Y
sí, nos fuimos de paella. Lo bonito que es entrar en una casa y que te reciba
la gente de pie, charlando unos con otros, bebida en la mano, dos besos a
todos. Nuestro anfitrión, como ya he dicho, es un patriarca catalán que lidera
una ONG que ayuda a personas con lepra, y es oficialmente conocido como “papito”.
El cachondeo y buen rollo sobresalen de la habitación. El sábado, a la mesa,
aparte de nosotras tres, está sentada una pareja que recorre la India haciendo
fotos en diferentes asociaciones y han sido refugiados en casa de este hombre
por dos semanas, los dos españoles que conocimos aquel día, una de Jaén (que
pasa a llamarse así, Jaén, como yo soy llamada Salamanca y recordada por el
chorizo que mi padre traerá en Navidad) y otro hombre que lleva un año aquí y
nos pasa el contacto de la cónsul honoraria por si tenemos que hacer contactos
para no caer en la ilegalidad o tener que irnos antes de tiempo.
Y
todos sentados en una mesa (casi habíamos olvidado el uso de una de estas con
sus sillas) pasamos a comer una excelente paella, con un pan tumaca verdadero y
unos trocitos de jamón que se había traído el señor, bañado con su vino y
acabando en tarta de chocolate y un turrón venido de Alicante. La cena empezó a
las 6 y para explotar la sobremesa, que es una costumbre exclusiva española,
allí nos quedamos hasta las 12 y media de la noche. Los temas de conversación
pasaron de las operaciones de vista, a los embarazos, los hospitales, la seguridad
social, la revolución, la política, los toros y el vegetarianismo. Ahí ya
decidimos que habíamos hecho lo que había que hacer y ponemos camino a casa
sabiendo que a estas horas el timo es inevitable, pero lo pagamos con gusto.
Isabel, que no está para irse sola, se viene a dormir a casa y podríamos haber
hecho una noche de chicas estupenda pero el vino y el cansancio nos pueden, y a
la cama (o sofá, en mi caso).
El
domingo llegó la depresión. Con un pie en España y otro aquí, o ningún pie en
ningún sitio, no sabemos si preferimos quedarnos o irnos. Llamamos a la familia
para dar la voz de alarma, no conseguimos decidirnos, llueve… película y relax.
Tampoco nos apetecía la lucha que supone salir de casa (y a la que te tienes
que enfrentar con ganas y fuerza) y yo ni siquiera bajé a trabajar, en un
descuido de la jefa que ha decidido abandonarnos. La ya instaurada comida de
los domingos falla estrepitosamente y sólo tenemos a Anubhav (alumno de español
y profesor de hindi, en lo que a nosotras respecta, y profesor de español y
francés y políglota, de profesión) que se apunta a un bombardeo y nos deja una
olla para improvisarnos un biryani español,
que le da un toque a paella que pienso deberíamos patentar.
Y
llegó el lunes, día D.
El
lunes volvemos por el conocido camino al Ferrero y llegamos antes que el resto
de extranjeros del mundo, la oficina estaba sorprendentemente vacía (no del
todo vacía, eso es inconcebible, aquí no hay nada que en algún momento se quede
sin gente). Esperamos abajo, superamos las pruebas, y nos dejan subir al piso
de arriba pero sin La Persona, que las
ayudas autóctonas no son admitidas. Él prometía un proceso simple, pero no,
volvimos por todo aquello por lo que pasamos el primer día, nuestras 4 horas en
la oficina pasando de mostrador en mostrador sintiéndonos muy estúpidas porque
todo el mundo te mira, escribe lo mismo una y otra vez en el mismo papel y te
siguen mandando a sitios diferentes, pero juntas le damos un toque de humor.
Esta vez no está el señor que te pregunta cuánto cobras, así que el que le
sustituye firma sin mirar y nos hacen volver por la tarde. Esa es la señal: si
te hacen volver es que el permiso está en camino. Nos enteramos después de que
ese señor que hoy no estaba era el que nos quería hacer volver a España, y que
fue una suerte que ese día no hubiera ido a trabajar.
Lo
celebramos en danza del vientre y con una cerveza en nuestro pub de los lunes,
en el que ya nos conocen y nos sirven sendas pintas sin preguntar.
Y
después de eso el cansancio me ha consumido la creatividad y he sido incapaz de
contároslo antes. Porque el martes fui al colegio y mi última alumna tenía
partido, así que volví antes a casa, donde estaba la jefa, y vi mi oportunidad
de oro para preguntar por las vacaciones de navidad, subir a comprar los
billetes y dormir hasta que volviera Ana y tuviéramos nuestra clase de hindi.
Pero se ve que la mujer necesitaba hacer gala de su poder y me comenta que no
voy a tener vacaciones, que la escuela abre, y que le da igual que yo no tenga
clase porque tengo que quedarme aquí haciendo materiales, que es súper
importante porque en enero quiere abrir una nueva escuela en Mumbai (Bombay
para los españoles… yo creo que esta palabra tuvo que ser llevada a occidente
por un gangoso o alguien que pilló un catarro, ¿no?) a la que tendré que ir
para enseñarles a los profesores cómo se usa todo lo que yo haga ahora, y es
imposible que dedique mi semana a llevarme a la familia a la playa. Que yo ya
haya empezado a crear todo lo que ella me pide, se lo haya mandado y no me haya
contestado (probablemente ni lo haya mirado) no influye en absoluto en sus
planes de ataduras a Bangalore.
