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De exámenes, preparativos y más.


El sábado se convirtió en un desastre. Un primer rickshaw nos timó, el segundo casi nos mata y encima nos hizo llegar tarde al teatro, montándonos un pollo a la puerta intentando que le pagáramos más de lo establecido, y creando una situación entre ridícula y humillante de la que salimos ganando con 20 rupias, hay que ver lo positivo de la experiencia. Como este teatro es el único lugar de la ciudad en que las normas y horarios se cumplen, no nos dejan pasar, y esperamos al descanso tomando un lassi (especie de actimeil hecho a mano bastante rico. Dedicado a la que se los tomaba conmigo en Turquía: se parecía sospechosamente a eso que no recuerdo como se llamaba) y un té, acompañadas por la cantidad apropiada de insectos que nos atacan sin piedad porque no nos hemos puesto el antimalaria.

La segunda parte de la obra nos sabe a poco, pero parece graciosa y subversiva, como el ciclo en general, y la apuntamos para poder verla entera en alguna ocasión. Tango, se llamaba, para los que estén interesados. A la salida, Isabel y pareja nos llevan a cenar a un sitio auténtico donde yo soporto el picante pero Ana no puede acabárselo (obviamente no pedimos lo mismo, no me he vuelto tan dura), y luego nos hicimos la prometida foto de sonrisas para el blog, que adjunto también al mío para no ser menos.

Ana, Isabel y yo.
Desde entonces nos hemos dedicado en cuerpo y alma a acabar los exámenes que prometimos a la jefa. Como todo en este país, no llegan a tiempo y no podemos acabar todo lo que nos han mandado, sin entender muy bien por qué tenemos que ser las únicas que sí cumplen los plazos o se toman en serio las obligaciones. Lo hacemos con gusto, de todas formas, porque pensamos en las vacaciones, y ya nos la jugaremos con los plazos cuando no pongamos nada nuestro en riesgo.

Ayer aprovechamos el día libre para comprar bikinis y comer en un restaurante sorprendentemente caro al que no pensamos volver. A la vuelta, más exámenes. Hoy he decidido no trabajar más, y aquí estoy escribiendo antes de ponerme con la mochila (gracias de nuevo, Isabel, qué haría yo sin ti en este lugar) y preguntándome si la promesa de las alumnas de Ana de ponernos un sari e ir a comer por ahí se cumplirá o no.

De momento cierro el blog por vacaciones (de las de verdad, de las que cuando vuelves cobras lo mismo que si hubieras trabajado) durante una semana. Nos vemos a la vuelta.

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De películas y más.


Y hoy sólo escribo para decir que ya funciona el agua y me he dado una ducha estupenda y estoy limpiando la casa en hora de trabajo porque no quería seguir viviendo así. Que definitivamente el frigo está roto y tienen que cambiarlo pero hasta que la jefa no vuelva nadie puede mover un dedo y nos da igual porque el martes, cuando ella viene, nosotras nos iremos a la playa. Y que estoy escribiendo desde mi habitación donde, por fin, tengo internet, y vuelvo a escuchar música, y me emociono con una nueva canción que define mi vida y estado.

Para decir que he tenido dos clases muy bonitas. Que en la primera una alumna me ha preguntado que si he estudiado para ser profesora, porque cree que lo hago muy bien. En la segunda otra alumna me ha deseado feliz Dewali con una caja de chocolates (que aquí hay, pero se equiparan al oro), y ha sido muy bonito.

Y porque ayer, al volver a casa, vimos nuestra primera película hindi, éxito del año, recomendada por cada persona que conocemos, que cuenta la historia de tres indios que van a España de despedida de soltero. Cuando llevábamos hora y media de las dos horas y media que dura la película no pudimos soportarlo más y la cortamos, porque el exceso de clichés y la falta de emoción nos superaban, pero el momento álgido de la película lo vivimos, en el que se mezclan bollywood y flamenco creando este gran tema que creo que no os podéis perder, para entender de verdad qué les gusta a los indios. Ahí lo dejo. Se recomienda ver con cuidado.


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De rebeliones, chapuzas, y más.


Yo casi nada funciona y la casa es como un chiste. De todas las personas que tienen que venir a arreglar cosas son pocas las que se pasan, menos las que llaman para decir que no van a venir, y ninguna a la que podamos acceder nosotras.

