperábamos, pero la novedad y el ambiente lo merecieron, y hacer nuevos amigos, que nunca viene mal.

Saltimbanqui Park
Las noches se hacen frías, la colcha que nos dieron al principio no nos da calor y empezamos a notar los síntomas de resfriado el lunes por la mañana. Pero es el día libre y el único que podemos acercarnos a inglés. Allí nos hacen un examen de nivel y nos aconsejan cursos sobre los que reflexionaremos, la academia parece mona, se puede ir andando y está llena de chinos. Creemos que esto último es inevitable en las academias de inglés aquí. En el camino de vuelta encontramos una feria del libro y un parque con un laguito que hasta ahora desconocíamos (con un nombre parecido a Saltimbanqui), y nos alegra un poco la tarde, aunque la fiebre era obvia a estas alturas.

Volvemos a casa, confirmamos por intuición la enfermedad (porque no tenemos termómetros) y dejamos la danza del vientre para otro día.

Y aquí estamos, ordenadores en mano, un poco agonizantes pero rechazando la invitación de la jefa de ir al médico, porque preferimos evitar el momento en el que tengamos que ponernos bajo las instrucciones de un doctor indio… esperemos estar mejor mañana.

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De (i)legalidades y más.


La clase de Aikido reúne a las personas más frikis de la ciudad, hombres todos ellos, y pocos, y exige demasiada fuerza para levantar un palo que en teoría debería ser una espada. La finalidad, por mucho que intenten evitarlo, es poder acuchillar a alguien y ni siquiera es entretenido, porque no hay música ni baile. Pero a Ana, por alguna razón, le gusta, así que es posible que volvamos. Porque puede ser que sea una excesiva fanática de la comida sana y el deporte, y me tenga comiendo tortillas sin huevos o me mire mal cuando hago bocadillos con el jamón que ha traído la jefa, pero le estoy cogiendo cariño y no quiero dejarla ir sola a ese lugar extraño. Creo que ni a mi peor enemigo le dejaría ir solo a ese sitio. Qué le vamos a hacer. Al menos sabemos que los indios bajitos no van a poder acabar con nosotras, en caso de que quisieran intentarlo.

O a lo mejor nos sirve para entrar en el Ferrero (como llamamos a la oficina de extranjeros, incapaces de pronunciar como ellos hacen las siglas FRRO) y que nos hagan caso. La noticia de ayer (que escuché mientras me ponía una minifalda, ya que íbamos de concierto y Mafalda puso el grito en el cielo al vernos llevar vaqueros, obligándonos a cambiar) fue que, tras haber pasado ya 7 veces por dicha oficina, tras haber llevado papeles, haber firmado sin leer, habernos hecho miles de fotos, haber esperado inmensas colas, haber hablado con todo el personal de la oficina, haber conocido extranjeros y habernos reencontrado con amigos, tras haber conseguido el papel… igual no nos amplían el permiso. Y es que por alguna razón que nadie ha sido capaz de encontrar, nos concedieron el registro por tres meses, aunque el visado lo tengamos a un año. Parece ser que han cambiado ciertas leyes y en principio la jefa podría arreglarlo, no sabemos si de manera legal o pagando alguna cantidad adecuada, pero han pasado ya tres semanas y sólo están poniendo más problemas. Nos dijeron que le estaba pasando a más gente pero que las empresas lo arreglaban subiendo sueldos, porque el que te paguen poco impide conseguir el permiso, pero nuestra jefa no pasa por ese aro. Y ayer la otra jefa, la que nos arregla los problemas y tiene el toque de realidad de la escuela, le dio a entender a Ana que no está segura de conseguir la ampliación del papel en cuestión que, en mi caso, llega hasta el 20 de diciembre. No queremos poner el grito en el cielo y tenemos fe en que esto se arreglará en el último momento, porque así son los indios, pero la noticia me turba la noche.

Noche que no estuvo mal, fuimos a un pub a escuchar un concierto moderno que nos hizo olvidar en qué ciudad estábamos, porque de nuevo tacones y faldas llenaban el lugar, la música podría haber salido de las mejores calles de Bristol y los hombres no lucían el mostacho de moda de la ciudad. Mafalda nos presentó a sus amigos, y nos trajeron de vuelta a casa, superando dos controles de alcoholemia que no vieron (gracias a los cristales tintados que tienen todos los coches aquí) que íbamos cuatro personas en el asiento de atrás, aunque no sé si eso es ilegal aquí ya que es el mismo número de personas que puede ir en una moto, y nadie dice nada.

