Al
final decidí que lo mejor para fomentar mi paz y mi felicidad en la rutina
diaria era poner internet en casa. Que ya lo había intentado antes y me dijeron
que tenía que hacer un contrato de 24 meses y que si lo rompía tenía que pagar
unos 80 euros para compensar, y claro, pues no me compensaba. Pero el otro día
entraba yo en el súper y había una muchacha en un stand a la puerta, de otra
compañía diferente, y le pregunté, y me dijo que, bueno, siempre podía decir
que me lo cancelaran temporalmente y luego no darlo nunca jamás de alta. O eso
es lo que yo entendí. Que luego bien puede ser también que fuera lo que a ella
le pareció oportuno decirme para no perderme como cliente, pero bueno, le dije
que venga, que sí.
Un
par de horas después ya me estaban llamando para venir a casa a instalarlo.
Consiguieron
llegar (no vivo en un sitio muy accesible) como a la media hora. Eran tres en
una furgoneta. Se bajó el primero y antes de decirme a qué venía me dijo “you
are beautiful”. Una, por educación y correspondencia adquirida, sonríe y dice
gracias. Entonces él se viene arriba, y me pregunta si estoy casada. Le digo
que no (porque no lo estoy). Así que me pregunta que si tengo novio. Y le digo
que no también. Se emociona, me dice que él también está soltero, que salga con
él. Esto ya no me parece tan gracioso. Le digo que yo quiero mi internet.
Llegan
los otros dos, me miran, comentan (a mí me hablan en inglés, entre ellos hablan
en cebuano. En cebuano, guapa es “gwapa”, aclaro esto para que entendáis que,
aunque a ellos les parezca que no, en realidad me entero de todo lo que está
pasando), se sonríen, les falta pegarse codazos: “mira, mira, está buena”.
Hablamos
de la tarifa que quiero, les digo que la barata, me convencen para que coja la
cara, acepto, me dicen que en mi edificio solo se puede poner la barata, acepto,
ahora deciden que van a poner una antena y que entonces la cara, acepto. Lo que
sea, da igual, ponedme internet.
Suben
los tres a mi casa (de metro cuadrado) a poner el aparato. Miran mis paredes, me
miran a mí, se ríen. Tengo un póster que jamás había pensado que fuera
sugerente, de una chica con un mapa dibujado en la piel. Se ríen. Que si soy
yo. Pues hombre, mira, no. Internet no funciona sin antena, efectivamente, así
que volvemos abajo. Llevo mi pasaporte, que lo tienen que fotocopiar, y le piden
al chico de abajo que les haga el favor, no sin antes, jojojo, mira esta, guiño
guiño, él corresponde, sí sí, fotocopia. Viene el de seguridad, comentan con
él, la guiri, el otro corresponde también, sí, juas juas, la guiri.
Sacan
la antena de la furgoneta y dos suben al tejado mientras me quedo en casa con
el que se quiere casar conmigo, que no deja de mirarme:
- Eres
muy guapa.
- Que sí que ya me lo has dicho (porque van dos horas, y empiezo a ponerme borde)
- ¿Y de verdad que no tienes novio?
- Sí, tengo uno, pero está en España.
- Ah, da igual, muy lejos, déjale a él y vente conmigo.
- Que sí que ya me lo has dicho (porque van dos horas, y empiezo a ponerme borde)
- ¿Y de verdad que no tienes novio?
- Sí, tengo uno, pero está en España.
- Ah, da igual, muy lejos, déjale a él y vente conmigo.
Y
así, sin perder la cara aunque un poco la paciencia sí, le digo que no, que le
quiero a él, porque quedaría mal decirle que ni en sus más profundos sueños y
con esa actitud de bestia salvaje en celo se va a ligar en la vida a una mujer,
blanca, negra o verde.
Los
de arriba tiran un cable y el animalito lo coge. Lo ponen a través de la
ventana y coge mi móvil para comprobar la señal. Ahora es mala, hay que
esperar.
- Anda,
mira, juegas a Pokemon Go, a ver qué más tienes.
Le
quito mi teléfono de las manos.
- ¿Te
pasa algo? - Me dice, porque se ve que tiene muchísimas luces.
-
Estoy muy cansado, ¿me puedo sentar? - Le acerco una silla, al profesional.
- ¿Me
das agua? - Le pongo un vaso.
- ¿Y
por qué no quieres ser mi novia?
- Porque
me gusta más la gente que no me trata como a un cacho de carne blanca
no.
- ¿Te
pasa algo?
- No,
estoy encantada con esta situación.
La
señal se estabiliza.
Llegan
los otros dos a mi casa. Les pongo la otra silla, y uno se queda de pie. Sacan
los papeles y se ponen a llamar a quien sea que está en la centralita, unas 10
llamadas de teléfono en las que, por lo que entiendo, se repite mi nombre
varias veces, la palabra pasaporte, guapa, risas, jojojo, codazos, risas (de
machito en celo, insisto). Entre llamada y llamada ellos se miran al espejo, me
miran, se sonríen, me miran, se atusan el pelo, me miran, risas, eructan, se
ríen.
