Sin objetividad ninguna, un relato de experiencias y sentimientos de mis viajes por el mundo. Única manera de hacer que, incluso estando lejos,
esté cerca de veras.
¡Y ya llegaron! ¡Aquí les tengo! Y mientras hago como que trabajo (por esa manía extraña que tienen de atarnos a la escuela aunque los alumnos hayan decidido no tener clase y los últimos materiales que les pareció oportuno mandarnos ya están acabados) os lo cuento.
Llegaban a las 3 de la mañana y nuestro taxi vino a buscarnos a las 2, media hora antes de lo planeado. Esperamos en el aeropuerto con un chocolate caliente, y a la hora y media empezábamos a sospechar que algo había pasado, pero no teníamos muy claro qué podíamos hacer para solucionarlo. Hasta que vimos a mi hermano dar saltos detrás de la puerta automática. Nos acercamos, y nos dice que vayamos, que no entienden nada, pero no les dejan salir. Pagamos la cifra adecuada a la situación (porque si aquí se paga por todo, entrar en el aeropuerto no va a ser una excepción), y nos acercamos hasta la siguiente pared de cristal, desde la que les veo y nos comunicamos a gritos, porque ahí tampoco nos dejan entrar. Me dan a entender que el policía opina que están traficando con chorizo porque mi padre ha metido en su maleta unos 15 kilos de embutido (empiezo a sospechar que sí, exagero en este blog, y se piensa que estoy muriendo de hambre) y unos 5 de chocolate (porque Ana le pidió, y él creyó que era para sobrevivir hasta agosto), y el policía me informa de que no se puede pasar comida de un país a otro, y menos cerdo a un país musulmán (mi padre, que no entiende por qué le retienen, le había explicado mediante gestos al hombre que, por si le quedaba alguna duda, eso que trae es pata de cerdo -añadiendo levantamiento de pierna y palmaditas, para explicar a qué se refería- y que es lo más normal trasladarlo por la geografía mundial si eres español). A estas alturas, aunque aseguran que el colega empezó enfadado, lo cómico de la situación ya se había extendido y el señor era todo risas. Negociamos, le digo que es navidad, que es mi regalo, que ellos no sabían, y deja pasar la carne pero se queda los turrones, porque lo primero es ilegal pero lo segundo a él le parece que está más rico. Y eso es innegociable.
Y ya nos volvemos, a dormir y a empezar un día de estúpido trabajo sin tenerlo.
El jueves, la jefa, para que no nos aburriéramos, hace una reunión que yo llevo (por si tenía alguna intención de poner excusas para escaquearme) y que a nadie le importa. Superado esto comemos la primera comida india (que es, para nosotras, la diaria) y no tiene mucho éxito, pero asumen que aquí se come lo que se come aquí. Y por la tarde hay un intento frustrado de arreglar internet en casa, seguido por una inspección a fondo de cosas que necesitamos. En cuanto cierra la escuela nos cogemos un rickshaw y nos dirigimos al súper, que mi padre piensa quemar a golpe de tarjeta. Es emocionante compartir, por fin, todas estas experiencias con alguien, poder demostrar que no exagero tanto, poder explicar y reirnos del caos de la ciudad, de las costumbres, de los tres meses que hemos superado.
En el súper recuperamos el estilo de vida europeo, y mi padre se marca un escurreplatos, lejía y sábanas, entre otros lujos de los que nos habíamos olvidado. Nos regaña por vivir como vivimos y pienso que si llega a venir cuando estábamos en aquella residencia me hubiera comprado inmediatamente un billete de vuelta, así que nos dejamos guiar hacia una vida más cómoda y aceptamos los lujos, navidad es navidad por un momento.
El viaje de vuelta no tiene desperdicio, porque un rickshaw acepta llevarnos a los 4 con la maleta, la fregona y el respectivo cubo, y las experiencias peligrosas se confunden con la aventura. Cenamos en el pub de los lunes y mi hermano asume que va a adelgazar (aunque ya ha abierto uno de los salchichones, que como sigamos así al final van a ser pocos) y acabamos la jornada con un parchís a 4 (al que Ana nunca había jugado, y eso le da más gracia) porque no, aquí no hay tele, no funciona internet, y vale mucho más poder disfrutar de estar juntos que de cualquier otra cosa.
Hoy les he llevado al centro comercial en el que trabajo miércoles y viernes, el sitio más lujoso de la ciudad, en el que se han aburrido como ostras y han probado todos los sofás de cada pasillo. Y hemos ido a comer a MG Road, que para eso es un día especial.
Así que esta navidad no hay árboles, ni belenes, ni luces, ni canciones, ni frío, ni regalos... y no hace falta. Después de tantos años sospechando que la navidad es un negocio, que lo único bueno es que todos volvemos a casa y podemos ir a cenar muchas veces con toda la gente a la que no vemos durante el año, confirmo que lo importante es poder tener a los que te quieren cerca, para eso, para que te quieran, para volver a sentirte refugiada y acogida. Sólo la hora en el aeropuerto mereció ya la pena, volver a reír, a relativizar los problemas y saber que lo importante no es hasta donde llegues, es que lo hagas bien roedada.
Cada cosa que podemos compartir, cada momento que vivimos o que traen desde allí, y poder olvidar que estoy lejos de todo lo que quiero es el mejor regalo que podían haber traido, y es, probablemente, lo mejor que voy a recibir cualquier navidad, pase lo que pase en las que quedan.
Un
día la jefa dijo que íbamos a hacer una fiesta española en la escuela. Nos
pareció una brillante idea aunque el plural de la jefa no la incluyera a ella e
inmediatamente nos cargara de preparativos, y cuando nos enteramos de que la
fiesta iba a ser sólo para niños y que difícilmente íbamos a estar invitadas
nos dio igual. Ana empezó a extender el rumor entre sus alumnos y seguimos
preparando un evento paralelo hasta que comentamos que nunca nos había llegado
información de lo contrario, así que no quedó más remedio que seguir adelante.
Ante
esta nueva idea, la jefa se animó invitando a todas las personas que tenía en
su agenda de contactos y se excusó diciendo que debía asistir a su partida de Scrabble. Y nos quedamos con una bonita
fiesta llena de gente a la que no conocíamos, pero con mucho éxito.
El
sábado fuimos de compras con dinero de la escuela y empezamos a preparar el domingo
por la mañana, adaptándonos a la llegada intermitente de los recipientes
necesarios que trajeron amigos varios. Hicimos dos tortillas (una de ellas
vegana) que sumamos a las dos que trajo el chófer de la jefa, un gazpacho,
guacamole, patatas bravas y, por supuesto, sangría, animando así a gente que
juraba no haber bebido alcohol en su vida y a los que ya conocían la receta.
Caga tió
Y
cuando creía que lo sabía todo sobre España, Ana llevó a cabo una bonita
tradición catalana que consiste en alimentar un tronco, al que había pintado una
cara, durante una semana y ese día, el día de la fiesta, lo subimos a la terraza
y cada uno le pegaba con un palo cantando una canción (aleatoria, porque ella
no quiso entonar la original las veinte veces que se hizo) hasta que el tronco
cagaba una bolsita de caramelos, que habíamos escondido debajo de la manta que
lo cubría. Qué graciosos son estos catalanes.
Y
entre unas cosas y otras, nos quedó una fiesta perfecta, con alumnos, amigos,
gente desconocida y nuevos fichajes (conocimos a Martí, un español cansado de
la India que se ha despedido del caótico trabajo en su colegio y ahora está
viendo la vida pasar hasta decidir qué fecha le pone a su billete de vuelta). Y
otra vez la sensación de qué no haría yo con un sitio así si lo tuviera, qué
útil y bonito sería todo y con qué alegría pasarían los días si no tuviéramos
que depender de alguien que no ve cuánto se podría explotar lo que tiene.
No sé si los empresarios del mundo no ven sus opciones, no quieren arriesgar
(ni siquiera sobre seguro) o son demasiado vagos para dar oportunidad de
desarrollo a sus escuelas, profesores y alumnos. Con lo fácil que sería, en
este edificio con terraza, tener una clase semanal de cultura, organizar
ciclos, potenciar las fechas importantes, dar publicidad…
Así
que sigo aprendiendo y cogiendo ideas, y algún día, en algún lugar, dejaré de
depender de lo que la gente con dinero dice.
Mientras
tanto, la vida va pasando entre clases y materiales, con poca emoción y pocos
estímulos. A mis reflexiones y propósitos de proyecto de vida le añado evitar
los países en los que no se celebra la navidad, porque falta algo si no ves
luces en las calles, espumillón en las casas y algún que otro árbol decorado.
Me pongo nostálgica cuando mis alumnos se emocionan al explicarles las
tradiciones españolas y si me dicen que les gustaría estar allí alguna vez me
planteo por qué no estoy yo, y echo terriblemente de menos no ver un Belén,
asistir a una típica cena o escuchar un Ande, ande, ande, cantado por los
pitufos en la Plaza Mayor. Creo que lo más difícil es no asumir el paso del
tiempo, porque, si nunca llega la navidad… ¿cómo sabes en qué mes vives?
El
lunes libre lo dedicamos a limpieza y compras, porque sí, por fin, mi primera
visita llega este jueves y tiene que estar todo preparado.
Si
no os escribo antes, feliz navidad, y feliz 2012 a todos. Que Shiva os guarde
del fin del mundo (cosa que no será difícil, porque aquí el año no cambia hasta
marzo y no sé si ellos han oído hablar de los celtas).
Y
sí, yo conseguí dos días de vacaciones, pero Ana no. Con engaños y secretos,
que no sé si intentan llevar a desconfianzas y rencores, pero que no lo llegan
a conseguir, así que más quemadas pero más unidas seguimos adelante.