Pero la noticia del día es la que es, aunque no podamos hacer nada porque nos lo impida la embajada india. Sólo espero que vosotros, fieles lectores, estéis a pie de cañón intentando evitar el casi seguro futuro de aquel país que dejé. Que si no podemos cambiarlo, sigamos pudiendo ocupar la calle.

Y la noticia de la semana es que acabó Paula, con la sensación de abandono que te deja cerrar un libro que ha compartido tantos momentos, porque leí con la calma del que no quiere acabar lo que le gusta hacer, y la sensación de estar ante otra gran obra. Cerré Paula con lágrimas sanas. Y hoy cierro compartiéndola, para qué decir yo lo que dicen mejor otras.

Me gustaría volar en una escoba y danzar con otras brujas paganas en el bosque a la luz de la luna, invocando las fuerzas de la tierra y ahuyentando demonios, quiero convertirme en una vieja sabia, aprender antiguos encantamientos y secretos de curandero. No es poco lo que pretendo. Las hechiceras, como los santos, son estrellas solitarias que brillan con luz propia, no dependen de nada ni de nadie, por eso carecen de miedo y pueden lanzarse ciegas al abismo con la certeza de que en vez de estrellarse saldrán volando. Pueden convertirse en pájaros para ver el mundo desde arriba o en gusanos para verlo por dentro, pueden habitar otras dimensiones y viajar a otras galaxias, son navegantes en un océano infinito de conciencia y conocimiento.

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De bailes y más.

Y van pasando los días, y ya poco hay que contar. Si bien es verdad que he dejado de escribir porque no me gusta el teclado inglés, ni el de Ana, y mi ordenador murió en ridículas circunstancias y la ya conocida ineficacia india no ayuda, tampoco hay mucho que contar.

No se cumplió lo de la paella, Isabel estuvo mala, y el fin de semana llegó como si nada, porque lo trabajamos lo suficiente como para no sentirlo. Aún así, el sábado Preeti nos dijo que nos tomábamos unas cervezas y regresamos nostálgicas y contentas al barrio de nuestra residencia, al único pub en el que el alcohol no es prohibitivo, y bebimos hasta confirmar el plantón que nos dio la incitadora del plan. Acabamos la jarra y nos cogimos un rickshaw que, sorprendentemente, no nos timó, y nos planteamos probar el pub delavueltadelaesquina, llamado Opus, aclamado por la juventud que conocemos, que no es mucha pero sí fiable. A la entrada pretenden cobrarnos 1000 rupias, así que salimos con la intención de volver a casa, bastante sorprendidas por la cantidad de minifaldas que alberga la noche, en comparación con la castidad diurna de la ciudad. Llaman nuestra atención unas escaleras de caracol que nacen justo a la puerta del pub. Como hay gente arriba, decidimos subir por si la discoteca en cuestión tiene dos zonas, y le digo a Ana que no hay nada que me gustara más que un lugar donde poder echarnos unos buenos bailes sin fondo tecno. Subiendo las escaleras llegan las primeras notas de un ritmo conocido y una vez arriba se confirma la salsa, en una sala llena de parejas que dan vueltas al son de unas palabras que ellos no conocen, pero nosotras dominamos. En seguida alguien nos pregunta si venimos a bailar, nosotras no tenemos ni idea, apuntaos a clases, estos son los horarios. Nos ofrece un papel con los cursos que ofrecen y junto a la salsa destaca el Bollywood, pero coincide con nuestras clases, aunque ya sé que jamás podréis perdonarme venir a la India para aprender lo que ofrecen en el Savor, Salamanca.

Allí nos plantamos el domingo, a las 7 de la tarde (en la discoteca en cuestión, no en el Savor), instruídas por un hombre que luego resultó tener varios premios y hablaba con uno de esos acentos graciosos y rodeadas de indios que bailaban muchísimo mejor que nosotras, por las 10 horas que nos llevaban de ventaja. Hicimos lo que pudimos, intentamos seguir algunos pasos, nos dejamos llevar en el momento en parejas (aquí Ana me obliga a decir que bailé con el único indio guapo de la ciudad, pero la historia no tiene mucha emoción si la versión real es que fueron 2 minutos y no demostré para nada tener sangre latina, aunque a mi favor diré que no le pisé) y al menos conseguimos entender el ritmo en la parte teórica de la clase, que a ellos les resultaba más difícil.

