Y
el miércoles volvimos al Ferrero. Nos acompañó La Persona de la otra jefa (la
de italiano), que se supone que es un hombre conocedor de los entresijos indios
y solucionador nato de problemas. A nosotras nos parece más un tranquilo y
desesperante señor al que se le cuelan en las interminables filas de
extranjeros indignados y baja la mirada cuando le dicen que nos faltan papeles.
El miércoles, entonces, faltaba la confirmación policial de que vivimos en
nuestra casa, y pedimos el papel para llevar a comisaría y que lo firmen. El
problema, obviamente, es que no vivimos en la dirección que pone en nuestro
registro, porque nos registramos cuando estábamos en la residencia y porque la
casa en la que vivimos no está dada de alta como vivienda, si no como oficina,
razón por la que no pudimos tampoco abrir una cuenta en el banco. Se lo
explicamos a La Persona a la puerta del Ferrero, se ríe, y nos devuelve a la
escuela.
Ana
y yo hacemos conjeturas sobre nuestro futuro. No sabemos cómo negarnos en
rotundo a volver a la residencia, porque la policía va a ir a ver si estamos
allí, y ella está registrada en la dirección en la que estuvimos juntas, pero
en mi registro aparece aquel lugar infectado de bichos e incendiado. No sabemos
si anteponer nuestra salud o el permiso de residencia en el país.
El
jueves sólo podemos desahogarnos con Matthías, con el que quedamos para cenar
porque es su cumpleaños e intenta llevarnos a un local de jazz que le
recomienda su guía y que ha desaparecido. En su lugar hay un restaurante pijo
que no nos podemos permitir y acabamos en otro que, sin parecerlo, resulta ser
mucho más caro y nos deja con dudas de si llegaremos a final de mes. Pagamos,
una vez más, la novatada.
Y
así llegó ayer.
Ayer
nos levantamos con ilusas esperanzas de estar registradas a la tarde. Quedamos
con La Persona a las diez en el Ferrero. Nos sorprenden con una carta firmada
por la jefa reconociendo que vivimos donde vivimos, y dándole cierta legalidad
a nuestra situación. Agradecemos esto y pedimos una nueva carta, esta vez sí
para la policía que nos corresponde, para la de nuestro barrio. Al ser tan
pronto y amenazar tormenta, opinamos que todos los funcionarios tienen el mismo
estado empanado que nosotras (que además nos despertamos con la electricidad
estropeada y no hemos tomado el té matutino) y nos imprimen la carta sin hacer
demasiadas preguntas.
El
siguiente paso nos lleva a la comisaría de nuestra zona. El local se viene
abajo. Las paredes tienen manchas de humedad, los fluorescentes no iluminan lo
suficiente, huele a mi antigua residencia, las estanterías son los mecanos que
ya fueron sustituidos en nuestra zona de material SP, los libros se parecen a
los que recuerdo de casa de mi abuela cuando encontrábamos reliquias en cuartos
pequeños. Se le suman la ya acostumbrada cantidad de hombres con mostacho que
parecen dedicarse únicamente a observar, todos trabajan allí. Nos atiende uno
en vaqueros, que nos mira, pide nuestros pasaportes, no habla inglés (supongo
que si te pasa algo en este país… ¿llamas a casa?), nos hace sentar, le
pregunta a La Persona si estamos casadas y qué hacemos aquí. Rellena una ficha
con nuestros datos y salimos de la comisaría. Volvemos al coche y allí nos
dicen que tiene que venir el policía a ver si de verdad vivimos en esa casa. La
Persona hace unas llamadas, volvemos a entrar, recogemos al de los vaqueros y
nos vamos los cinco a casa. En el camino de ida llama la jefa y le dice a Ana
que le pasemos a La Persona, sin que el otro lo vea, mil rupias, que eso hará
que las cosas vayan más rápido y así agradecemos que nos haga la visita en ese
momento y no por sorpresa, que es como suele funcionar.
