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De Navidad, Año Nuevo y más



Hampi

Y ya se fueron. 


Decidimos pasar la Navidad en Hampi, un pueblecito al norte del que hablan maravillas, y cogimos un bus nocturno al que llegamos de milagro porque, por supuesto, la parada no estaba donde pensábamos y el primer rickshaw nos llevó a la estación más caótica y tumultuosa del planeta y el segundo a una calle llena de agencias donde nadie hablaba inglés. Finalmente vimos a un hombre con el mismo billete que nosotros y le perseguimos mientras él daba vueltas preguntando a través de calles solitarias (porque el sistema no es sólo complicado para los extranjeros, ellos tampoco lo tienen claro) hasta llegar a un local pequeño con sillas de terraza puestas en hilera a la puerta, haciendo los efectos de parada. El bus, sin embargo, es sorprendentemente cómodo y no tiene bichos.


Los 4 en unas ruinas en Hampi
Hampi es un pueblo increíble. Masas gigantes de piedra (granito, dice mi padre) tallada y sin tallar rodean la ciudad y donde quiera que mires, pasees por donde pasees, encuentras templos mejor o peor conservados pero con evidencia de años de trabajo humano en cada milímetro. Nos impacta el sistema de construcción, la cantidad ingente de personas que tuvieron que necesitar, la intriga de pensar si eran artistas o es que eran muchos, si todo lo ha hecho la religión y las piedras las movía la fe o tanto templo tenía alguna otra utilidad. Tampoco entendemos la aglomeración arquitectónica en esta zona, qué había aquí que no encontraran en otros pueblos. Pero lo que más fuerte retumba en mi cabeza es la inevitable pregunta: ¿cómo es posible que habiendo estudiado en tantas ocasiones el arte mundial desde la prehistoria hasta el mismo siglo XXI, nadie hablara de esto? ¿Por qué sabemos sobre las joyas europeas, americanas, o incluso chinas o japonesas, y nadie le da valor a lo que tienen aquí? El turismo mueve masas y este país está por descubrir, y nosotros pasamos los días imaginando la explotación consumista de la zona, pero de que los turistas no tengan la India como paraíso de vacaciones a que historiadores, arqueólogos, artistas y rehabilitadores jamás hayan oído hablar de este lugar, hay un gran paso. Así que visitamos anonadados torres en la ciudad, templos cruzando (en una barquitacáscaradenuez) el río, palacios en las afueras, y al tercer día, aunque no está todo visto, ya casi no diferenciamos una piedra de otra.
Barquito cáscara de nuez

Ante tanta impresión y tan diferente decorado, la Navidad ni la notamos, y la barca que cruza al otro lado del río (en el que se encuentran los hoteles para extranjeros en los que no tuvimos plaza y son los únicos lugares del pueblo que venden cerveza –y sólo por la noche-) pasa por última vez a las 6, hora a la que anochece y poco queda que hacer. Como olvidamos el parchís en casa hacemos uno de papel y pasamos la Nochebuena así, con los turrones que se salvaron en el aeropuerto. Y no pasa nada. Confirmo que la Navidad es un invento y aquí no lo han oído ni de lejos (y me pregunto, de hecho, cómo entienden películas como Love Actually…) y vale más pasar tres días juntos bajo el sol asombrándonos por la grandeza de otra cultura que rendirnos un año más al acostumbrado consumismo helado. Sabemos el día que es porque mantenemos el reloj, pero no nos invade la pena.

Shiva
Y el bus de vuelta es mortal, incómodo, sonoro y frío (nunca, jamás, sabes qué va a tocarte, en este país) así que el día siguiente lo pasamos recuperándonos. Y al siguiente, concedido por la jefa por aquella extraña razón por la que yo tenía vacaciones y Ana no, dejamos a esta última trabajando y fuimos a visitar el famoso Shiva gigante que sale en las fotos cuando buscas “Bangalore” en Google. Más que impresionarnos el tamaño del dios (que sí, impresionante es), lo hace el negocio que tienen montado alrededor, el tinglado hortera que se acerca a esas atracciones cutres de miedo de los parques de atracciones, el recorrido comercial por los ritos hindús que atraviesas hasta llegar a la estatua. Así, echamos monedas en cuencos de metal, atamos cuerdas a barandillas, tocamos hielo, pedimos deseos a un lago, encendemos velas, hacemos pujas (adoraciones) a los planetas, siempre preguntándonos porqué la India es considerada un país de espiritualidad y paz cuando incluso lo que está orientado a serlo acaba convertido en estrés y dinero.