El lunes, que Isabel ya estaba recuperada, y  motivadas por el impulso salsero, lo dedicamos a recados. Empezamos en la Alianza Francesa, recogiendo números de teléfonos de más clases. La danza del vientre sale más barata que la salsa y parece ser que podemos unirnos al grupo de las novatas. El Bollywood sigue coincidiéndonos con el trabajo y Ana se motiva con Aikido. De momento no hemos empezado nada. También nos  animamos con los exámenes de inglés, y asumimos que sólo hay profesores indios en el país, y que no queda otro remedio que aprender el acento nacional. Los lunes, pese a no traer grandes emociones, nos hacen ver una salida a tanta ocuapción y tanto encierro, e Isabel nos saca de esta vida en pareja obligada.

El resto de la semana, sin embargo, avanza lenta y cansada. Sabemos que estamos en este país por la lentitud que sigue formando parte esencial de la vida, pero no vemos, olemos o sentimos la India. Ya nos hemos acostumbrado a lo que tenemos, y se va haciendo cuesta arriba. Pero seguimos en pie.

Más y mejor, cuando tenga el ordenador arreglado. Si eso llega a pasar.

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Del Cervantes, el Islam y más.


Volvimos, pero no regresó la rutina. Las escasas horas de sueño y el estrés reinante en la escuela no consiguieron acabar con la emoción del viaje, y trabajamos casi con alegría. El viernes llegaba la del Cervantes y, aunque hacía un año que esperaban esa visita, el momento para aclararse con el papeleo era éste.

Aún así, yo el jueves hice mi escapada al colegio. Cada vez me gusta más ese sitio, trabajo más a gusto y me siento menos fuera de lugar. Me integro en la estructura del colegio, más clara que la del trabajo habitual, me explican qué tengo que hacer y cómo, se preocupan por mí. Además pruebo la comida de la cantina, que es siempre vegetariana, y hasta me gusta, siendo picante e irreconocible a mi vista y paladar.

Y el viernes llegó Ana, que se llama también así la del Cervantes de Delhi. Ha sido un fin de semana de idas y venidas, todo el personal del Instituto, al que normalmente ni vemos, estaba dando vueltas por pasillos y clases, ya que no hay mesas para sentarnos a trabajar, rellenar papeles, mirar facebook… y la jefa no deja que nadie se vaya. Priya, la que va a por la comida, el café, las fotocopias, limpia… está enferma, pero tampoco dejan que se marche a casa por si acaso Ana necesita algo (y ninguna de las otras 5 personas que miran al vacío es capaz de sustituirla) y allí estamos todos, observando y esperando a que a la buena mujer se le ocurra alguna pregunta que nos saque del aburrimiento y el agobio. Y tampoco se le ocurren muchas. Ella va para un lado y otro escribiendo cosas, comprobando lo que falta y lo que no. También nos reúne para hacernos preguntas capciosas como si nos reunimos el equipo docente, y le contestamos que sí, que para hablar del método, del plan de enseñanza, para cenar, para ir de vacaciones… que es que somos dos. Y nos dice que también cuentan los del otro centro, personas a las que jamás hemos visto. Sospechamos que hay algo que falla y la estamos liando parda. Pero no hay consecuencias graves.

Después del intenso día la jefa se había tirado el rollo y nos había invitado a cenar a todos, incluida Isabel (que al no ser profe titular se había salvado de la apacible jornada), a un restaurante que por Internet prometía. La cita era a las 8, y a y cinco llamó para cancelarla porque la del Cervantes tenía el mal común del extranjero en India (que a nosotras no nos ha dado y a esta señora, que lleva aquí 4 años, se ve que le afecta aún y se tiene que pasar la noche en el baño). Isabel, que vive en la otra punta de la ciudad, estaba a mitad de camino y no quería darse la vuelta, así que quedamos con ella en el restaurante internacional en el que hay ternera, para gastarnos las últimas rupias que nos quedan (porque nos pagan el día 5 de cada mes, a no ser que haya visita desde Delhi, que en ese caso parece ser que el dinero no es prioritario).