No
tengo permiso de trabajo aún, así que me piden una copia del contrato del piso.
Hay que hacerla, bajamos abajo otra vez pero la fotocopiadora no fotocopia
papeles de más de A4 (aquí, nadie sabe por qué, no se utiliza la medida
estándar de papel, haciendo del día a día una aventura aún más emocionante si
cabe), así que firmo lo que tengo que firmar y los dos se van a poner otro
internet a otro cliente y yo me quedo con mi pretendiente buscando una
fotocopiadora por el barrio. Mientras paseamos sin hablar por la calle él va
haciéndole guiños y codazos a todos los que nos miran, y si no nos miran él ya
se encarga de que lo hagan.
Conseguimos
fotocopiar, le doy la copia, me deja irme a mi casa. Desde que empezó esta historia
han pasado cuatro horas. Cuatro horas que van sin dudarlo al top 10 de
situaciones incómodas vividas en mi vida.
He
dudado mucho de si contar o no contar este episodio. He dudado para empezar
porque sé que os preocupáis, y no quiero que lo hagáis porque estoy bien, es un
detalle más y, por supuesto, no es el día a día. He dudado también por eso, no
quiero exagerar y no quiero llevarme las manos a la cabeza cada vez que alguien
actúa como un macho alfa cuando me ve. Es otra cultura, hay que acostumbrarse.
Pero
al final sí, al final lo cuento. Y lo cuento porque ya os había dicho que no me
siento alagada cuando me dicen que soy guapa. No lo hago porque sé cómo soy y
cómo no soy, porque nadie te dice guapa sin un trasfondo, porque no es
gratuito, porque no es inocente. Porque te dicen guapa y lo que quieren decir
es todo lo que te harían si no tuvieras novio, y no lo tienes, eres de todos,
cualquiera tiene derecho a exponerte, exhibirte si vas a su lado por la calle y
meterse en tu casa y hacerte preguntas personales porque eres guapa y no tienes
novio, y eso es ir provocando. Te pueden mirar y pueden comentar sobre ti como
si fueras una pared más, o la mesa, como si fueras un objeto, porque no tienes
dueño y vas incitando al personal con ese color de piel, en pantalones cortos
(esos que llevan todas las demás, las que no son blancas).
Y
sí, no es una situación nueva. En la India era así. Los países árabes son así.
Y es normal, no hay juicio social, no tiene sentido que se me pase por la
cabeza llamar a la compañía y decirles que tienen tres toritos babosos
contratados que no saben contener sus instintos naturales ni en el ámbito
profesional y que para la próxima vez preferiría que tuvieran algún tipo de
control, pero no tiene sentido porque EL que esté al otro lado del teléfono se
reirá y será, una vez más, gracioso que la guiri se enfade por estas cosas, que
son normales.
Y
no, no estoy diciendo que todos sean así. Estoy diciendo que cada vez que
espero al jeepney en la calle y motos, coches y furgonetas de trabajadores me
pitan o dicen cosas que (gracias a Dios) no entiendo me siento atacada, me
siento acosada y me siento incomodada. No digo que no conozca a gente encantadora
que se está portando muy bien conmigo y si solo me ven como un filete al menos
lo disimulan. Digo que cada vez que alguien me dice guapa, me salta una chispa
interna y me controlo, pero nada más alejado de sentirme alagada.
Y
estoy bien, no quiero que nadie se preocupe. Solo quiero gritar escribiendo lo
que no puedo decir por la calle. Que soy una persona más. Que no puedo cambiar
un país entero pero al menos sí puedo intentar que los hombres entiendan todo
lo que puede molestarnos de un “piropo”. Que soy igual de intocable que una
mujer casada, o con novio, o con cualquier otro tipo de decisión personal que
siempre, hombres del mundo, SIEMPRE es independiente de vosotros (no, no he
elegido estar soltera para poder recibir sin tapujos las barbaridades de las
bocas de los salidos de turno). Que nadie se merece estar cuatro horas
encerrada con tres tíos a los que se les ve en la mirada lo que quieren de ti,
nadie tiene que pasar por eso. Y que cuantas más voces levantemos ante estos
actos que se suponen rutinarios más fácil será restarles normalidad.
Por
lo demás, ayer estuve haciendo wakeboarding y hoy me duelen tanto los brazos y
los músculos que los levantan que no sé ni siquiera cómo puedo estar
escribiendo en el teclado. Y los instructores eran tres filipinos surferos que
intentaron lo imposible para que yo aprendiera a mantenerme encima de la tabla
y vinieron a rescatarme cuando me caía boca abajo en el agua y no sabía darme
la vuelta. Y por sus miradas supe, en todo momento, que jamás quisieron hacer
otra cosa conmigo que no fuera ayudarme a sobrevivir. Para que veáis que siempre hay
gente buena, y que, aunque siga habiendo lucha, también sigue habiendo
esperanza.
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