El palacio de Mysore
El viernes, Ana y yo decidimos escaparnos del trabajo y fuimos a Mysore, una ciudad a tres horas de aquí en la que hay un palacio y ya. Teníamos la esperanza de que hubiera algo más pero no, nada más, así que agradecemos haber escogido un hotel lujoso con una buena terraza que nos refugiara del caos de gente acosándonos para vendernos cualquier cosa y nos dedicamos a echar torneos de tute y probar todos los platos del menú. Puede sonar a que ya teníamos un país para hacer exactamente lo mismo, no hacía falta venir aquí, pero puedo asegurar que momentos así se agradecen, y si no venís no voy a ser capaz de explicarlo y jamás lo vais a entender. Y el palacio, dejando de lado el agobio de las masas visitantes y fotografiantes de guiris, es un reflejo del poder de la monarquía y maharajás indios, grande y exageradamente lujoso, mezclado con los colores y las luces del gusto hortera de la cultura. No puedo decir que nos encantara, no puedo decir que nos disgustara, ni tampoco nos dejó indiferentes. La definición de este sentimiento que tan a menudo tengo aquí aún no he podido encontrarla, pero me alegra decir que al menos ahora sí pude compartirla.

Yo con Hampi a los pies
Y lo de la Nochevieja sí que se escapa del concepto de normalidad. A falta de plan nos acoge Mafalda en una fiesta a la que ella iba a bailar con su grupo de danza (aunque sólo bailaran las otras porque ella se había dislocado el hombro) así que pedimos un taxi que decide coger el camino largo y, como no habla inglés, no sigue  nuestras indicaciones, y acabamos perdidos en una autopista india escuchando música en kannada (idioma de nuestro estado) a petición de mi hermano y disgusto de mi padre. Para cuando llegamos a la fiesta uno de los tres bailes ya había pasado, no quedaba más comida que un pollo extra picante y los invitados llevaban más copas de las necesarias (hay que añadir aquí que por alguna razón genética –o de otro tipo, que escapa a mis competencias filológicas- los indios son mucho menos tolerantes al alcohol que el resto de razas que yo conozco, y una cerveza les afecta hasta límites insospechados). Intentamos coordinar nuestros movimientos con los suyos y la música hindi pero no lo conseguimos, y quedamos de raros cuando bailamos al ritmo de lo peor de JLo y otra canción conocida, ante las que ellos, que antes casi se descoyuntaban, ni se menean. Así que pasamos la noche en estado de observación y alucinación, de vez en cuando interrumpido por una de las performances de las bailarinas, que eran sin duda el momento más destacable y loable, hasta que el DJ anunció el cambio de año, supongo que por su reloj, y contó de 10 a 1. Mi extrañeza no viene de no comer uvas (que también) sino de la descoordinación general de no pasar de año guiados por un reloj oficial, y me pregunto si será así en todos los países sin Puerta del Sol. Y bueno, esto ya es personal, en mi cabeza existía la idea de que si no se comía una uva con cada campanada, la cuenta atrás tantas veces vista en películas americanas sería, obviamente, de 12 a 1. Obviamente no tiene sentido contar desde 12 si no hay un reloj, pero esto jamás se me habría ocurrido y me sentí como si me faltaran dos algos cuando el hombre dijo “Ten”. Prefiero no recordar mis supersticiones, porque iba a ser un año muy malo.

Felicitado el año se acaba la fiesta, media hora más tarde de la hora oficial de cierre nocturno del resto de días, que había prometido recogernos, no aparece. Tras una espera interminable, el hotel nos cede un caro pero seguro coche que nos devuelve sanos y salvos a casa, donde atacamos el chorizo y el turrón. Y si he dicho que la Navidad es un invento y que al fin y al cabo da igual dónde o qué estés haciendo, la Nochevieja no sigue esta regla. Todo el mundo cambia de año, aunque intenten negarlo, y es una bonita fecha para celebrar, para decirle a tu gente que ahí va otro y que a por él, y alegrarse de estar juntos esa noche aunque los caminos vuelvan a separarse después. Eché de menos despertarme tarde con la resaca de la pañoleta, el primer y necesario brindis, a la abuela (que con mi madre hablé), atravesar la plaza llena de cristales y portugueses, la primera asegurada en la casa de siempre y salir después sin rumbo, y quedar con mi gente y encontrarme con la que no es tan mía pero sonríe igual y desea felicidad. Os eché de menos a todos y cada uno de vosotros y quise encontraros en la red, olvidando que no es una noche para internet, y estuve triste, pero duró poco, porque aquí aprendo a asumir y decir: “no pasa nada, para la próxima lo cambiaremos”.