A mitad de camino Isabel llama, que nos demos prisa, que tenemos sorpresa. Una vez allí encontramos un mercadillo a la entrada de la fundación Vicente Ferrer liderado por dos españolas, y a Isabel encantada en una conversación con otros dos a los que luego se les irían sumando más, y acabamos cenando en una mesa de 8, pidiendo vino ilegal que un patriarca catalán consigue sacarles a los del restaurante, dándole a la carne prohibida del país y hablando en el tono de voz que caracteriza nuestra nacionalidad. Allí cada uno es y hace una cosa: profesores, grandes empresas, voluntarios… pero nos vuelve a unir la lengua, y quedamos oficialmente invitadas a una paella que este señor organiza mensualmente (única condición, no cocinar él) y a otros eventos que puedan ir surgiendo. Sospecho que la comunidad española en la ciudad no puede ser muy grande, y a estas alturas seguramente conozcamos al 80%. Hay que buscar al resto. Intercambiamos opiniones sobre la ciudad, experiencias de los viajes por los alrededores, invitaciones y contactos, y volvemos pronto rechazando un tomar algo, porque sí, los sábados se trabaja.

El sábado más de lo mismo. Esta vez la mujer se queda a observar nuestras clases y nos dice que muy bien todo, come, arregla más papeles, nos rehace los currículos, nos promete cursos gratis y ciclos de cine y se vuelve a Delhi. Todo el mundo se queda más tranquilo, la jefa se viene arriba y nos perdona el resto de la tarde (que al final no, al final nos tuvimos que quedar) y nosotras nos bajamos a comprar una cerveza, porque el dinero no nos da para salir a ningún sitio.

Y llega el domingo, en el que yo estaba invitada por la profesora de francés a una comida en su casa. Me pongo una camiseta mona y las lentillas y me cojo el rickshaw, sin saber a dónde voy (previa llamada a la mujer, a la que pongo en contacto con el conductor, y me lanzo a la aventura), y llego a una residencia gigante, con vigilancia en la puerta, formada por muchísimos edificios y parques, lugar apacible y tranquilo, con sus vecinos paseando el fin de semana por las calles sin coches.

Ya a la entrada me empieza a saludar gente que no conozco, y es que resulta que lo que yo creía que sería una comida con otra del cole para conocernos, fue una festividad por todo lo alto, que según me explicaron era para ellos como la Navidad. Desubicada pregunto que qué celebran, me contestan que el día en el que el profeta fue a sacrificar a su primogénito pero Dios le perdonó la vida y la cambió por la de un cordero. A mí que esta historia me suena a cristianismo profundamente, me pregunto en qué religión estaré metida ahora, y sí, como ya habéis supuesto todos, que sois muy listos, parece ser que es una tradición musulmana. Así que me sientan en lo que llaman “la mesa de los jóvenes” junto a la hija de mi colega, que es una chica majísima que vive en Francia y sólo está de visita, junto a una francesa real, amiga de la anterior, otra chica india de mi edad con su respectivo marido de una edad avanzada, y otro señor. La comida típica del día se llama biryani y está hecha de cordero y arroz. Dicen que es la paella india y es totalmente cierto, aunque con 200 kilos de picante más. En este momento descubro que me gusta el pepino, con el que hacen un yogur que mezclan con el arroz de un efecto balsámico calmante sorprendente, sobre todo si llevas aquí un mes muriendo y nadie te lo había comentado. Para meterme ya del todo en la tradición, me animan a comerlo con las manos, cosa que sólo había hecho antes con alimentos apoyados en pan, así que tardo bastante más que el resto de los comensales y esparzo mi comida por toda la mesa, pero les parece divertido y quedo en una posición, al menos, digna. Isabel dijo que comer con las manos aumentaría nuestra capacidad de gusto, porque añadíamos una sensación más, pero a mí me pareció bastante difícil y un tanto asqueroso (más que nada porque después, además, el resto del día tus dedos son amarillos y huelen a curry). Una sensación extraña, me temo que susceptible de repetición, y entretenida, en cualquier caso. De postre, y con cuchara, fideos (de verdad, de los de sopa) en una salsa dulce. Se cuidan bien, estos musulmanes, no les faltan calorías.

En estas culturas no hay sobremesas, así que quitan el plato antes de que yo acabe y me pregunto qué harán después, si sacarán los céntimos para organizarse un cinquillo (tradición, ésta, muy común en mi familia). No, pero casi. Nos bajamos a la calle (esto en España en Navidad poco, que hace mucho frío) y se sacan un tablero y unas fichas de un juego llamado carrom, una especie de billar indio, mucho más rústico y familiar, que consiste en exactamente lo mismo, pero con los dedos para impulsar una ficha grande que empuja a las demás al agujero.