El miércoles quedamos con Isabel y su novio para ir a ver un documental sobre el Nero (Nero’s Guests, por si os pica la curiosidad). Al parecer, alguien vendió una semilla maravillosa a los agricultores indios que era muy barata y todos compraron, y resultó no poder volver a reproducirse, por lo que la mayoría de ellos se quedaron en la ruina y unas 300 personas se suicidaron. El documental en sí no trataba sobre esto, si no sobre las familias que quedaron, los suicidios que sigue habiendo porque no son capaces de salir de esa crisis enorme, y de los culpables o los que permiten que estas cosas sigan pasando. Después del documental, intenso e instigador, hay un debate, y me parece estar en una de las asambleas del 15m. Hay muchos problemas aquí, hay mucha explotación, mucho silencio y muchos ricos que no miran para abajo. Y eso es así aquí y en todas partes, pero yo pensaba que lo que aquí faltaba era la rebelión, o la conciencia, y no, no falta. Todos de acuerdo en que estas cosas pasan porque las provocamos, se dan ideas, se propone dejar de comprar en grandes superficies (y es, de verdad, una necesidad), se habla de ignorar a los grandes continentes. Uno de los agricultores del documental afirma querer reencarnarse en una vaca europea, ya que ellas ganan más dinero que él. La realidad es dura, pero se conoce, y eso es bueno.

Cartel de la exposición
También la política falla, y en el mismo recinto hay una exposición de carteles de viñetas cómicas sobre sus políticos. No entendemos las gracias porque no sabemos nombres, pero se sobreentiende la base, y es que la disconformidad y el descontento es obvia. Y de ahí a otras reflexiones, porque si todos, estando tan lejos, compartimos lo mismo, en el fondo estamos muy cerca. Si en todas las comunidades, sea cual sea la cultura, independientemente de la lengua, aparte del régimen, si todos estamos de acuerdo en que nos manejan, y encima lo hacen mal… ¿no será el momento de hacer que esto cambie? Quizá salir a la calle no sea la solución, pero ¿no será un comienzo? No tiene sentido quejarse desde casa, y todo el mundo tiene razones para hacerlo, desde el que se arruina y no recibe ayudas y tiene que acabar quitándose la vida, hasta la más tonta a la que no dejan votar. Pero si nos quedamos en casa, no se va a saber, todo va a seguir siendo igual… Y quizá sea que los últimos meses en España estuve más despierta que nunca, o que esto también te llega más y te sientes más cerca de la realidad del mundo, pero siento la necesidad de empezar a formar parte de un cambio que tenemos que conseguir.

En cualquier caso, esto acaba y nos volvemos a casa, a seguir trabajando en exámenes y clases. Porque hay que seguir haciéndolo.

Y ayer Preeti nos iba a llevar a un sitio diferente que cree que debíamos conocer, pero estaba todo reservado y no pudimos hacer nada. Como celebrábamos mi primer mes en la India y el frigo no funciona, ni el agua, ni… nada, fuimos a un restaurante que Google encontró y es de los pocos que tienen cerveza. Resultó ser americano, y caro. Es verdad que había cerveza y que no teníamos comida, así que disfrutamos de ambas sin mirar la cuenta, me salto la dieta vegetariana con ternera y me da dolor de tripa (que se pasa pronto, he dormido sana), y volvemos a casa.

Hoy se ha sembrado el caos. Volvemos a pedir agua, frigo, internet. Vienen los de los muebles de la cocina, que en absoluto habíamos echado de menos, faltando como nos faltan otras necesidades básicas. El fontanero venía a las 11:30 pero llama para decir que, al ser musulmán, necesita rezar a esa hora y que se pasa luego a las 4. Llega media hora más tarde, sube al bidón y descubrimos ahí que no está tapado y que lo que impide que pase el agua es toda la mierda (literal, de pajarillo) que ha caído dentro a lo largo de meses sin que nadie lo notara. Así que se pasa la tarde limpiándolo y aunque pedí que no me contarán lo que había dentro, he oído hablar de palomas muertas. Prefiero no pensar en que llevamos una semana duchándonos con eso y  me planteo empezar a usar agua potable para lavar mis dientes. En esto los de los muebles se van, dejándolo todo tirado por la cocina, diciendo que vuelven el lunes porque la secretaria no les deja venir mañana, que tenemos clases y van a molestar. Como el lunes no será, asumimos la presencia de muebles sin terminar en casa (sin ser lo peor que nos pase). El del frigo, que llamará mañana o pasado, antes de dejarse ver por casa, nos dicen convencidas, y cuando preguntamos si trabaja los domingos dice que no, y yo de verdad me planteo si la lógica aplastante no les pesa: cómo va a llamar pasado mañana si es domingo y no trabaja. “Ah, es verdad”. En caso de que entonces sí, venga el lunes, por supuesto no podrá arreglarlo, sólo lo mirará, y el martes empieza Dewali y todos se irán a celebrar que Rama volvió a su pueblo un día de luna nueva, pondrán sus velas en sus casas… pero no arreglarán frigos. Afortunadamente, nosotras estaremos en la playa y esto volverá a preocuparnos cuando regresemos, bastante más relajadas, espero.