El
viernes de concierto francés en el Opus, que como está cerca nos ahorra paseos
y dineros, y nos desconecta un poco. El sábado de fiesta, de la que sólo diré
que si llevo tres meses viendo cosas surrealistas, se condensan todas en
discotecas abarrotadas de gente desinhibida que roza la locura transitoria que viene
de salir por momentos de la represión social y estar más borrachos que el resto
de los días de su vida. Y no añado más. Y el domingo los de la Fundación
Vicente Ferrer montaban un mercadillo en un restaurante al que solemos ir, así
que llamamos a Isabel y quedamos con Ignaci, para comprar cositas y ponernos al
día. Además conocimos a María, una uruguaya que ha venido de voluntaria a la
ONG.
El metro
Como
el lunes es nuestro día libre, Ignaci nos invita a conocer la guardería en la
que están los niños de las familias a las que ellos cuidan, en las que siempre
hay un enfermo de lepra. Quedamos en su casa y fuimos en metro, otro cruce
espacial que nos lleva al occidente que conocemos, pero siempre con su toque
personal, y aunque no hay mucha gente viajando tienen muchísimas personas
trabajando allí con funciones tan apasionantes como indicar a los viajeros a dónde
tienen que ir. Para que luego digan que en España no se sabe cómo crear puestos
de trabajo, y se arreglaría quitando señales y sustituyéndolas por parados… En
el metro hace más frío del que probablemente vayamos a pasar jamás en este
país, así que casi agradecemos que el trayecto sea corto. Nos bajamos y
empezamos a seguir las indicaciones contradictorias de los transeúntes, única
manera de alcanzar algún objetivo aquí: paciencia e intuición.
En
casa de Ignaci están las dos Marías y su conductor nos lleva a la guardería. Ésta
está situada en pleno barrio musulmán. Descubro que me he acostumbrado
terriblemente a las calles, al caos, que me sorprende ver el jaleo y que
resulta hasta gracioso ver cómo el coche tiene que abrirse paso entre los pocos
rickshaws que aceptan ir hasta allí,
bicicletas, motos, camiones, carros con bueyes, niños con cabras, personas
intentando avanzar, pero que no me impacta. Ya ni me impacta ver los corderos
colgando abiertos en canal a la puerta de las carnicerías, ni me repugna el
olor (aunque no sea agradable). Y el barrio tiene bonitas casitas de colores,
que luego nos contarían que ellos han ayudado a construir, y albergan a
familias que no pueden vivir en otros sitios y que dedican su día a pedir
limosna.
La guardería
La
guardería es un sitio muy bonito, con las paredes azules con flores que pintó
un voluntario español, y bajamos allí las bolsas de comida que luego
repartirían y peluches que habían llevado a casa para lavar. A la derecha hay
unos 30 niños muy muy pequeños, muy delgados, muy sonrientes que extienden sus
manos hacia nosotras y van cogiendo confianza cuando se las damos y les
cogemos, y les levantamos, y les sonreímos. Y ya nos tienen enganchadas. El
tiempo se detiene y no sé cuántas horas estuvimos allí, jugando con ellos,
haciéndoles fotos una y otra vez maravillados ellos ante tal mágico aparato que
atrapa tu cara (y al que son incapaces de ponerle una sonrisa, se quedan quietos
quietos delante de la cámara, observando), comunicándonos en un idioma
universal porque no entendemos sus palabras ni ellos que nosotras no lo
hagamos, demostrando que para partir
fronteras la sonrisa es un serrucho y todo vale.
Las
familias vienen y se llevan sus bolsas, los niños comen su arroz (dos veces por
semana con huevo, otra con pollo, el resto con dhal –especie de sopa de
lentejas extra picante, un clásico indio-), un plátano de postre y se echan la
siesta. Nosotros salimos y vamos a casa de una de las familias, donde el hombre
nos recibe y enseña la humilde morada (que se ve entera sin dar un paso, pero
es más de lo que mucha gente puede siquiera soñar aquí) y nos pide que hagamos
una foto a su madre, para el pasaporte, que se la mandemos mañana. La primera
reflexión es: no va a valer. La segunda y dada por correcta: qué no pasa por
bueno en este país. Y en la terraza oteamos la extensión del suburbio, los
techos de lata, la pobreza creciendo ante nuestros pies.
El
viaje de vuelta es en silencio. Nada más salir del barrio las mansiones te
dejan aún más sin palabras. ¿Cómo es posible? Un mundo escondido, oculto en una
de las ciudades más grandes de la India, contrastado con la grandeza de las riquezas
que tienen los demás. Enseñamos español para que la gente pueda ir de
vacaciones o mate su tiempo libre y su dinero, y es terrible. Al menos en el
colegio creo que puede servirles para salir de aquí y cumplir su sueño de
estudiar en Europa o América. Pero la realidad es que no se necesita el
español, aquí se necesita que esa gente que gasta en algo que jamás usarán, invierta
en conseguir que se dignifique la vida de personas rechazadas por una sociedad
que les impide cambiar de estado o casta. Que no hay lucha posible porque no
van a poder eliminar la mancha que una persona con lepra deja en una familia,
que es imposible una vida mejor. La reflexión del viaje de vuelta gira entre la
gran duda existencial de por qué seguimos aquí, de por qué esto sigue girando
si podríamos tirar el mundo a la basura sabiendo que no sólo no nos ayudamos sino
que además tapamos los problemas de los demás, para no verlos, y por otro lado
la inmensa sensación de creer en la humanidad al ver que sí, en este mismo país
donde hemos visto cómo se tratan como animales, cómo se desprecian y destrozan,
los que menos tienen son los que más agradecen, los que siempre ponen una
sonrisa y te saludan, y te hablan, y te ven humana y no les importa qué color
de piel te viste o qué ropa llevas. Y lloramos por lo que hemos visto y porque
no sabemos qué pensar, yo lo hago porque no sé si he perdido la fe en la
humanidad o la he recuperado. Y porque algo dentro de mí está chillando que no
estoy donde debo, que si quiero enseñar español lo haga en otro sitio, que aquí
no sirve eso, que aquí tengo otra misión.
Así
que el día fue tan duro como bonito, tan alegre como triste, tan cansado y tan
profundo que caímos rendidas en la cama a la vuelta despertándonos a tiempo
para la danza del vientre, y con pocas palabras el resto de jornada.
Hoy
me cuesta más aún levantarme para ir al colegio pero, extrañamente, recupero
siempre algo de optimismo allí, y me alegra ver que mis niños aprenden poco
pero sí lo hacen, y que se divierten y juegan sorprendidos de que eso se pueda
hacer en una clase.
Finalmente
como en casa de la de francés, que quiere que ayude a su hija recién llegada de
París a terminar sus deberes de español, y me enseña a hacer chai (dedicado a las visitas en
potencia, esto os va a encantar) y la comida está estupenda.
Así
que volvemos a la rutina pero con el interior cambiado. Y con muchas dudas de
cuál es exactamente mi sitio, de cómo enfocar esto, de hacia dónde mirar ahora.
Los
fines de semana estamos lo suficientemente cansadas como para afrontar cada
plan con un rotundo no, pero pesan más las ganas de hacer algo diferente, de
salir de aquí. Así que el viernes nos apuntamos a la fiesta de danza del
vientre, que era en un pub de MG, y fuimos sin saber muy bien a qué. Llegamos
tarde y todos los pañuelos bonitos se habían acabado, y nos encontramos entre
un montón de indias flipadas y emocionadas (era una fiesta sólo de chicas) que
gritan cada vez que una mueve un poco las caderas y le suenan las monedillas.
Esto nos asusta un poco y nos vemos fuera de lugar, aunque vengan y nos animen
a bailar. Decimos que con nuestras tres clases no nos atrevemos, nos tomamos
una cerveza y se acaba la fiesta, a las 9, que suponemos que se irán a casa con
maridos y padres. Pues vaya broma de fiesta…
Así
que decidimos no acabar la noche aquí, y cenamos en un portugués que
encontramos, muy mono, donde por fin podemos tomar una ensalada de verdad, con
su lechuga y sus cosas, mientras escuchamos música española (porque aquí no
tienen clara la diferencia) y unas natas de postre.
Y
el sábado Isabel nos invita a dormir. Pero Isabel vive muy lejos. Con ánimo nos
lanzamos a la aventura de coger rickshaw
y nos sorprende la facilidad con la que uno nos dice 150, lo que aceptamos sin
pensar. Un par de horas después ya se estaba arrepintiendo, porque obviamente
esto está más lejos de lo que él esperaba. El problema está en que preguntas si
sabe dónde va, y te dice que sí, pero luego se para a preguntar a cada
transeúnte. Tú insistes, y él afirma de nuevo, pero sigue preguntando. Si no
sabes dónde vas, no pongas precio… pero lo puso, y luego quería 100 rupias más.
Como quedamos con Isabel en un sitio bien pijo, se debió pensar que estábamos
como para derrochar, y decide alegar que no sabe inglés para montarnos el pollo
delante de la boda india de turno, llamando a todos los invitados y guardias a
ejercer de jurado. Todo el mundo asegura no estar entendiendo, no saber inglés,
y no estar interesado en este asunto.
Así que me enfado, le digo que es un jeta, que o coge las 150 o nos vamos, no
entiende, nos vamos, nos persigue, nos siguen todos, uno me pregunta que de
dónde somos (¿pero no decía que no sabía inglés?) y al final me arranca el
dinero de la mano y se va. Y allí nos quedamos con esta gente esperando a
Isabel, que llega más tarde de lo que nos hubiera gustado.