Cuando la gente se empieza a ir, y sin tener muy claro el protocolo, me despido y cojo contactos de la de 26 y la francesa, porque nunca se sabe, y me maravillo del carácter extremadamente hospitalario de esta gente, que no te dejan mover y te ofrecen su casa mil veces para lo que sea, incluso te ofrecen a otra gente si ellos no están.

Vuelvo a casa con Ana, que cuando sale de clase los domingos sólo le pide cerveza a la vida, y probamos un pub que nos recomienda Google donde sí, nos gastamos las últimas rupias que nos quedan pero acabamos muy contentas (además de por la cerveza, mal pensados, porque el sitio es muy amigable, y está bien descubrir estas cosas en el barrio) y esperamos que de verdad nos pagaran al día siguiente.

Y sí, sorprendentemente cumplen, y hoy, día libre y con dinero, nos vamos a investigar la zona de compras del barrio. No nos gastamos todo nuestro recién estrenado sueldo pero nos permitimos una comida en un restaurante europeo (aquí, como allí, la comida dicen que es de cualquier zona del mundo y luego cocinan lo que quieren) y un té en un Costa. Recorremos calles intentando recordar lo que habíamos visto en Google Maps y llegamos a buen puerto, cansadas y contentas. Nuestros vecinos musulmanes están ahora en plena celebración, les vemos por la ventana dar vueltas a la manzana llevando una especie de paso en procesión mientras cantan y gritan cosas. No sé en qué momento se dividieron nuestras religiones (me falta cultura aquí, ya lo habéis visto), y no sé si sabemos ya que el Dios al que adoramos es el mismo o aún nos tenemos que pegar muchas más veces.

Feliz Id-ul-Zuha a todos.

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De Goa y más.


Me fui de vacaciones y he vuelto de campamento. Esta semana de experiencias y sensaciones va a ser más difícil de resumir de lo que creéis, pero vamos a hacer un intento, con toda la pena que me da no poder compartirla en su cien por cien.

Salimos de noche, tras pasar de un autobús a otro en la ya acostumbrada manía de que nadie tenga nunca nada claro, y con la esperanza de dormir para llegar frescas al destino. En la surrealista parada para cenar conocimos a Matthias, alemán que habla español y estudia en Bangalore y aprovecha Diwali para huir, como nosotras, de la ciudad del ruido el caos, que dicen aumenta en esta fecha. Conocer gente blanca anima, te sientes menos sola o menos loca. Lo que une a los europeos en la India son dos preguntas básicas. La primera te la hacen: “¿y tú qué opinas de la ciudad?” La respuesta siempre se refiere a la contaminación, a la multitud, a la intranquilidad… esta vez dice en voz alta algo a lo que ninguna de nosotras había llegado antes, pese a ser muy obvio: aquí la gente no sonríe, la gente no es amable. Para un indio somos solo dinero, sólo te ven como lo que pueden sacar de ti. Lo compara él a otras culturas asiáticas (y yo a las árabes, que conozco un poco más) en las que, aunque no consigan aprovecharse, te ofrecen cercanía, no siempre ayuda, pero no te rechazan con malas miradas o cortantes palabras. No hay que generalizar, y los alumnos o los compañeros son encantadores, pero no hay alegría en la calle, no hay humanidad, quizá. La segunda pregunta es inevitable: “¿qué hago yo aquí?”, y sospechamos los tres juntos que si no pasas por ella, no lo estás viviendo del todo.

Matthias se baja antes que nosotras, no viene a la misma playa, pero intercambiamos móviles para una posible cerveza en Bangalore, que al chico se le ve perdido. Tiene que ser duro ser alemán en un país en el que el alcohol está tan mal visto.