Llegamos
todos a la escuela ante la sorpresa de Priya, que luego pasaría el resto del
día preocupada por si iba a volver la policía y si le iban a hacer preguntas a
ella. Subimos a casa y, tras dos meses sin haber reparado en ello, lo primero
que viene a mí son las botellas vacías de cerveza que guardamos para luego
vender, y están colocadas en una hilera a la altura de la vista nada más
entrar. También las ve el policía que hace un chiste en hindi y se echan unas
risas La Persona, el chófer y él. Entra a todas las habitaciones, investiga lo
que cree necesario, y nos volvemos. El viaje de regreso a comisaría parece ser
una entretenida conversación sobre las mujeres alcohólicas europeas.
Nos
volvemos a sentar en nuestra silla, disposición de interrogatorio, y La Persona,
aprovechando un momento en que nos dejan a solas, nos dice que si nos preguntan
digamos que las cervezas son de una amiga rusa que viene a vernos de vez en
cuando y vive en la otra escuela. Se ve que es mejor decir que también hay
gente viviendo de ilegal en el otro centro y que además ellos sí son unos
borrachos, a reconocer que Ana y yo nos tomamos una cerveza de vez en cuando.
La pregunta no llegó, y volvemos a salir de la comisaría, esta vez solas. Ante
el desconcierto, y que pasan cosas pero nadie explica nada, Ana y yo decidimos
tomarnos un té. En ello estamos cuando el chófer ve a La Persona, que le
pregunta desde la lejanía dónde estamos, y él le contesta con el típico gesto
de “empinando el codo”, y creo que vivimos dentro de un chiste. Viene a
recogernos, volvemos a nuestras sillas.
Un
cuarto de hora más allí sentadas, la comisaría se va llenando de gente que
trabaja o pasa el rato, todos mirándonos y hablando en algo que no entendemos…
relativamente, porque estos idiomas rellenan con inglés las palabras que no
tienen, así que spanish y beer están en boca de todos. Nos llevan
a una salita en la que hay un señor con uniforme (y mostacho, siempre) que sale
a recibirnos acompañado de otros dos. Él grita cosas a La Persona y a los
demás, y pasa a gritárnoslas a nosotras en un inglés que no entendemos. Los dos
acompañantes nos repiten sus palabras con un acento algo más entendible (y no
gritado, que siempre ayuda), y así contestamos, con un poco de miedo e
incomprensión, que vinimos en avión, que somos profesoras, que de español, que
estudiamos una carrera en la universidad, y que cobramos 25 mil rupias. Esto
último parece ser decisivo: no son ricas. Nos dejan solas con La Persona, al
que la situación le está haciendo mucha gracia porque no para de reír, y nos
explica que le han pedido un ordenador a cambio de la firma que asegura nuestra
residencia. Preguntamos cómo es esto posible y qué va a pasar, pero este es un
hombre de pocas palabras y ese era el límite (suponemos que eso tenía que
compartirlo, yo tampoco hubiera podido callarme). Nos hacen salir, él se queda.
Sale al rato, nos sentamos los cuatro en el coche. Allí permanecemos un rato en
silencio. Volvemos a preguntar qué va a pasar, se ríe, no hay respuesta. Llama
la jefa, no habla con nosotras. Volvemos a la escuela.
Hay
que regresar a las 3. Esperamos, al final va él solo. Regresa: el que tiene que
firmar no estaba, tiene que volver a las 7. Y hasta aquí lo que sabemos.
Suponemos que habrá ido y que, si no nos han llamado, todo se habrá solucionado
(ordenador de por medio o no, jamás lo sabremos), pero tampoco nos informan
cuando el problema sigue ahí, así que será un fin de semana de incógnitas. El
lunes hay que volver.
Y
así no sabemos si pensar que estamos formando parte de una película, o asumir
que la realidad supera con creces a la ficción. El surrealismo no deja de
sorprendernos ni cuando creemos habernos hecho ya con la dinámica del país.
Cada día sigue siendo una aventura, y ahí debe estar la gracia de la India,
resolviendo así la pregunta de Preeti de por qué la gente viene de España a
aquí, y no al revés.
Hoy
escribo desde el examen final de mis alumnos, y me preparo para la paella que
finalmente tendrá lugar esta tarde. Y esperando que se solucione todo el lunes,
o pensando en cuánto costará el billete de vuelta. No entremos en pánico.
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