Ella
vive en un barrio bonito, en una casita pequeñita y acogedora con las paredes
amarillas y naranjas, reutilizando los huecos que los indios dejan para sus
dioses como joyeros. Tiene también una terraza desde la que se ve un edificio gigante
de gente rica que tiene luz cuando la suya se va, y en la que se puede tomar
uno una cerveza tranquilamente. Nos acoge, hablamos de proyectos interesantes
aún no publicables, de la manera correcta de sacar vacaciones, nos da una
lasaña buenísima y fuet que trajo de España (y aquí se revalora), y un pastel
que sabe a gloria, incluso Ferreros para celebrar que se acabaron nuestras
discusiones con la justicia. Intercambiamos pelis y revemos Despicable Me porque Ana no la había
visto, y fue la única que se la durmió. Y nos hace sentir… como en casa, o con
amigos, o acogidas, o queridas. Y nos deja la sensación de no querer irnos de
allí… pero lo tenemos que hacer.
The Bieber Pub
El
domingo volvemos por la mañana, Ana da sus clases, yo me preparo las tareas de
turno, y después un alumno nos invita a tomar una cerveza en un lugar en el que
la fabrican ellos. Suena bien, así que nos pintamos el ojo y allá vamos. El
sitio es pijo con ganas (pero ya hemos reflexionado sobre lo que nos
corresponde y lo que no), nos sientan en una mesa a los tres y probamos todas
las cervezas de la carta más una pizza deliciosa mientras reflexionamos y
aprendemos sobre la India y sus costumbres con el primer autóctono abierto de
verdad que conocemos. Sus ideas nos sorprenden (por lo parecido a las nuestras)
y nos promete llevarnos algún día a bailar. El sitio merece la pena y nos vamos
tan contentas.
Y
el lunes paseamos la ciudad buscando un pañuelo de monedas que no conseguimos
encontrar… pero ver el sol, sentir el calor en la piel, mover las piernas y
respirar el aire contaminado nos da fuerza. Aunque esto es siempre efímero,
porque dura un día a la semana y hoy, encima, ha vuelto la secretaria a poner
de manifiesto su enorme inutilidad y su escasa capacidad de tomar decisiones a
pesar de hacerse llamar coordinadora
del centro (desafiando así años de cursos y experiencia aprendiendo qué es un
coordinador y qué no). Y los días van pesando, y la oscuridad de la escuela nos
deprime los 6 días laborables a la semana. Y no sabemos si anteponer esos lunes
de sol o el resto de semana a oscuras, si compensan los días libres sin salir
de la ciudad con las semanas trabajando delante del ordenador para crear algo
que sabes será inútil y lo guardarán junto a lo que crearon todos los
profesores que pasaron antes por aquí…
Tiempo
de crisis, y de incertidumbre. Hay que sopesar.
Y
sí, nos fuimos de paella. Lo bonito que es entrar en una casa y que te reciba
la gente de pie, charlando unos con otros, bebida en la mano, dos besos a
todos. Nuestro anfitrión, como ya he dicho, es un patriarca catalán que lidera
una ONG que ayuda a personas con lepra, y es oficialmente conocido como “papito”.
El cachondeo y buen rollo sobresalen de la habitación. El sábado, a la mesa,
aparte de nosotras tres, está sentada una pareja que recorre la India haciendo
fotos en diferentes asociaciones y han sido refugiados en casa de este hombre
por dos semanas, los dos españoles que conocimos aquel día, una de Jaén (que
pasa a llamarse así, Jaén, como yo soy llamada Salamanca y recordada por el
chorizo que mi padre traerá en Navidad) y otro hombre que lleva un año aquí y
nos pasa el contacto de la cónsul honoraria por si tenemos que hacer contactos
para no caer en la ilegalidad o tener que irnos antes de tiempo.
Y
todos sentados en una mesa (casi habíamos olvidado el uso de una de estas con
sus sillas) pasamos a comer una excelente paella, con un pan tumaca verdadero y
unos trocitos de jamón que se había traído el señor, bañado con su vino y
acabando en tarta de chocolate y un turrón venido de Alicante. La cena empezó a
las 6 y para explotar la sobremesa, que es una costumbre exclusiva española,
allí nos quedamos hasta las 12 y media de la noche. Los temas de conversación
pasaron de las operaciones de vista, a los embarazos, los hospitales, la seguridad
social, la revolución, la política, los toros y el vegetarianismo. Ahí ya
decidimos que habíamos hecho lo que había que hacer y ponemos camino a casa
sabiendo que a estas horas el timo es inevitable, pero lo pagamos con gusto.
Isabel, que no está para irse sola, se viene a dormir a casa y podríamos haber
hecho una noche de chicas estupenda pero el vino y el cansancio nos pueden, y a
la cama (o sofá, en mi caso).
El
domingo llegó la depresión. Con un pie en España y otro aquí, o ningún pie en
ningún sitio, no sabemos si preferimos quedarnos o irnos. Llamamos a la familia
para dar la voz de alarma, no conseguimos decidirnos, llueve… película y relax.
Tampoco nos apetecía la lucha que supone salir de casa (y a la que te tienes
que enfrentar con ganas y fuerza) y yo ni siquiera bajé a trabajar, en un
descuido de la jefa que ha decidido abandonarnos. La ya instaurada comida de
los domingos falla estrepitosamente y sólo tenemos a Anubhav (alumno de español
y profesor de hindi, en lo que a nosotras respecta, y profesor de español y
francés y políglota, de profesión) que se apunta a un bombardeo y nos deja una
olla para improvisarnos un biryani español,
que le da un toque a paella que pienso deberíamos patentar.
Y
llegó el lunes, día D.
El
lunes volvemos por el conocido camino al Ferrero y llegamos antes que el resto
de extranjeros del mundo, la oficina estaba sorprendentemente vacía (no del
todo vacía, eso es inconcebible, aquí no hay nada que en algún momento se quede
sin gente). Esperamos abajo, superamos las pruebas, y nos dejan subir al piso
de arriba pero sin La Persona, que las
ayudas autóctonas no son admitidas. Él prometía un proceso simple, pero no,
volvimos por todo aquello por lo que pasamos el primer día, nuestras 4 horas en
la oficina pasando de mostrador en mostrador sintiéndonos muy estúpidas porque
todo el mundo te mira, escribe lo mismo una y otra vez en el mismo papel y te
siguen mandando a sitios diferentes, pero juntas le damos un toque de humor.
Esta vez no está el señor que te pregunta cuánto cobras, así que el que le
sustituye firma sin mirar y nos hacen volver por la tarde. Esa es la señal: si
te hacen volver es que el permiso está en camino. Nos enteramos después de que
ese señor que hoy no estaba era el que nos quería hacer volver a España, y que
fue una suerte que ese día no hubiera ido a trabajar.
Lo
celebramos en danza del vientre y con una cerveza en nuestro pub de los lunes,
en el que ya nos conocen y nos sirven sendas pintas sin preguntar.
Y
después de eso el cansancio me ha consumido la creatividad y he sido incapaz de
contároslo antes. Porque el martes fui al colegio y mi última alumna tenía
partido, así que volví antes a casa, donde estaba la jefa, y vi mi oportunidad
de oro para preguntar por las vacaciones de navidad, subir a comprar los
billetes y dormir hasta que volviera Ana y tuviéramos nuestra clase de hindi.
Pero se ve que la mujer necesitaba hacer gala de su poder y me comenta que no
voy a tener vacaciones, que la escuela abre, y que le da igual que yo no tenga
clase porque tengo que quedarme aquí haciendo materiales, que es súper
importante porque en enero quiere abrir una nueva escuela en Mumbai (Bombay
para los españoles… yo creo que esta palabra tuvo que ser llevada a occidente
por un gangoso o alguien que pilló un catarro, ¿no?) a la que tendré que ir
para enseñarles a los profesores cómo se usa todo lo que yo haga ahora, y es
imposible que dedique mi semana a llevarme a la familia a la playa. Que yo ya
haya empezado a crear todo lo que ella me pide, se lo haya mandado y no me haya
contestado (probablemente ni lo haya mirado) no influye en absoluto en sus
planes de ataduras a Bangalore.
Así
de contenta subo a casa a comer, y con el sándwich en la mesa vuelve para
decirme que baje a dar dos horitas más de clase, que les ha surgido una cosilla
(que viene a ser que los del Quijote le han pedido que les mande el tríptico
que les ha dicho que tiene y, obviamente, no existe) y tengo que sustituir a
otra profe. Así que bajo, y le doy dos horas de clase improvisada a un solo
niño, y con esto cumplo las doce horas que parece ser que tiene ahora mi
jornada laboral, sin cobrar las extra y sin vacaciones. Y yo no digo que me
vaya a quejar de tener trabajo, que sé yo que no está el país (aquel, el
nuestro) como para andar despotricando, y que sé también que hay gente que
trabaja en peores condiciones, pero noto cierta injusticia y me planteo si no
encontraría yo un ambiente más acogedor en cualquier otra parte… Sabiendo que
la experiencia es altamente valiosa para mi vida y que estoy donde quiero
estar. Me empiezo a preguntar si compensa o no, por primera vez en serio desde
que estoy aquí (y sin contar los primeros días de adaptación al medio), y si es
tan difícil entender que quiera pasar la semana de navidad con mi familia fuera
de esta ciudad o sin trabajar todo el día, o en qué momento vale más cualquier
religión que la mía, o por qué las culturas se compaginan entre sí excepto si
vienen de occidente.
Perdida
la ilusión y cierto encanto, algo desengañada y bastante enfadada, llegó el
miércoles. Nos animamos siempre con la danza del vientre, donde vamos haciendo
amigas, y después habíamos quedado para cenar con las alumnas de Ana, lo que
nos apetecía bastante poco, pero arrastramos nuestro espíritu detrás de cada
oportunidad de hacer algo diferente. Afortunadamente, quedamos en el Opus, pub
a tres minutos de casa, así que nos ahorramos el disgusto de pelear con los rickshaws de la ciudad, y entramos
gratis porque a la entrada nos preguntan “¿españolas?” y contestamos que sí.