Y llegamos a la capital de Goa. Habiendo dormido poco por las picaduras de lo que Ana interpretó como chinches (y a la vuelta nos destrozaron la existencia, hasta el punto de estar hoy rascándonos y buscando insectos como locas), bajamos del bus, esquivamos a los docientos taxis que estaban seguros de nuestro desconcierto, traspasamos la barrera de mil rickshaws haciéndonos un precio y llegamos a una estación de autobuses desordenada y tremendamente calurosa (luego sería el estado en sí lo que tenía esta característica) en la que no hay carteles, tienes que escuchar a los revisores de los treinta autobuses en línea para ver cuál de ellos está gritando el nombre de tu destino. No son discretos, así que nos aproximamos a cada uno para intentar descifrar sus chillidos, que a nosotras nos sonaban igual que los que pega el que viene a vender cocos a casa (y después diferenciaríamos claramente) y nos subimos en el que nos pareció más convincente, colocando mochilas y botellas encima de una de nosotras, porque la otra se tenía que aplastar al lado. La primera sensación que intuyo desde la ventana es la de haber llegado a una Asturias caliente: el verde es el mismo y huele igual (no como cuando hay pelotas negras gigantes, digo cuando huele bien), y aunque haya alguna palmera suelta me recuerda a los prados de campamento.

La ciudad de tránsito desde la capital hasta nuestra playa no tiene una estación de autobuses mejor, se ve que es la tónica general. Nos preguntamos cómo puede funcionar así y la realidad es que, si funciona, por qué van a cambiar. El revisor mete a cuanta más gente mejor en el bus (nos preguntamos si los buses serán privados o es amor por la causa o el roce), después se va haciendo camino para cobrar a todo el mundo, sin olvidar en ningún momento a nadie y sabiendo siempre quién ha pagado, quién no, y a dónde va cada uno, y cuando te quieres bajar da un silbidito y el bus para. El problema, sin duda, es que de los 11 sitios para ir de pie que reza un cartel al principio del bus, se llenan unos 50 (sé que tiendo a exagerar, esto no es mentira), y los baches que vamos pillando por el camino hacen de cada travesía una descarga de adrenalina comparable a la de la mejor montaña rusa.

Y nuestra playa, Anjuna, resulta ser el remanso de paz indio al que pensábamos que jamás llegaríamos. O que no existía en este país. No hay coches en las calles, si acaso alguna moto despistada con poca necesidad de pitar, y algo desértico todo, quizá por el calor terrible de la media mañana. Ni un solo atisbo de contaminación, ninguna sensación de estrés. El albergue está sorprendentemente cerca del sitio donde nos deja el autobús y, pese a que la primera noche no teníamos reserva, no nos ponen ningún problema, y estamos instaladas. Preguntamos por el mercado de las pulgas, que sólo está los miércoles, cogemos el biquini, y estamos en marcha.

Vaca en la playa
Nos guiamos por intuición y siguiendo las señales incorrectas que nos dan hasta llegar al mercado, atravesando la playa encantadas, haciendo fotos de cada vaca porque Ana las diferencia (y a mí con una me parecía suficiente…) y nos adentramos en las callecitas estrechas que surgen entre unos y otros puestos, por las que pasean infinidad de blancos curioseando y dejándose timar con gusto. Regateamos un par de vestidos para cada una, ya que aquí sí podemos lucir tirante y minifalda, y un pareo que nos sirva también de toalla (e hizo las funciones de manta, vestido, y otras numerosas aplicaciones). Disfrutamos de la primera de muchas cervezas que se encuentran en cualquier bar aquí (recordando cómo era que eso no te impactara) y pasamos a la playa. Sin saberlo, elegimos el chiringuito de moda en el que pasaríamos el resto de las noches, comimos lo mismo que encontrábamos en los menús de los indios europeos (confirmando así que allí sólo llega comida del norte) y nos tiramos en las hamacas (que son gratis mientras consumas) hasta ver el anochecer, que Ana, desde Barcelona, nunca había visto en la playa.

Y al albergue. Allí conocemos a nuestros compañeros de habitación: dos ingleses, un checo y un indio que se están preparando para salir. Nos duchamos, echamos una cerveza con ellos y nos invitan a cenar. En el restaurante (al que luego iríamos también casi todas las noches) conocemos a un chico español con su novia inglesa, otro inglés más, y un chino-holandés. Cada una de las personas con una historia apasionante, porque qué haces aquí si no la tienes. La general es que la gente, aburrida de sus trabajos o de no tenerlos, coge la mochila y se pone a recorrer mundo. Empiezan por Asia porque es lo más barato, parada en Australia para sacar algún dinero en algún trabajo, seguir hasta América y volver a Europa. Cada persona que conocimos en esa cena, o que conoceríamos luego, tiene un plan mejor al anterior, la envidia nos corroe, nos preguntamos por qué no estamos haciendo eso nosotras. Y no está tan mal, esto, porque tendemos a mirar en las vidas de los demás, pero a ellos también les parece que la nuestra es una gran historia, que también es una aventura.