Además, en Año Nuevo brilló el sol y salimos en tirantes y falda (mi padre y mi hermano no vestían esto) a pasear sin resaca, comprar y tomar café helado con nata, y pensé que todos y cada uno de vosotros hubiera preferido estar aquí que en la fría España (sea verdad o no, no me lo digáis).

Y el último día elegimos como destino un parque natural cuya cercanía con la ciudad sorprendía, por su inmenso verdor, falta de contaminación y silencio. Con la sensación de haber cambiado como mínimo de continente nos meten en un bus y viajamos entre osos (como Baloo), tigres (como Sherkan) y leonas (como Nala) en su auténtico hábitat y en relativa feliz libertad. Encantados, seguimos cuestionando el equilibrio de un país que puede albergar la ciudad más caótica con el paraje más pacífico sin un kilómetro de separación y conseguir que todo, por alguna razón, siga funcionando.

Y ya se fueron, no sin volver a liarla porque mi hermano se deja la mochila en el taxi, que no la encuentra, que viene hasta casa, la encuentro yo, viene la policía, explico que este señor no está intentando hacerme nada malo, la lleva de vuelta, mi hermano ya no puede salir del aeropuerto, el otro entra, pide más dinero… y esto es la India, las cosas pasan pero siempre se solucionan.

Así que la evaluación final es altamente positiva, porque las situaciones límite, los momentos de bajón anímico, el surrealismo, cada vez que pienso que este no es mi lugar, se ven completamente compensados y recuperados al poder compartirlos, al tener a alguien que usa cualquier tipo de humor, que saca la sonrisa y tira hacia adelante a tu estilo. Se compensa cuando mi padre se desespera, dice que soy valiente e insiste en que estoy aquí porque quiero pero que si me canso vuelva, o que me vaya a recorrer Asia, y me da una sensación de paz y seguridad saber que decidir volver no será considerado, al menos por mi familia, un fracaso. Y he vuelto a reír ya ser un poco más yo, porque aunque en la soledad encuentre mi personalidad verdadera, entiendo ahora que siempre le va a faltar un cachito sin el complemento que los míos me dan. Tiempo de asumir que sola soy yo, pero que lo que me hace grande es tenerles delante otra vez. Cada paso que doy hacia la comprensión de mí misma lo considero un gran logro y se lo debo a la India.

Y, finalmente (qué pesada estoy hoy), no hago propósitos para el 2012. Quizá porque no tengo la conciencia de haber cambiado de año, quizá porque cogí la costumbre de hacerlo en septiembre (que es cuando noto el cambio yo, para qué proponer cosas ahora que está todo empezado), quizá porque no tengo nada que cambiar o ninguna meta que ponerme. Estoy aquí porque lo elegí y quiero, trabajo en lo que me gusta, tengo la libertad para decidir quedarme, volver a casa o cambiar de lugar cuando quiera, y la independencia para que, haga lo que haga, los factores que influyan en mis decisiones sean los que yo elija. Puede ser que despierte sola, pero no todos pueden presumir de vivir del modo en que les gustaría vivir. No tengo muy claro en qué consiste la felicidad, pero intuyo que tiene que ver con la posibilidad de que los momentos de alegría y de tristeza estén liderados por ti. Así que en vez de pensar en propósitos y futuros, en el 2012 hago una pequeña reflexión de todo lo que ha pasado, de cómo he llegado hasta aquí, me alegro al pensar que saliera bien o mal no me arrepiento de ninguno de los pasos que he dado y afirmo que tengo 26 y soy feliz así, y es una buena manera de empezar el año.



¡¡FELIZ AÑO A TODOS!! Y el próximo sí que sí (y si queréis, vale, que cuente como propósito), lo atravesamos juntos.

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