Luego resultó que una de las alumnas había pagado nuestra entrada, como también
pagarían la cena, así da gusto salir. Allí estaban, de momento dos, una de
ellas en competición de cervezas con el marido al que, viendo que íbamos
llegando, mandó a casa y “vuelve a buscarme cuando te llame”. La otra conoce a
todo el bar y allí empiezan a servir alcohol mientras ella se toma mojitos
rosas gigantes. Llegan las demás y esta misma se encarga de pedir comida y de que
todo el mundo esté contento, y aquí, entre Amas
de Casa Desesperadas (con el mismo tiempo libre y el mismo dinero, en
proporción), me siento como en Portugal, donde tuve clarísimo que el mundo era
de las mujeres, y que cuando una salía de armas tomar no habría hombre que le
tosiera. El problema es que aquí esto es de puertas para adentro, y estas
nuestras se lo pueden permitir, pero las mujeres reales viven bajo la sombra de
maridos o padres hasta el punto de no tener una identidad propia ante la ley,
eres siempre “hija de” o “esposa de”. Pero no se piensa en cosas tristes, ellas
son las más pijas de la ciudad, nos invitan a lo que queremos, nos buscan a los
hombres guapos del bar (o lo intentan, porque es que por mucho que sea verdad
que aquí al menos no llevan mostacho y no te devoran con la mirada… no hay por
donde cogerlos), salen a la pista de baile a darlo todo con alguna canción
inglesa que alguien canta (porque miércoles y domingos hay karaoke y el bar
está hasta arriba, aquí no importa el día, hay gente siempre en todas partes) y
mueven cielo y tierra para que conozcamos al dueño y nos deje pasar gratis
cuando queramos. Buena noche, grandes descubrimientos del barrio, y plenas
intenciones de repetir en numerosas ocasiones.
A
veces se nos olvida dónde estamos. Y llegamos a la triste reflexión de que no,
ni Ana ni yo hemos hecho cosas de pijas nunca, yo me divido entre el hipismo y
el escultismo y prefiero evitar taxis y criados, nos gusta lo auténtico y lo
profundo, pero aquí no, aquí somos ricas por el color de piel, aquí no podemos
movernos entre el pueblo porque no pertenecemos a él; porque aunque quisiéramos
meternos de lleno en la cultura y formar parte de ella, no nos iban a dejar;
porque los bares que nos parecen hechos para la gente autóctona están llenos de
hombres que no van a permitir que tomes una simple Coca Cola entre ellos; y
tienes que asumir que aquí perteneces a la escala, a la casta, de gente que
manda, que se puede permitir beber cerveza sin ser considerada una prostituta
(impactante confesión que nos hizo Anubhav el otro día, sobre el alcohol y las
mujeres) y que tiene que mirar por encima del hombro si no quiere ser
continuamente timada o vacilada. Y nos duele, y nos está costando, y no sé si
lo conseguiremos, pero lo vamos asumiendo. Por lo pronto, y a nuestro favor,
hemos roto la barrera con la criada de la escuela y ya no besa el suelo por el
que pisamos ni nos persigue para cubrir nuestras necesidades. Veo más difícil
llevar esto a todos los niveles de nuestro día a día, y por supuesto, imposible
cambiar una cultura tan abierta para unas cosas, pero hermética para otras.
Y
hoy, parece que no, pero me levanto a las 6 de la mañana con el cansancio alegre
del que no ha dormido todo lo que debía, pero no le gustaría que hubiera sido
de otro modo.
Y
el miércoles volvimos al Ferrero. Nos acompañó La Persona de la otra jefa (la
de italiano), que se supone que es un hombre conocedor de los entresijos indios
y solucionador nato de problemas. A nosotras nos parece más un tranquilo y
desesperante señor al que se le cuelan en las interminables filas de
extranjeros indignados y baja la mirada cuando le dicen que nos faltan papeles.
El miércoles, entonces, faltaba la confirmación policial de que vivimos en
nuestra casa, y pedimos el papel para llevar a comisaría y que lo firmen. El
problema, obviamente, es que no vivimos en la dirección que pone en nuestro
registro, porque nos registramos cuando estábamos en la residencia y porque la
casa en la que vivimos no está dada de alta como vivienda, si no como oficina,
razón por la que no pudimos tampoco abrir una cuenta en el banco. Se lo
explicamos a La Persona a la puerta del Ferrero, se ríe, y nos devuelve a la
escuela.
Ana
y yo hacemos conjeturas sobre nuestro futuro. No sabemos cómo negarnos en
rotundo a volver a la residencia, porque la policía va a ir a ver si estamos
allí, y ella está registrada en la dirección en la que estuvimos juntas, pero
en mi registro aparece aquel lugar infectado de bichos e incendiado. No sabemos
si anteponer nuestra salud o el permiso de residencia en el país.
El
jueves sólo podemos desahogarnos con Matthías, con el que quedamos para cenar
porque es su cumpleaños e intenta llevarnos a un local de jazz que le
recomienda su guía y que ha desaparecido. En su lugar hay un restaurante pijo
que no nos podemos permitir y acabamos en otro que, sin parecerlo, resulta ser
mucho más caro y nos deja con dudas de si llegaremos a final de mes. Pagamos,
una vez más, la novatada.
Y
así llegó ayer.
Ayer
nos levantamos con ilusas esperanzas de estar registradas a la tarde. Quedamos
con La Persona a las diez en el Ferrero. Nos sorprenden con una carta firmada
por la jefa reconociendo que vivimos donde vivimos, y dándole cierta legalidad
a nuestra situación. Agradecemos esto y pedimos una nueva carta, esta vez sí
para la policía que nos corresponde, para la de nuestro barrio. Al ser tan
pronto y amenazar tormenta, opinamos que todos los funcionarios tienen el mismo
estado empanado que nosotras (que además nos despertamos con la electricidad
estropeada y no hemos tomado el té matutino) y nos imprimen la carta sin hacer
demasiadas preguntas.
El
siguiente paso nos lleva a la comisaría de nuestra zona. El local se viene
abajo. Las paredes tienen manchas de humedad, los fluorescentes no iluminan lo
suficiente, huele a mi antigua residencia, las estanterías son los mecanos que
ya fueron sustituidos en nuestra zona de material SP, los libros se parecen a
los que recuerdo de casa de mi abuela cuando encontrábamos reliquias en cuartos
pequeños. Se le suman la ya acostumbrada cantidad de hombres con mostacho que
parecen dedicarse únicamente a observar, todos trabajan allí. Nos atiende uno
en vaqueros, que nos mira, pide nuestros pasaportes, no habla inglés (supongo
que si te pasa algo en este país… ¿llamas a casa?), nos hace sentar, le
pregunta a La Persona si estamos casadas y qué hacemos aquí. Rellena una ficha
con nuestros datos y salimos de la comisaría. Volvemos al coche y allí nos
dicen que tiene que venir el policía a ver si de verdad vivimos en esa casa. La
Persona hace unas llamadas, volvemos a entrar, recogemos al de los vaqueros y
nos vamos los cinco a casa. En el camino de ida llama la jefa y le dice a Ana
que le pasemos a La Persona, sin que el otro lo vea, mil rupias, que eso hará
que las cosas vayan más rápido y así agradecemos que nos haga la visita en ese
momento y no por sorpresa, que es como suele funcionar.
Llegamos
todos a la escuela ante la sorpresa de Priya, que luego pasaría el resto del
día preocupada por si iba a volver la policía y si le iban a hacer preguntas a
ella. Subimos a casa y, tras dos meses sin haber reparado en ello, lo primero
que viene a mí son las botellas vacías de cerveza que guardamos para luego
vender, y están colocadas en una hilera a la altura de la vista nada más
entrar. También las ve el policía que hace un chiste en hindi y se echan unas
risas La Persona, el chófer y él. Entra a todas las habitaciones, investiga lo
que cree necesario, y nos volvemos. El viaje de regreso a comisaría parece ser
una entretenida conversación sobre las mujeres alcohólicas europeas.
Nos
volvemos a sentar en nuestra silla, disposición de interrogatorio, y La Persona,
aprovechando un momento en que nos dejan a solas, nos dice que si nos preguntan
digamos que las cervezas son de una amiga rusa que viene a vernos de vez en
cuando y vive en la otra escuela. Se ve que es mejor decir que también hay
gente viviendo de ilegal en el otro centro y que además ellos sí son unos
borrachos, a reconocer que Ana y yo nos tomamos una cerveza de vez en cuando.
La pregunta no llegó, y volvemos a salir de la comisaría, esta vez solas. Ante
el desconcierto, y que pasan cosas pero nadie explica nada, Ana y yo decidimos
tomarnos un té. En ello estamos cuando el chófer ve a La Persona, que le
pregunta desde la lejanía dónde estamos, y él le contesta con el típico gesto
de “empinando el codo”, y creo que vivimos dentro de un chiste. Viene a
recogernos, volvemos a nuestras sillas.
Un
cuarto de hora más allí sentadas, la comisaría se va llenando de gente que
trabaja o pasa el rato, todos mirándonos y hablando en algo que no entendemos…
relativamente, porque estos idiomas rellenan con inglés las palabras que no
tienen, así que spanish y beer están en boca de todos. Nos llevan
a una salita en la que hay un señor con uniforme (y mostacho, siempre) que sale
a recibirnos acompañado de otros dos. Él grita cosas a La Persona y a los
demás, y pasa a gritárnoslas a nosotras en un inglés que no entendemos. Los dos
acompañantes nos repiten sus palabras con un acento algo más entendible (y no
gritado, que siempre ayuda), y así contestamos, con un poco de miedo e
incomprensión, que vinimos en avión, que somos profesoras, que de español, que
estudiamos una carrera en la universidad, y que cobramos 25 mil rupias. Esto
último parece ser decisivo: no son ricas. Nos dejan solas con La Persona, al
que la situación le está haciendo mucha gracia porque no para de reír, y nos
explica que le han pedido un ordenador a cambio de la firma que asegura nuestra
residencia. Preguntamos cómo es esto posible y qué va a pasar, pero este es un
hombre de pocas palabras y ese era el límite (suponemos que eso tenía que
compartirlo, yo tampoco hubiera podido callarme). Nos hacen salir, él se queda.