Anjuna Beach
A partir del día siguiente comienza una especie de rutina maravillosa en la que nos despertamos sin estrés, desayunamos tostadas y lassi en el bar de al lado (cuyo camarero nos conoce y reverencia cuando nos ve) y dedicamos nuestro día a algo. Hemos alquilado una moto para ir a las playas del norte (con esto aclaro que sí, me estoy haciendo una temeraria y el poco miedo que me queda es a los perros), en las que los indios se quieren hacer fotos con nosotras o nos las hacen de lejos, sintiéndonos o famosas o monos en el zoo. Hemos ido a visitar la capital, volviendo a nuestro remanso de paz totalmente agobiadas por el desorden y la incapacidad de la gente de saber dónde están (y confiando más en cualquier mapa que en la buena fe de la población). Hemos cogido un tour por el sur del estado que nos ha llevado a ver más catedrales que las que vi en el interrail, algunos templos, playas atestadas de indios, museos surrealistas, una casa portuguesa que nos pareció demasiado porque la del señor Aparicio ya estuvo bien el año pasado… Hemos disfrutado de nuestra playa bajo el sol y la lluvia, sin indios esta, lo que nos ha dado un respiro. Porque sí, ni Ana ni yo hemos querido hacer cosas de turistas, siempre con la idea de que en un país tienes que mezclarte con su gente, y sospechamos estar volviéndonos un poco racistas o no haber entendido bien la cultura, pero agradecemos poder sentarnos en una silla sin querer arrancarle la cámara a todo el personal, llevar tirantes sin sentir que vas desnuda, no querer tapar tu piel para que no vean cuál es tu verdadero color, sonreír sin que se piensen que vas a comprar todo lo que tienen, poder hablar con la gente y que no signifique que quieres hacer un precio. La tranquilidad que da poder volver a ser tú sin que suponga eso un problema. Superar la exagerada diferencia que ellos mismos crean.

A partir de las seis, después de anochecer, religiosamente volvemos al albergue, nos duchamos, salimos a cenar al mismo sitio de la primera vez y bajamos al Seahorse (dedicado a mi caballito de mar, mi desequilibrada) a tomarnos las cervezas de turno. Esto con alguna variación: nos cambiaron de habitación y nuestro compañero finlandés, un friki gótico que está en la India para escribir dos libros que tiene a medias, se llevó las llaves, así que ese día tuvimos que enganchar mañana y noche. A veces los compañeros cambiaban, y se fueron el checo y el chino pero vinieron una holandesa, otra inglesa y dos canadienses con los que hicimos mucha piña y conseguimos un grupo de unos 8 que daba mucha alegría a las noches. Alguien se traía una botella de algo nuevo para animar el turno de ducha, y cuando estábamos preparados atacábamos el kebab. A veces volvíamos a casa antes, aburridos de la música trance que parece que tuvo aquí su origen y ahora, para no desilusionar a sus inventores, no pueden cambiar y llega a ser un poco rallante. Otras veces aguantábamos hasta las 4 de la mañana. Grandes momentos en ese bar, como ser atacados por el terrible monzón y ver caer los rayos sin piedad encima del mar, protegidos por un techo de bambú (y luego recorrer el camino hacia el albergue bajo la lluvia, esquivando las olas gigantes por la playa y los inevitables charcos en los que alguien dijo que había serpientes). Y la vuelta a casa por la playa, en la que siempre alguien te cuenta una historia, o vemos las velas iluminadas alrededor de todas las casas por Diwali, o me siento más lejos de todo al descubrir que aquí no se ve la Osa Mayor, o más cerca al pensar que, estemos donde estemos, siempre miramos al cielo, siempre buscamos las estrellas.