Así
de contenta subo a casa a comer, y con el sándwich en la mesa vuelve para
decirme que baje a dar dos horitas más de clase, que les ha surgido una cosilla
(que viene a ser que los del Quijote le han pedido que les mande el tríptico
que les ha dicho que tiene y, obviamente, no existe) y tengo que sustituir a
otra profe. Así que bajo, y le doy dos horas de clase improvisada a un solo
niño, y con esto cumplo las doce horas que parece ser que tiene ahora mi
jornada laboral, sin cobrar las extra y sin vacaciones. Y yo no digo que me
vaya a quejar de tener trabajo, que sé yo que no está el país (aquel, el
nuestro) como para andar despotricando, y que sé también que hay gente que
trabaja en peores condiciones, pero noto cierta injusticia y me planteo si no
encontraría yo un ambiente más acogedor en cualquier otra parte… Sabiendo que
la experiencia es altamente valiosa para mi vida y que estoy donde quiero
estar. Me empiezo a preguntar si compensa o no, por primera vez en serio desde
que estoy aquí (y sin contar los primeros días de adaptación al medio), y si es
tan difícil entender que quiera pasar la semana de navidad con mi familia fuera
de esta ciudad o sin trabajar todo el día, o en qué momento vale más cualquier
religión que la mía, o por qué las culturas se compaginan entre sí excepto si
vienen de occidente.
Perdida
la ilusión y cierto encanto, algo desengañada y bastante enfadada, llegó el
miércoles. Nos animamos siempre con la danza del vientre, donde vamos haciendo
amigas, y después habíamos quedado para cenar con las alumnas de Ana, lo que
nos apetecía bastante poco, pero arrastramos nuestro espíritu detrás de cada
oportunidad de hacer algo diferente. Afortunadamente, quedamos en el Opus, pub
a tres minutos de casa, así que nos ahorramos el disgusto de pelear con los rickshaws de la ciudad, y entramos
gratis porque a la entrada nos preguntan “¿españolas?” y contestamos que sí.
Luego resultó que una de las alumnas había pagado nuestra entrada, como también
pagarían la cena, así da gusto salir. Allí estaban, de momento dos, una de
ellas en competición de cervezas con el marido al que, viendo que íbamos
llegando, mandó a casa y “vuelve a buscarme cuando te llame”. La otra conoce a
todo el bar y allí empiezan a servir alcohol mientras ella se toma mojitos
rosas gigantes. Llegan las demás y esta misma se encarga de pedir comida y de que
todo el mundo esté contento, y aquí, entre Amas
de Casa Desesperadas (con el mismo tiempo libre y el mismo dinero, en
proporción), me siento como en Portugal, donde tuve clarísimo que el mundo era
de las mujeres, y que cuando una salía de armas tomar no habría hombre que le
tosiera. El problema es que aquí esto es de puertas para adentro, y estas
nuestras se lo pueden permitir, pero las mujeres reales viven bajo la sombra de
maridos o padres hasta el punto de no tener una identidad propia ante la ley,
eres siempre “hija de” o “esposa de”. Pero no se piensa en cosas tristes, ellas
son las más pijas de la ciudad, nos invitan a lo que queremos, nos buscan a los
hombres guapos del bar (o lo intentan, porque es que por mucho que sea verdad
que aquí al menos no llevan mostacho y no te devoran con la mirada… no hay por
donde cogerlos), salen a la pista de baile a darlo todo con alguna canción
inglesa que alguien canta (porque miércoles y domingos hay karaoke y el bar
está hasta arriba, aquí no importa el día, hay gente siempre en todas partes) y
mueven cielo y tierra para que conozcamos al dueño y nos deje pasar gratis
cuando queramos. Buena noche, grandes descubrimientos del barrio, y plenas
intenciones de repetir en numerosas ocasiones.
A
veces se nos olvida dónde estamos. Y llegamos a la triste reflexión de que no,
ni Ana ni yo hemos hecho cosas de pijas nunca, yo me divido entre el hipismo y
el escultismo y prefiero evitar taxis y criados, nos gusta lo auténtico y lo
profundo, pero aquí no, aquí somos ricas por el color de piel, aquí no podemos
movernos entre el pueblo porque no pertenecemos a él; porque aunque quisiéramos
meternos de lleno en la cultura y formar parte de ella, no nos iban a dejar;
porque los bares que nos parecen hechos para la gente autóctona están llenos de
hombres que no van a permitir que tomes una simple Coca Cola entre ellos; y
tienes que asumir que aquí perteneces a la escala, a la casta, de gente que
manda, que se puede permitir beber cerveza sin ser considerada una prostituta
(impactante confesión que nos hizo Anubhav el otro día, sobre el alcohol y las
mujeres) y que tiene que mirar por encima del hombro si no quiere ser
continuamente timada o vacilada. Y nos duele, y nos está costando, y no sé si
lo conseguiremos, pero lo vamos asumiendo. Por lo pronto, y a nuestro favor,
hemos roto la barrera con la criada de la escuela y ya no besa el suelo por el
que pisamos ni nos persigue para cubrir nuestras necesidades. Veo más difícil
llevar esto a todos los niveles de nuestro día a día, y por supuesto, imposible
cambiar una cultura tan abierta para unas cosas, pero hermética para otras.
Y
hoy, parece que no, pero me levanto a las 6 de la mañana con el cansancio alegre
del que no ha dormido todo lo que debía, pero no le gustaría que hubiera sido
de otro modo.