Sale al rato, nos sentamos los cuatro en el coche. Allí permanecemos un rato en
silencio. Volvemos a preguntar qué va a pasar, se ríe, no hay respuesta. Llama
la jefa, no habla con nosotras. Volvemos a la escuela.
Hay
que regresar a las 3. Esperamos, al final va él solo. Regresa: el que tiene que
firmar no estaba, tiene que volver a las 7. Y hasta aquí lo que sabemos.
Suponemos que habrá ido y que, si no nos han llamado, todo se habrá solucionado
(ordenador de por medio o no, jamás lo sabremos), pero tampoco nos informan
cuando el problema sigue ahí, así que será un fin de semana de incógnitas. El
lunes hay que volver.
Y
así no sabemos si pensar que estamos formando parte de una película, o asumir
que la realidad supera con creces a la ficción. El surrealismo no deja de
sorprendernos ni cuando creemos habernos hecho ya con la dinámica del país.
Cada día sigue siendo una aventura, y ahí debe estar la gracia de la India,
resolviendo así la pregunta de Preeti de por qué la gente viene de España a
aquí, y no al revés.
Hoy
escribo desde el examen final de mis alumnos, y me preparo para la paella que
finalmente tendrá lugar esta tarde. Y esperando que se solucione todo el lunes,
o pensando en cuánto costará el billete de vuelta. No entremos en pánico.
Hoy
estamos malas. Las dos. Yo llamé al colegio y dije que no iba y Ana hizo lo
propio, pero a ella no le dejaron quedarse y tuvo que bajar a dar la clase. Sus
alumnas, obviamente, le dijeron que se subiera a casa y pasara la fiebre, y
llamaron a la jefa para decírselo, que inmediatamente llamó a Ana para echarle
la bronca. Ana se viene abajo y se pone a buscar billetes de vuelta, y así
están los ánimos.
Y
eso que el fin de semana no estuvo tan mal. Volvimos al Ranga Shankara a ver
una obra tan graciosa como corta, de un inglés al que entendemos mejor que a
los indios que le hacen preguntas al final del show. Parece ser que este teatro, aparte de acoger a la bohemia de
la zona, también es refugio de extranjeros, y en una ciudad de
nosécuántosmillonesdehabitantes nos vinimos a encontrar con Matthias, aquel
alemán que hizo con nosotras el viaje a Goa. Propone una cerveza para después y
nos apuntamos, aunque Isabel no se anima. Empieza como un chiste: van dos
españolas, un alemán, un francés, un indio que habla las tres lenguas y uno que
da gracias si se comunica en inglés y se ponen a buscar un rickshaw a las 9 de la noche. Llegamos al centro e intentamos
compaginar algo barato, con un sitio en el que haya cerveza y también se pueda
comer. Imposible mezcla, acabamos en el McDonalds hablando de Europa y pasamos
a dar vueltas por MG en busca de un lugar abierto, que obviamente no
encontramos. No salió nada como esperábamos, pero la novedad y el ambiente lo
merecieron, y hacer nuevos amigos, que nunca viene mal.
Saltimbanqui Park
Las
noches se hacen frías, la colcha que nos dieron al principio no nos da calor y
empezamos a notar los síntomas de resfriado el lunes por la mañana. Pero es el
día libre y el único que podemos acercarnos a inglés. Allí nos hacen un examen
de nivel y nos aconsejan cursos sobre los que reflexionaremos, la academia parece
mona, se puede ir andando y está llena de chinos. Creemos que esto último es
inevitable en las academias de inglés aquí. En el camino de vuelta encontramos
una feria del libro y un parque con un laguito que hasta ahora desconocíamos
(con un nombre parecido a Saltimbanqui), y nos alegra un poco la tarde, aunque
la fiebre era obvia a estas alturas.
Volvemos
a casa, confirmamos por intuición la enfermedad (porque no tenemos termómetros)
y dejamos la danza del vientre para otro día.
Y
aquí estamos, ordenadores en mano, un poco agonizantes pero rechazando la
invitación de la jefa de ir al médico, porque preferimos evitar el momento en
el que tengamos que ponernos bajo las instrucciones de un doctor indio…
esperemos estar mejor mañana.
La
clase de Aikido reúne a las personas más frikis de la ciudad, hombres todos ellos,
y pocos, y exige demasiada fuerza para levantar un palo que en teoría debería
ser una espada. La finalidad, por mucho que intenten evitarlo, es poder
acuchillar a alguien y ni siquiera es entretenido, porque no hay música ni
baile. Pero a Ana, por alguna razón, le gusta, así que es posible que volvamos.
Porque puede ser que sea una excesiva fanática de la comida sana y el deporte,
y me tenga comiendo tortillas sin huevos o me mire mal cuando hago bocadillos
con el jamón que ha traído la jefa, pero le estoy cogiendo cariño y no quiero
dejarla ir sola a ese lugar extraño. Creo que ni a mi peor enemigo le dejaría
ir solo a ese sitio. Qué le vamos a hacer. Al menos sabemos que los indios
bajitos no van a poder acabar con nosotras, en caso de que quisieran
intentarlo.
O
a lo mejor nos sirve para entrar en el Ferrero (como llamamos a la oficina de
extranjeros, incapaces de pronunciar como ellos hacen las siglas FRRO) y que
nos hagan caso. La noticia de ayer (que escuché mientras me ponía una minifalda,
ya que íbamos de concierto y Mafalda puso el grito en el cielo al vernos llevar
vaqueros, obligándonos a cambiar) fue que, tras haber pasado ya 7 veces por
dicha oficina, tras haber llevado papeles, haber firmado sin leer, habernos
hecho miles de fotos, haber esperado inmensas colas, haber hablado con todo el
personal de la oficina, haber conocido extranjeros y habernos reencontrado con
amigos, tras haber conseguido el papel… igual no nos amplían el permiso. Y es
que por alguna razón que nadie ha sido capaz de encontrar, nos concedieron el registro
por tres meses, aunque el visado lo tengamos a un año. Parece ser que han
cambiado ciertas leyes y en principio la jefa podría arreglarlo, no sabemos si
de manera legal o pagando alguna cantidad adecuada, pero han pasado ya tres
semanas y sólo están poniendo más problemas. Nos dijeron que le estaba pasando
a más gente pero que las empresas lo arreglaban subiendo sueldos, porque el que
te paguen poco impide conseguir el permiso, pero nuestra jefa no pasa por ese
aro. Y ayer la otra jefa, la que nos arregla los problemas y tiene el toque de
realidad de la escuela, le dio a entender a Ana que no está segura de conseguir
la ampliación del papel en cuestión que, en mi caso, llega hasta el 20 de
diciembre. No queremos poner el grito en el cielo y tenemos fe en que esto se
arreglará en el último momento, porque así son los indios, pero la noticia me
turba la noche.
Noche
que no estuvo mal, fuimos a un pub a escuchar un concierto moderno que nos hizo
olvidar en qué ciudad estábamos, porque de nuevo tacones y faldas llenaban el
lugar, la música podría haber salido de las mejores calles de Bristol y los
hombres no lucían el mostacho de moda de la ciudad. Mafalda nos presentó a sus
amigos, y nos trajeron de vuelta a casa, superando dos controles de alcoholemia
que no vieron (gracias a los cristales tintados que tienen todos los coches
aquí) que íbamos cuatro personas en el asiento de atrás, aunque no sé si eso es
ilegal aquí ya que es el mismo número de personas que puede ir en una moto, y
nadie dice nada.
Pero
la noticia del día es la que es, aunque no podamos hacer nada porque nos lo
impida la embajada india. Sólo espero que vosotros, fieles lectores, estéis a
pie de cañón intentando evitar el casi seguro futuro de aquel país que dejé.
Que si no podemos cambiarlo, sigamos pudiendo ocupar la calle.
Y
la noticia de la semana es que acabó Paula,
con la sensación de abandono que te deja cerrar un libro que ha compartido
tantos momentos, porque leí con la calma del que no quiere acabar lo que le
gusta hacer, y la sensación de estar ante otra gran obra. Cerré Paula con lágrimas sanas. Y hoy cierro compartiéndola,
para qué decir yo lo que dicen mejor otras.
Me gustaría volar
en una escoba y danzar con otras brujas paganas en el bosque a la luz de la
luna, invocando las fuerzas de la tierra y ahuyentando demonios, quiero convertirme
en una vieja sabia, aprender antiguos encantamientos y secretos de curandero.
No es poco lo que pretendo. Las hechiceras, como los santos, son estrellas
solitarias que brillan con luz propia, no dependen de nada ni de nadie, por eso
carecen de miedo y pueden lanzarse ciegas al abismo con la certeza de que en
vez de estrellarse saldrán volando. Pueden convertirse en pájaros para ver el
mundo desde arriba o en gusanos para verlo por dentro, pueden habitar otras
dimensiones y viajar a otras galaxias, son navegantes en un océano infinito de
conciencia y conocimiento.
Y van pasando los días, y ya poco hay que contar. Si bien es verdad que he dejado de escribir porque no me gusta el teclado inglés, ni el de Ana, y mi ordenador murió en ridículas circunstancias y la ya conocida ineficacia india no ayuda, tampoco hay mucho que contar.
