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De guarderías y más.


Y sí, yo conseguí dos días de vacaciones, pero Ana no. Con engaños y secretos, que no sé si intentan llevar a desconfianzas y rencores, pero que no lo llegan a conseguir, así que más quemadas pero más unidas seguimos adelante.

El viernes de concierto francés en el Opus, que como está cerca nos ahorra paseos y dineros, y nos desconecta un poco. El sábado de fiesta, de la que sólo diré que si llevo tres meses viendo cosas surrealistas, se condensan todas en discotecas abarrotadas de gente desinhibida que roza la locura transitoria que viene de salir por momentos de la represión social y estar más borrachos que el resto de los días de su vida. Y no añado más. Y el domingo los de la Fundación Vicente Ferrer montaban un mercadillo en un restaurante al que solemos ir, así que llamamos a Isabel y quedamos con Ignaci, para comprar cositas y ponernos al día. Además conocimos a María, una uruguaya que ha venido de voluntaria a la ONG.

El metro
Como el lunes es nuestro día libre, Ignaci nos invita a conocer la guardería en la que están los niños de las familias a las que ellos cuidan, en las que siempre hay un enfermo de lepra. Quedamos en su casa y fuimos en metro, otro cruce espacial que nos lleva al occidente que conocemos, pero siempre con su toque personal, y aunque no hay mucha gente viajando tienen muchísimas personas trabajando allí con funciones tan apasionantes como indicar a los viajeros a dónde tienen que ir. Para que luego digan que en España no se sabe cómo crear puestos de trabajo, y se arreglaría quitando señales y sustituyéndolas por parados… En el metro hace más frío del que probablemente vayamos a pasar jamás en este país, así que casi agradecemos que el trayecto sea corto. Nos bajamos y empezamos a seguir las indicaciones contradictorias de los transeúntes, única manera de alcanzar algún objetivo aquí: paciencia e intuición.

En casa de Ignaci están las dos Marías y su conductor nos lleva a la guardería. Ésta está situada en pleno barrio musulmán. Descubro que me he acostumbrado terriblemente a las calles, al caos, que me sorprende ver el jaleo y que resulta hasta gracioso ver cómo el coche tiene que abrirse paso entre los pocos rickshaws que aceptan ir hasta allí, bicicletas, motos, camiones, carros con bueyes, niños con cabras, personas intentando avanzar, pero que no me impacta. Ya ni me impacta ver los corderos colgando abiertos en canal a la puerta de las carnicerías, ni me repugna el olor (aunque no sea agradable). Y el barrio tiene bonitas casitas de colores, que luego nos contarían que ellos han ayudado a construir, y albergan a familias que no pueden vivir en otros sitios y que dedican su día a pedir limosna.

La guardería
La guardería es un sitio muy bonito, con las paredes azules con flores que pintó un voluntario español, y bajamos allí las bolsas de comida que luego repartirían y peluches que habían llevado a casa para lavar. A la derecha hay unos 30 niños muy muy pequeños, muy delgados, muy sonrientes que extienden sus manos hacia nosotras y van cogiendo confianza cuando se las damos y les cogemos, y les levantamos, y les sonreímos. Y ya nos tienen enganchadas. El tiempo se detiene y no sé cuántas horas estuvimos allí, jugando con ellos, haciéndoles fotos una y otra vez maravillados ellos ante tal mágico aparato que atrapa tu cara (y al que son incapaces de ponerle una sonrisa, se quedan quietos quietos delante de la cámara, observando), comunicándonos en un idioma universal porque no entendemos sus palabras ni ellos que nosotras no lo hagamos, demostrando que para partir fronteras la sonrisa es un serrucho y todo vale.

Las familias vienen y se llevan sus bolsas, los niños comen su arroz (dos veces por semana con huevo, otra con pollo, el resto con dhal –especie de sopa de lentejas extra picante, un clásico indio-), un plátano de postre y se echan la siesta. Nosotros salimos y vamos a casa de una de las familias, donde el hombre nos recibe y enseña la humilde morada (que se ve entera sin dar un paso, pero es más de lo que mucha gente puede siquiera soñar aquí) y nos pide que hagamos una foto a su madre, para el pasaporte, que se la mandemos mañana. La primera reflexión es: no va a valer. La segunda y dada por correcta: qué no pasa por bueno en este país. Y en la terraza oteamos la extensión del suburbio, los techos de lata, la pobreza creciendo ante nuestros pies.

El viaje de vuelta es en silencio. Nada más salir del barrio las mansiones te dejan aún más sin palabras. ¿Cómo es posible? Un mundo escondido, oculto en una de las ciudades más grandes de la India, contrastado con la grandeza de las riquezas que tienen los demás. Enseñamos español para que la gente pueda ir de vacaciones o mate su tiempo libre y su dinero, y es terrible. Al menos en el colegio creo que puede servirles para salir de aquí y cumplir su sueño de estudiar en Europa o América. Pero la realidad es que no se necesita el español, aquí se necesita que esa gente que gasta en algo que jamás usarán, invierta en conseguir que se dignifique la vida de personas rechazadas por una sociedad que les impide cambiar de estado o casta. Que no hay lucha posible porque no van a poder eliminar la mancha que una persona con lepra deja en una familia, que es imposible una vida mejor. La reflexión del viaje de vuelta gira entre la gran duda existencial de por qué seguimos aquí, de por qué esto sigue girando si podríamos tirar el mundo a la basura sabiendo que no sólo no nos ayudamos sino que además tapamos los problemas de los demás, para no verlos, y por otro lado la inmensa sensación de creer en la humanidad al ver que sí, en este mismo país donde hemos visto cómo se tratan como animales, cómo se desprecian y destrozan, los que menos tienen son los que más agradecen, los que siempre ponen una sonrisa y te saludan, y te hablan, y te ven humana y no les importa qué color de piel te viste o qué ropa llevas. Y lloramos por lo que hemos visto y porque no sabemos qué pensar, yo lo hago porque no sé si he perdido la fe en la humanidad o la he recuperado. Y porque algo dentro de mí está chillando que no estoy donde debo, que si quiero enseñar español lo haga en otro sitio, que aquí no sirve eso, que aquí tengo otra misión.

Así que el día fue tan duro como bonito, tan alegre como triste, tan cansado y tan profundo que caímos rendidas en la cama a la vuelta despertándonos a tiempo para la danza del vientre, y con pocas palabras el resto de jornada.

Hoy me cuesta más aún levantarme para ir al colegio pero, extrañamente, recupero siempre algo de optimismo allí, y me alegra ver que mis niños aprenden poco pero sí lo hacen, y que se divierten y juegan sorprendidos de que eso se pueda hacer en una clase.

Finalmente como en casa de la de francés, que quiere que ayude a su hija recién llegada de París a terminar sus deberes de español, y me enseña a hacer chai (dedicado a las visitas en potencia, esto os va a encantar) y la comida está estupenda.


Así que volvemos a la rutina pero con el interior cambiado. Y con muchas dudas de cuál es exactamente mi sitio, de cómo enfocar esto, de hacia dónde mirar ahora.

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