Anochecer en la playa
Las experiencias nocturnas me encantan, a pesar de lo que nos habían contado unos y otros. El bar atormenta con su música, pero no consigue acallar las olas chocando contra su balcón. Ni siquiera el relaciones públicas, una especie de Mogwli inglés que intenta motivar a la gente consiguiendo todo lo contrario, apaga la sensación de disfrutar del momento, de estar viviendo en un lugar irrepetible. Somos turistas, todos, pero no de los de verdad, no de los de hotel de cinco estrellas o de los de paseo marítimo. El hipismo no llega a ser extremo, como Isabel avisó, pero a mí me parece en el punto exacto, en el que la gente ni siquiera llega a ser consciente de su propio nivel, pero se lanzan a recorrer mundo y se hacen amigos de todos los que pasan por el camino, comparten cervezas sin saber si se van a volver a ver, cantan canciones cuando hay apagón y no se ponen fecha de llegada ni de partida. Preguntando cuándo se irían o cuál sería el próximo destino, nadie lo tiene muy claro y sólo hay una línea general de viaje, no existe ese estrés por tener que coger un tren o el interés en seguir viendo cosas, la filosofía reside en saber disfrutar, y, cuando se ha llegado al límite, seguir adelante. Esto me potencia sensaciones que ya tenía pero que crecen con la experiencia de los demás, quitándome otro miedo más. Aquellos castillos en el aire que construimos en la puerta de nuestra residencia se hacen palpables: si es tan fácil cruzar fronteras, las nuestras no se pueden quedar aquí. Hemos sobrevivido con bastante lujo gastando mucho menos de lo que esperábamos, dicen que de los países asiáticos la India es el más caro, sabemos cómo llevar una mochila al hombro, nos sabemos acompañadas en las ideas.

También me alegra poder recuperar el inglés que tenía escondido en mi cerebro, mi perfecto acento de Cambridge que, para disgusto de mi madre (no le desmintáis esto, en cualquier caso), daba lugar al intento de dialecto indio útil para la supervivencia. Me siento nostálgica desde la primera palabra de los británicos y vuelvo a ser la Anaí de los 23, con aquella personalidad desvergonzada, curiosa, cínica y graciosa que atribuía yo a la juventud y resulta salir cuando puedo dejar mi timidez aparcada en el idioma nativo y refugiarme en el que usé sin excepción durante un año entero, sin saber cuál es exactamente el que me sirve de refugio. Al final iba a ser yo la bipolar, que a nadie le extrañe.

Elefantes en el Spice Market
El día antes de irnos, la piña decidió ir de excursión al mercado de las especias, maravilloso paraje natural en el que crecen todas las plantas que luego nos comemos, una especie de paraíso, único lugar limpio del país, en el que también hay elefantes demasiado caros para nuestros bolsillos, pero a los que nos dejan hacer una foto. Cada experiencia compartida aquí se convierte en una aventura, porque estos amigos nuevos saben cómo alegrar cualquier desgracia (y eso que vamos superando con humor los obstáculos del camino) y porque podemos ver la sorpresa de unos y otros ante cualquier innovadora estrategia india. El último día, un uno de noviembre con un calor asombroso (recordando la tradición familiar y echando un poco de menos los buñuelos), y a pesar de que los caminos se separan y pocos se quedan en nuestra playa, nos da mucha pena la despedida (pienso matar al que las inventó), y como en cualquier encuentro, intercambiamos emails y abrazos, con invitaciones a los países de residencia habitual y temporal, sabiendo que los podemos volver a cruzarnos o no. La sensación es la de haber salido de un campamento cualquiera en el que has conocido gente que sabes que te va a marcar durante un tiempo, en el que nunca has llegado a estar del todo cómoda (o limpia, o sin insectos recorriéndote) pero no cambiarías por nada.

Así que sí, cada día un poco más aprendo a aplicar la enseñanza de BP que más me costaba asimilar, y disfruto del camino, no pienso en la meta o en el final que esto pueda tener. Aprendo a ser feliz aquí y ahora. Aprendo de la gente, de los sitios, de la naturaleza y de las experiencias. Aprendo del humor y de la actitud. Abro los ojos y disfruto de todo lo que veo, sea bonito o feo, porque entiendo que las dos cosas me forman y crezco.

De todo lo que me dijeron cuando vine aquí, más o menos positivo, me traje dos impresiones. Una la del hermano que intenta conocerme, sin llegar siempre a conseguirlo, y me dijo que no iba a volver. La otra de la fiel amiga, que me escribió primero en sus palabras y luego en las de Benedetti, que nunca volvería a ser la misma. Volveré, sí, pero cada vez pongo la barrera más lejos, cuanto más mundo veo o más cerca lo siento, más fronteras quiero romper. El viaje a Asia es una obviedad y ya estamos marcando el recorrido. Cambiaré, sí. En mes y medio ya lo he hecho, y es posible que mantenga una base, pero no seré la misma cuando me volváis a ver, yo no sé qué llegará de lo que visteis salir. Que como dicen ahora… quise cambiar el mundo, y tal vez ese mundo me cambió.





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