No se cumplió lo de la paella, Isabel estuvo mala, y el fin de semana llegó como si nada, porque lo trabajamos lo suficiente como para no sentirlo. Aún así, el sábado Preeti nos dijo que nos tomábamos unas cervezas y regresamos nostálgicas y contentas al barrio de nuestra residencia, al único pub en el que el alcohol no es prohibitivo, y bebimos hasta confirmar el plantón que nos dio la incitadora del plan. Acabamos la jarra y nos cogimos un rickshaw que, sorprendentemente, no nos timó, y nos planteamos probar el pub delavueltadelaesquina, llamado Opus, aclamado por la juventud que conocemos, que no es mucha pero sí fiable. A la entrada pretenden cobrarnos 1000 rupias, así que salimos con la intención de volver a casa, bastante sorprendidas por la cantidad de minifaldas que alberga la noche, en comparación con la castidad diurna de la ciudad. Llaman nuestra atención unas escaleras de caracol que nacen justo a la puerta del pub. Como hay gente arriba, decidimos subir por si la discoteca en cuestión tiene dos zonas, y le digo a Ana que no hay nada que me gustara más que un lugar donde poder echarnos unos buenos bailes sin fondo tecno. Subiendo las escaleras llegan las primeras notas de un ritmo conocido y una vez arriba se confirma la salsa, en una sala llena de parejas que dan vueltas al son de unas palabras que ellos no conocen, pero nosotras dominamos. En seguida alguien nos pregunta si venimos a bailar, nosotras no tenemos ni idea, apuntaos a clases, estos son los horarios. Nos ofrece un papel con los cursos que ofrecen y junto a la salsa destaca el Bollywood, pero coincide con nuestras clases, aunque ya sé que jamás podréis perdonarme venir a la India para aprender lo que ofrecen en el Savor, Salamanca.
Allí nos plantamos el domingo, a las 7 de la tarde (en la discoteca en cuestión, no en el Savor), instruídas por un hombre que luego resultó tener varios premios y hablaba con uno de esos acentos graciosos y rodeadas de indios que bailaban muchísimo mejor que nosotras, por las 10 horas que nos llevaban de ventaja. Hicimos lo que pudimos, intentamos seguir algunos pasos, nos dejamos llevar en el momento en parejas (aquí Ana me obliga a decir que bailé con el único indio guapo de la ciudad, pero la historia no tiene mucha emoción si la versión real es que fueron 2 minutos y no demostré para nada tener sangre latina, aunque a mi favor diré que no le pisé) y al menos conseguimos entender el ritmo en la parte teórica de la clase, que a ellos les resultaba más difícil.
El lunes, que Isabel ya estaba recuperada, y motivadas por el impulso salsero, lo dedicamos a recados. Empezamos en la Alianza Francesa, recogiendo números de teléfonos de más clases. La danza del vientre sale más barata que la salsa y parece ser que podemos unirnos al grupo de las novatas. El Bollywood sigue coincidiéndonos con el trabajo y Ana se motiva con Aikido. De momento no hemos empezado nada. También nos animamos con los exámenes de inglés, y asumimos que sólo hay profesores indios en el país, y que no queda otro remedio que aprender el acento nacional. Los lunes, pese a no traer grandes emociones, nos hacen ver una salida a tanta ocuapción y tanto encierro, e Isabel nos saca de esta vida en pareja obligada.
El resto de la semana, sin embargo, avanza lenta y cansada. Sabemos que estamos en este país por la lentitud que sigue formando parte esencial de la vida, pero no vemos, olemos o sentimos la India. Ya nos hemos acostumbrado a lo que tenemos, y se va haciendo cuesta arriba. Pero seguimos en pie.
Más y mejor, cuando tenga el ordenador arreglado. Si eso llega a pasar.
Volvimos,
pero no regresó la rutina. Las escasas horas de sueño y el estrés reinante en
la escuela no consiguieron acabar con la emoción del viaje, y trabajamos casi con
alegría. El viernes llegaba la del Cervantes y, aunque hacía un año que
esperaban esa visita, el momento para aclararse con el papeleo era éste.
Aún
así, yo el jueves hice mi escapada al colegio. Cada vez me gusta más ese sitio,
trabajo más a gusto y me siento menos fuera de lugar. Me integro en la
estructura del colegio, más clara que la del trabajo habitual, me explican qué tengo
que hacer y cómo, se preocupan por mí. Además pruebo la comida de la cantina,
que es siempre vegetariana, y hasta me gusta, siendo picante e irreconocible a
mi vista y paladar.
Y
el viernes llegó Ana, que se llama también así la del Cervantes de Delhi. Ha
sido un fin de semana de idas y venidas, todo el personal del Instituto, al que
normalmente ni vemos, estaba dando vueltas por pasillos y clases, ya que no hay
mesas para sentarnos a trabajar, rellenar papeles, mirar facebook… y la jefa no
deja que nadie se vaya. Priya, la que va a por la comida, el café, las
fotocopias, limpia… está enferma, pero tampoco dejan que se marche a casa por
si acaso Ana necesita algo (y ninguna de las otras 5 personas que miran al
vacío es capaz de sustituirla) y allí estamos todos, observando y esperando a
que a la buena mujer se le ocurra alguna pregunta que nos saque del
aburrimiento y el agobio. Y tampoco se le ocurren muchas. Ella va para un lado
y otro escribiendo cosas, comprobando lo que falta y lo que no. También nos reúne
para hacernos preguntas capciosas como si nos reunimos el equipo docente, y le
contestamos que sí, que para hablar del método, del plan de enseñanza, para
cenar, para ir de vacaciones… que es que somos dos. Y nos dice que también
cuentan los del otro centro, personas a las que jamás hemos visto. Sospechamos
que hay algo que falla y la estamos liando parda. Pero no hay consecuencias
graves.
Después
del intenso día la jefa se había tirado el rollo y nos había invitado a cenar a
todos, incluida Isabel (que al no ser profe titular se había salvado de la
apacible jornada), a un restaurante que por Internet prometía. La cita era a
las 8, y a y cinco llamó para cancelarla porque la del Cervantes tenía el mal
común del extranjero en India (que a nosotras no nos ha dado y a esta señora,
que lleva aquí 4 años, se ve que le afecta aún y se tiene que pasar la noche en
el baño). Isabel, que vive en la otra punta de la ciudad, estaba a mitad de
camino y no quería darse la vuelta, así que quedamos con ella en el restaurante
internacional en el que hay ternera, para gastarnos las últimas rupias que nos
quedan (porque nos pagan el día 5 de cada mes, a no ser que haya visita desde
Delhi, que en ese caso parece ser que el dinero no es prioritario).
A
mitad de camino Isabel llama, que nos demos prisa, que tenemos sorpresa. Una
vez allí encontramos un mercadillo a la entrada de la fundación Vicente Ferrer
liderado por dos españolas, y a Isabel encantada en una conversación con otros
dos a los que luego se les irían sumando más, y acabamos cenando en una mesa de
8, pidiendo vino ilegal que un patriarca catalán consigue sacarles a los del
restaurante, dándole a la carne prohibida del país y hablando en el tono de voz
que caracteriza nuestra nacionalidad. Allí cada uno es y hace una cosa:
profesores, grandes empresas, voluntarios… pero nos vuelve a unir la lengua, y
quedamos oficialmente invitadas a una paella que este señor organiza
mensualmente (única condición, no cocinar él) y a otros eventos que puedan ir
surgiendo. Sospecho que la comunidad española en la ciudad no puede ser muy
grande, y a estas alturas seguramente conozcamos al 80%. Hay que buscar al
resto. Intercambiamos opiniones sobre la ciudad, experiencias de los viajes por
los alrededores, invitaciones y contactos, y volvemos pronto rechazando un
tomar algo, porque sí, los sábados se trabaja.
El
sábado más de lo mismo. Esta vez la mujer se queda a observar nuestras clases y
nos dice que muy bien todo, come, arregla más papeles, nos rehace los
currículos, nos promete cursos gratis y ciclos de cine y se vuelve a Delhi. Todo el mundo se queda más tranquilo, la jefa
se viene arriba y nos perdona el resto de la tarde (que al final no, al final
nos tuvimos que quedar) y nosotras nos bajamos a comprar una cerveza, porque el
dinero no nos da para salir a ningún sitio.
Y
llega el domingo, en el que yo estaba invitada por la profesora de francés a
una comida en su casa. Me pongo una camiseta mona y las lentillas y me cojo el
rickshaw, sin saber a dónde voy (previa llamada a la mujer, a la que pongo en
contacto con el conductor, y me lanzo a la aventura), y llego a una residencia
gigante, con vigilancia en la puerta, formada por muchísimos edificios y
parques, lugar apacible y tranquilo, con sus vecinos paseando el fin de semana
por las calles sin coches.
Ya
a la entrada me empieza a saludar gente que no conozco, y es que resulta que lo
que yo creía que sería una comida con otra del cole para conocernos, fue una
festividad por todo lo alto, que según me explicaron era para ellos como la
Navidad. Desubicada pregunto que qué celebran, me contestan que el día en el
que el profeta fue a sacrificar a su primogénito pero Dios le perdonó la vida y la
cambió por la de un cordero. A mí que esta historia me suena a cristianismo
profundamente, me pregunto en qué religión estaré metida ahora, y sí, como ya
habéis supuesto todos, que sois muy listos, parece ser que es una tradición
musulmana. Así que me sientan en lo que llaman “la mesa de los jóvenes” junto a
la hija de mi colega, que es una chica majísima que vive en Francia y sólo está
de visita, junto a una francesa real, amiga de la anterior, otra chica india de
mi edad con su respectivo marido de una edad avanzada, y otro señor. La comida
típica del día se llama biryani y está hecha de cordero y arroz. Dicen que es
la paella india y es totalmente cierto, aunque con 200 kilos de picante más. En este momento descubro que me gusta el pepino, con el que hacen un yogur que mezclan con el arroz de un efecto balsámico calmante sorprendente, sobre todo si llevas aquí un mes muriendo y nadie te lo había comentado. Para meterme ya del todo en la tradición, me animan a comerlo con las manos,
cosa que sólo había hecho antes con alimentos apoyados en pan, así que tardo
bastante más que el resto de los comensales y esparzo mi comida por toda la
mesa, pero les parece divertido y quedo en una posición, al menos, digna.
