Para
hacer de la contradictoria (i)lógica de este país la mía también, los martes y
los jueves son los mejores y los peores días de la semana. A la vez. Son los
días de colegio.
Los
días de colegio empiezan mal pase lo que pase, porque empiezan a las 6 de la
mañana, y aunque he conseguido acabar con mi insana costumbre de no acostarme
nunca antes de las 12 de la noche, eso de despertar y no ver el sol no recarga
mi energía. Me levanto, me visto con la ropa elegida el día anterior (entre la
que, a petición del director, no se encuentran ni vaqueros ni ropa ajustada,
que se ve que las dos primeras semanas tuve al colegio revolucionado), y salgo
de casa con el miedo a dejarme algo o llevar zapatos diferentes. Y camino hasta
el bus. El vecino de enfrente lava el coche religiosamente (hindú) a las 6:30,
el de más allá pasea al perro y ya en la carretera (sorprendentemente tranquila
a esta hora) hay uno que siempre va en bici a algún lugar.
Espero
al bus con la esperanza de que no llegue, pero nunca falla, y saludo a las dos
niñas somnolientas que ya están allí. Me siento, ya agarrada al asiento de
delante, porque el conductor pilla los badenes (que se acumulan en las
carreteras para evitar accidentes, aunque yo creo que algún semáforo
solucionaría mejor el asunto) como si el bus compitiera en Fórmula 1 y yo, que
me siento en la última fila a petición de la auntie (señora con burka que coloca a los pasajeros y guarda las
mochilas para que los niños quepan), voy volando literalmente, con pocos
momentos de culo pegado al asiento.
Y
así pasamos hora y media, llenándose poco a poco el bus de niños dormidos y
profesoras con derecho a los primeros asientos, mientras yo observo por la
ventana las distintas residencias de estos niños que, en barrios pijos,
intercalan grandes chalets con familias a la puerta de su chabola calentando agua
en un fuego en la carretera, vecinos pared con pared. Porque los barrios “bien”
no se comparan a los que nosotros conocemos.
Cuando
llegamos estoy agitada y empanada a partes iguales, para seguir con las contradicciones.
En
la sala de profesores está la de francés, que me habla de sus cosas y, aunque
pregunta, nunca escucha las mías, y no me parece mal, porque entiendo que la
mujer necesita hablar y desahogar sus penas. Ella trabaja en dos colegios y así
mantiene a sus tres hijas que estudian y trabajan en Francia, y a su padre, que
está en casa. Hasta la fecha no tengo noticia de marido.
La
primera clase desapareció, no sabemos por qué, así que la acompaño a la
biblioteca y le enseño a usar internet, porque no se apaña muy bien. Después
tenemos al año 9 y ahí empiezo a recargar las pilas porque ellos lo exigen.
Tienen demasiada fuerza como para permanecer dormida y tiran de mis ganas con
los más ingeniosos comentarios construidos con la base más simple del español.
Después toca el té, y ahí despierto definitivamente. Y luego el grado 8, más
pequeños y menos graciosos, pero más espabilados, absorben cada palabra que
sale de mi boca y tengo que evitar elementos malsonantes. Después sólo una
niña, que prepara con poco éxito los exámenes.
Y
en medio de todo esto, la comida, que suele ser un arroz en teoría no picante
porque está hecho para niños, que deben haber crecido en el mismo infierno.
Ese
podría ser un día normal pero suele haber exámenes que cancelan las clases, o
partidos que evitan que los niños asistan, o ensayos, o excursiones, o
reuniones, o misa (hindú). Así que paso las horas hasta las 3 de la tarde
perdiendo el tiempo y preguntándome si estoy saliendo rentable, aunque ya me lo
tomo con filosofía y leo, escribo, me preparo alguna clase o paseo.
Y
es que luego el colegio es un lugar bien agradable. Es un edificio al aire
libre (las clases dan a pasillos sin techo, el comedor no está cubierto, el
patio es lo más grande del recinto) pintado de colores y decorado con los
trabajos de los pequeños según la temporada. Por los pasillos todo el mundo
sonríe y se saluda, y la gente es tan feliz como se es en las clases cercanas
al verano en Europa. Imaginad un colegio en el que siempre hace sol y calor, en
el que las preocupaciones del frío no existen. La temperatura influye en la
importancia de las cosas, mi sospechas se vuelven seguridad, y si aquí no pasa
nada por no ir a clase si tienes baloncesto es porque, sí, hace calor, qué más
da.
Y
a las 3 volvemos al bus. Éste, que lleva todo el día al sol, agobia un poco, y
los niños, que también llevan todo el día al sol, han cambiado su olor, así que
abrimos las ventanas y por el camino entra todo tipo de polución. Aprendo a no
ponerme ropa blanca. Ahora todos están más despiertos y por turnos, aunque ya
hayan pasado tres meses desde que llegué, tienen algo que preguntarme. Yo
escucho mí música hasta que siento sus miradas, me quito los cascos: “Ma’am,
¿cómo te llamas?”, “Ma’am, ¿eres española?”, “Ma’am, ¿eso que usas es un móvil?”
(no pueden entender que el aparato con el que llamo sea diferente del que uso
para la música, malditos iphones), “Ma’am, hemos estado hablando y nos encantan
tus zapatos”.
Vamos
dejándoles hasta quedar las tres del principio. A las 16:30 llego a casa con un
cansancio extremo, maldiciendo el madrugón y las tres horas de parque de
montaña rusa del viaje, pero contenta porque es el trabajo que me gusta, por
haber recuperado la fe en los jóvenes (que destruyeron los demonios
portugueses) y por sentir que sí estoy consiguiendo algo.
Me
acompaña en mis viajes la historia de una australiana que se vino a la India y
vivió cada una de nuestras experiencias, y sintió lo que nosotras sentimos. En
clave de humor, leer en inglés se me hace lento pero no pesado, y ella acaba
diciendo mejor que yo:
India
is beyond statement, for anything you say, the opposite is also true. It’s rich
and poor, spiritual and material, cruel and kind, angry but peaceful, ugly and
beautiful, and smart but stupid. It’s all the extremes. India defies
understanding […] In my country I felt like I understood my world and myself,
but now, I’m actually embracing not knowing and I’m questioning much of what I
thought I did know. […] India is in some ways like a fun hall of mirror where I
can see both sides of each contradiction sharply and there’s no easy escape to
understanding.
Holy Cow, Sarah Macdonald
1 cerca de veras!:
Me preguntó cómo quedará tu colegio cuando llegue el monzón: el comedor se transformará en piscina, digo yo. Ya nos lo contarás.
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cerca de veras!!