Isabel dijo que comer con las manos aumentaría nuestra capacidad de gusto,
porque añadíamos una sensación más, pero a mí me pareció bastante difícil y un
tanto asqueroso (más que nada porque después, además, el resto del día tus
dedos son amarillos y huelen a curry). Una sensación extraña, me temo que
susceptible de repetición, y entretenida, en cualquier caso. De postre, y con
cuchara, fideos (de verdad, de los de sopa) en una salsa dulce. Se cuidan bien,
estos musulmanes, no les faltan calorías.
En
estas culturas no hay sobremesas, así que quitan el plato antes de que yo acabe
y me pregunto qué harán después, si sacarán los céntimos para organizarse un
cinquillo (tradición, ésta, muy común en mi familia). No, pero casi. Nos
bajamos a la calle (esto en España en Navidad poco, que hace mucho frío) y se
sacan un tablero y unas fichas de un juego llamado carrom, una especie de
billar indio, mucho más rústico y familiar, que consiste en exactamente lo
mismo, pero con los dedos para impulsar una ficha grande que empuja a las demás
al agujero.
Cuando
la gente se empieza a ir, y sin tener muy claro el protocolo, me despido y cojo
contactos de la de 26 y la francesa, porque nunca se sabe, y me maravillo del carácter
extremadamente hospitalario de esta gente, que no te dejan mover y te ofrecen
su casa mil veces para lo que sea, incluso te ofrecen a otra gente si ellos no
están.
Vuelvo
a casa con Ana, que cuando sale de clase los domingos sólo le pide cerveza a la
vida, y probamos un pub que nos recomienda Google donde sí, nos gastamos las
últimas rupias que nos quedan pero acabamos muy contentas (además de por la
cerveza, mal pensados, porque el sitio es muy amigable, y está bien descubrir
estas cosas en el barrio) y esperamos que de verdad nos pagaran al día
siguiente.
Y
sí, sorprendentemente cumplen, y hoy, día libre y con dinero, nos vamos a
investigar la zona de compras del barrio. No nos gastamos todo nuestro recién estrenado sueldo pero nos permitimos una comida en un restaurante europeo (aquí, como allí, la
comida dicen que es de cualquier zona del mundo y luego cocinan lo que quieren)
y un té en un Costa. Recorremos calles intentando recordar lo que habíamos visto
en Google Maps y llegamos a buen puerto, cansadas y contentas. Nuestros vecinos
musulmanes están ahora en plena celebración, les vemos por la ventana dar
vueltas a la manzana llevando una especie de paso en procesión mientras
cantan y gritan cosas. No sé en qué momento se dividieron nuestras religiones
(me falta cultura aquí, ya lo habéis visto), y no sé si sabemos ya que el Dios
al que adoramos es el mismo o aún nos tenemos que pegar muchas más veces.
Me
fui de vacaciones y he vuelto de campamento. Esta semana de experiencias y
sensaciones va a ser más difícil de resumir de lo que creéis, pero vamos a
hacer un intento, con toda la pena que me da no poder compartirla en su cien
por cien.
Salimos
de noche, tras pasar de un autobús a otro en la ya acostumbrada manía de que
nadie tenga nunca nada claro, y con la esperanza de dormir para llegar frescas
al destino. En la surrealista parada para cenar conocimos a Matthias, alemán
que habla español y estudia en Bangalore y aprovecha Diwali para huir, como
nosotras, de la ciudad del ruido el caos, que dicen aumenta en esta fecha.
Conocer gente blanca anima, te sientes menos sola o menos loca. Lo que une a
los europeos en la India son dos preguntas básicas. La primera te la hacen: “¿y
tú qué opinas de la ciudad?” La respuesta siempre se refiere a la
contaminación, a la multitud, a la intranquilidad… esta vez dice en voz alta
algo a lo que ninguna de nosotras había llegado antes, pese a ser muy obvio:
aquí la gente no sonríe, la gente no es amable. Para un indio somos solo
dinero, sólo te ven como lo que pueden sacar de ti. Lo compara él a otras
culturas asiáticas (y yo a las árabes, que conozco un poco más) en las que,
aunque no consigan aprovecharse, te ofrecen cercanía, no siempre ayuda, pero no
te rechazan con malas miradas o cortantes palabras. No hay que generalizar, y
los alumnos o los compañeros son encantadores, pero no hay alegría en la calle,
no hay humanidad, quizá. La segunda pregunta es inevitable: “¿qué hago yo aquí?”,
y sospechamos los tres juntos que si no pasas por ella, no lo estás viviendo
del todo.
Matthias
se baja antes que nosotras, no viene a la misma playa, pero intercambiamos
móviles para una posible cerveza en Bangalore, que al chico se le ve perdido.
Tiene que ser duro ser alemán en un país en el que el alcohol está tan mal
visto.
Y
llegamos a la capital de Goa. Habiendo dormido poco por las picaduras de lo que
Ana interpretó como chinches (y a la vuelta nos destrozaron la existencia, hasta
el punto de estar hoy rascándonos y buscando insectos como locas), bajamos del
bus, esquivamos a los docientos taxis que estaban seguros de nuestro
desconcierto, traspasamos la barrera de mil rickshaws haciéndonos un precio y
llegamos a una estación de autobuses desordenada y tremendamente calurosa
(luego sería el estado en sí lo que tenía esta característica) en la que no hay
carteles, tienes que escuchar a los revisores de los treinta autobuses en línea
para ver cuál de ellos está gritando el nombre de tu destino. No son discretos,
así que nos aproximamos a cada uno para intentar descifrar sus chillidos, que a
nosotras nos sonaban igual que los que pega el que viene a vender cocos a casa
(y después diferenciaríamos claramente) y nos subimos en el que nos pareció más
convincente, colocando mochilas y botellas encima de una de nosotras, porque la
otra se tenía que aplastar al lado. La primera sensación que intuyo desde la
ventana es la de haber llegado a una Asturias caliente: el verde es el mismo y
huele igual (no como cuando hay pelotas negras gigantes, digo cuando huele
bien), y aunque haya alguna palmera suelta me recuerda a los prados de
campamento.
La
ciudad de tránsito desde la capital hasta nuestra playa no tiene una estación
de autobuses mejor, se ve que es la tónica general. Nos preguntamos cómo puede
funcionar así y la realidad es que, si funciona, por qué van a cambiar. El
revisor mete a cuanta más gente mejor en el bus (nos preguntamos si los buses
serán privados o es amor por la causa o el roce), después se va haciendo camino
para cobrar a todo el mundo, sin olvidar en ningún momento a nadie y sabiendo
siempre quién ha pagado, quién no, y a dónde va cada uno, y cuando te quieres
bajar da un silbidito y el bus para. El problema, sin duda, es que de los 11
sitios para ir de pie que reza un cartel al principio del bus, se llenan unos
50 (sé que tiendo a exagerar, esto no es mentira), y los baches que vamos
pillando por el camino hacen de cada travesía una descarga de adrenalina
comparable a la de la mejor montaña rusa.
Y
nuestra playa, Anjuna, resulta ser el remanso de paz indio al que pensábamos
que jamás llegaríamos. O que no existía en este país. No hay coches en las
calles, si acaso alguna moto despistada con poca necesidad de pitar, y algo desértico
todo, quizá por el calor terrible de la media mañana. Ni un solo atisbo de
contaminación, ninguna sensación de estrés. El albergue está sorprendentemente
cerca del sitio donde nos deja el autobús y, pese a que la primera noche no
teníamos reserva, no nos ponen ningún problema, y estamos instaladas.
Preguntamos por el mercado de las pulgas, que sólo está los miércoles, cogemos
el biquini, y estamos en marcha.
Vaca en la playa
Nos
guiamos por intuición y siguiendo las señales incorrectas que nos dan hasta
llegar al mercado, atravesando la playa encantadas, haciendo fotos de cada vaca
porque Ana las diferencia (y a mí con una me parecía suficiente…) y nos
adentramos en las callecitas estrechas que surgen entre unos y otros puestos,
por las que pasean infinidad de blancos curioseando y dejándose timar con
gusto. Regateamos un par de vestidos para cada una, ya que aquí sí podemos
lucir tirante y minifalda, y un pareo que nos sirva también de toalla (e hizo
las funciones de manta, vestido, y otras numerosas aplicaciones). Disfrutamos
de la primera de muchas cervezas que se encuentran en cualquier bar aquí
(recordando cómo era que eso no te impactara) y pasamos a la playa. Sin
saberlo, elegimos el chiringuito de moda en el que pasaríamos el resto de las
noches, comimos lo mismo que encontrábamos en los menús de los indios europeos
(confirmando así que allí sólo llega comida del norte) y nos tiramos en las
hamacas (que son gratis mientras consumas) hasta ver el anochecer, que Ana,
desde Barcelona, nunca había visto en la playa.
Y
al albergue. Allí conocemos a nuestros compañeros de habitación: dos ingleses,
un checo y un indio que se están preparando para salir. Nos duchamos, echamos
una cerveza con ellos y nos invitan a cenar. En el restaurante (al que luego
iríamos también casi todas las noches) conocemos a un chico español con su
novia inglesa, otro inglés más, y un chino-holandés. Cada una de las personas
con una historia apasionante, porque qué haces aquí si no la tienes. La general
es que la gente, aburrida de sus trabajos o de no tenerlos, coge la mochila y
se pone a recorrer mundo. Empiezan por Asia porque es lo más barato, parada en
Australia para sacar algún dinero en algún trabajo, seguir hasta América y
volver a Europa. Cada persona que conocimos en esa cena, o que conoceríamos
luego, tiene un plan mejor al anterior, la envidia nos corroe, nos preguntamos
por qué no estamos haciendo eso nosotras. Y no está tan mal, esto, porque
tendemos a mirar en las vidas de los demás, pero a ellos también les parece que
la nuestra es una gran historia, que también es una aventura.
Anjuna Beach
A
partir del día siguiente comienza una especie de rutina maravillosa en la que
nos despertamos sin estrés, desayunamos tostadas y lassi en el bar de al lado (cuyo
camarero nos conoce y reverencia cuando nos ve) y dedicamos nuestro día a algo.
Hemos alquilado una moto para ir a las playas del norte (con esto aclaro que
sí, me estoy haciendo una temeraria y el poco miedo que me queda es a los
perros), en las que los indios se quieren hacer fotos con nosotras o nos las
hacen de lejos, sintiéndonos o famosas o monos en el zoo. Hemos ido a visitar
la capital, volviendo a nuestro remanso de paz totalmente agobiadas por el desorden
y la incapacidad de la gente de saber dónde están (y confiando más en cualquier
mapa que en la buena fe de la población). Hemos cogido un tour por el sur del
estado que nos ha llevado a ver más catedrales que las que vi en el interrail,
algunos templos, playas atestadas de indios, museos surrealistas, una casa
portuguesa que nos pareció demasiado porque la del señor Aparicio ya estuvo
bien el año pasado… Hemos disfrutado de nuestra playa bajo el sol y la lluvia,
sin indios esta, lo que nos ha dado un respiro. Porque sí, ni Ana ni yo hemos
querido hacer cosas de turistas, siempre con la idea de que en un país tienes
que mezclarte con su gente, y sospechamos estar volviéndonos un poco racistas o
no haber entendido bien la cultura, pero agradecemos poder sentarnos en una
silla sin querer arrancarle la cámara a todo el personal, llevar tirantes sin
sentir que vas desnuda, no querer tapar tu piel para que no vean cuál es tu
verdadero color, sonreír sin que se piensen que vas a comprar todo lo que
tienen, poder hablar con la gente y que no signifique que quieres hacer un
precio. La tranquilidad que da poder volver a ser tú sin que suponga eso un
problema. Superar la exagerada diferencia que ellos mismos crean.
A
partir de las seis, después de anochecer, religiosamente volvemos al albergue,
nos duchamos, salimos a cenar al mismo sitio de la primera vez y bajamos al
Seahorse (dedicado a mi caballito de mar, mi desequilibrada) a tomarnos las
cervezas de turno. Esto con alguna variación: nos cambiaron de habitación y nuestro
compañero finlandés, un friki gótico que está en la India para escribir dos
libros que tiene a medias, se llevó las llaves, así que ese día tuvimos que
enganchar mañana y noche. A veces los compañeros cambiaban, y se fueron el
checo y el chino pero vinieron una holandesa, otra inglesa y dos canadienses
con los que hicimos mucha piña y conseguimos un grupo de unos 8 que daba mucha
alegría a las noches. Alguien se traía una botella de algo nuevo para animar el
turno de ducha, y cuando estábamos preparados atacábamos el kebab. A veces
volvíamos a casa antes, aburridos de la música trance que parece que tuvo aquí su origen y ahora, para no
desilusionar a sus inventores, no pueden cambiar y llega a ser un poco
rallante. Otras veces aguantábamos hasta las 4 de la mañana. Grandes momentos
en ese bar, como ser atacados por el terrible monzón y ver caer los rayos sin
piedad encima del mar, protegidos por un techo de bambú (y luego recorrer el
camino hacia el albergue bajo la lluvia, esquivando las olas gigantes por la
playa y los inevitables charcos en los que alguien dijo que había serpientes).
Y la vuelta a casa por la playa, en la que siempre alguien te cuenta una
historia, o vemos las velas iluminadas alrededor de todas las casas por Diwali,
o me siento más lejos de todo al descubrir que aquí no se ve la Osa Mayor, o
más cerca al pensar que, estemos donde estemos, siempre miramos al cielo,
siempre buscamos las estrellas.
Anochecer en la playa
Las
experiencias nocturnas me encantan, a pesar de lo que nos habían contado unos y
otros. El bar atormenta con su música, pero no consigue acallar las olas
chocando contra su balcón. Ni siquiera el relaciones públicas, una especie de
Mogwli inglés que intenta motivar a la gente consiguiendo todo lo contrario,
apaga la sensación de disfrutar del momento, de estar viviendo en un lugar
irrepetible. Somos turistas, todos, pero no de los de verdad, no de los de
hotel de cinco estrellas o de los de paseo marítimo. El hipismo no llega a ser
extremo, como Isabel avisó, pero a mí me parece en el punto exacto, en el que
la gente ni siquiera llega a ser consciente de su propio nivel, pero se lanzan
a recorrer mundo y se hacen amigos de todos los que pasan por el camino,
comparten cervezas sin saber si se van a volver a ver, cantan canciones cuando
hay apagón y no se ponen fecha de llegada ni de partida. Preguntando cuándo se
irían o cuál sería el próximo destino, nadie lo tiene muy claro y sólo hay una
línea general de viaje, no existe ese estrés por tener que coger un tren o el
interés en seguir viendo cosas, la filosofía reside en saber disfrutar, y,
cuando se ha llegado al límite, seguir adelante. Esto me potencia sensaciones
que ya tenía pero que crecen con la experiencia de los demás, quitándome otro
miedo más. Aquellos castillos en el aire que construimos en la puerta de
nuestra residencia se hacen palpables: si es tan fácil cruzar fronteras, las
nuestras no se pueden quedar aquí. Hemos sobrevivido con bastante lujo gastando
mucho menos de lo que esperábamos, dicen que de los países asiáticos la India
es el más caro, sabemos cómo llevar una mochila al hombro, nos sabemos
acompañadas en las ideas.
También
me alegra poder recuperar el inglés que tenía escondido en mi cerebro, mi
perfecto acento de Cambridge que, para disgusto de mi madre (no le desmintáis
esto, en cualquier caso), daba lugar al intento de dialecto indio útil para la
supervivencia. Me siento nostálgica desde la primera palabra de los británicos
y vuelvo a ser la Anaí de los 23, con aquella personalidad desvergonzada,
curiosa, cínica y graciosa que atribuía yo a la juventud y resulta salir cuando
puedo dejar mi timidez aparcada en el idioma nativo y refugiarme en el que usé
sin excepción durante un año entero, sin saber cuál es exactamente el que me
sirve de refugio. Al final iba a ser yo la bipolar, que a nadie le extrañe.
Elefantes en el Spice Market
El
día antes de irnos, la piña decidió ir de excursión al mercado de las especias,
maravilloso paraje natural en el que crecen todas las plantas que luego nos
comemos, una especie de paraíso, único lugar limpio del país, en el que también
hay elefantes demasiado caros para nuestros bolsillos, pero a los que nos dejan
hacer una foto. Cada experiencia compartida aquí se convierte en una aventura, porque
estos amigos nuevos saben cómo alegrar cualquier desgracia (y eso que vamos
superando con humor los obstáculos del camino) y porque podemos ver la sorpresa
de unos y otros ante cualquier innovadora estrategia india. El último día, un
uno de noviembre con un calor asombroso (recordando la tradición familiar y
echando un poco de menos los buñuelos), y a pesar de que los caminos se separan
y pocos se quedan en nuestra playa, nos da mucha pena la despedida (pienso matar al que las inventó), y como
en cualquier encuentro, intercambiamos emails y abrazos, con invitaciones a los
países de residencia habitual y temporal, sabiendo que los podemos volver a cruzarnos
o no. La sensación es la de haber salido de un campamento cualquiera en el que
has conocido gente que sabes que te va a marcar durante un tiempo, en el que
nunca has llegado a estar del todo cómoda (o limpia, o sin insectos
recorriéndote) pero no cambiarías por nada.
Así
que sí, cada día un poco más aprendo a aplicar la enseñanza de BP que más me
costaba asimilar, y disfruto del camino, no pienso en la meta o en el final que
esto pueda tener. Aprendo a ser feliz aquí y ahora. Aprendo de la gente, de los
sitios, de la naturaleza y de las experiencias. Aprendo del humor y de la
actitud. Abro los ojos y disfruto de todo lo que veo, sea bonito o feo, porque
entiendo que las dos cosas me forman y crezco.
De
todo lo que me dijeron cuando vine aquí, más o menos positivo, me traje dos
impresiones. Una la del hermano que intenta conocerme, sin llegar siempre a
conseguirlo, y me dijo que no iba a volver. La otra de la fiel amiga, que me
escribió primero en sus palabras y luego en las de Benedetti, que nunca
volvería a ser la misma. Volveré, sí, pero cada vez pongo la barrera más lejos,
cuanto más mundo veo o más cerca lo siento, más fronteras quiero romper. El
viaje a Asia es una obviedad y ya estamos marcando el recorrido. Cambiaré, sí.
En mes y medio ya lo he hecho, y es posible que mantenga una base, pero no seré
la misma cuando me volváis a ver, yo no sé qué llegará de lo que visteis salir.
Que como dicen ahora… quise cambiar el
mundo, y tal vez ese mundo me cambió.