Y a pesar de la desesperanza que hay detrás de cada una de nuestras peticiones, no estamos mal. Asumimos la tardanza, ya contamos con no contar con los plazos, y la paciencia se nos instala en el cuerpo y la mente. Que todo sea cuando tenga que ser, porque no podemos hacer que sea antes. Se ha ido el del agua, revisados todos y cada uno de los grifos (pensamos si hacerle una ovación por ser el único que hace bien su trabajo), vamos a ver si el súper sigue abierto y podemos conseguir algo que cenar.

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De las cosas que nunca se arreglan y más.


El lunes no fue día libre porque me tocó visita a la famosa oficina del registro. Por supuesto, no conseguí acabar y tengo que volver el lunes que viene. Esta vez me acompañó Preeti porque le habían mandado una carta diciéndole que no entendían quién era yo, aunque a Ana no le han puesto trabas, y allí estuvimos con el hombre del despacho de cristales, que nos hizo esperar 15 minutos mientras se tomaba el café y leía el periódico en su jaula transparente, importándole poco que le estuviéramos viendo o no. Me pregunta que cuánto cobro, que por qué tan poco, que quiénes son esas personas de esa escuela que tiene tantas lenguas… no sé si no entiendo, aquí hay gato encerrado, o les gusta verme pasear por allí. A mí y a otra gente, porque vi a un chico al que ya había visto antes, y traía cara de pocos amigos…

Volví a casa, donde el de internet estaba intentando, otra vez, arreglar el router. Tras dos horas en el sofá había llegado a la conclusión de que no funcionaba, y poco más podía hacer, y se fue. El frigorífico sigue parado, y ya han entendido que el electricista no puede arreglarlo, aunque hoy han llamado a otra persona que les ha dicho que en 5 días o así se pasa. El agua no llega hasta nuestro piso si no le das a un botón que nadie quiere decirnos donde está, así que a veces fregamos, nos duchamos, nos lavamos los dientes… y otras no. Y aunque todo esto podía parecer bastante desesperante, y lo es, hemos decidido tomarlo con humor, y nos estamos echando unas risas. La secretaria, que es medio gangosa y chilla cuando habla, es la que más gracia nos está haciendo, por ser también la que más nos desespera. Ayer decidió subirse con el de internet a observarle, porque ella no hace mucho, y cuando se cansó de su cara pasó a ver cómo Ana limpiaba, y después a cotillear mis cuadernos sin que yo estuviera presente. Aunque le pedimos constantemente cosas ella no puede tomar decisiones sin llamar a la jefa, y nos dice que no de entrada a todo, así que estamos totalmente impedidas.

Con este panorama por delante, le dijimos a Isabel que viniera a vernos y a conocer el piso. Trajo Cola Cao de verdad, del auténtico, que huele y supongo que sabe a Cola Cao (y lo comprobaremos cuando tengamos un frigo en el que podamos meter la leche abierta) y creo que jamás podré agradecerle como se merece este gesto tan bonito. Comentamos nuestras vacaciones, que ya habían cambiado tres veces de destino, y como a las playas hippies ya no quedaban plazas, nos vamos a pasar la semana a la otra playa, a la turística, a mezclarnos con gente blanca con dinero que puede permitirse unas vacaciones. No nos importa, aquí no nos íbamos a quedar.

El Palacio de Bangalore.

Tras contarle nuestras aventuras decidimos ir a visitar el Palacio que le da nombre a nuestra calle, otro ejemplo de la actividad del barrio, en el que había una exposición de joyas. La entrada al palacio es un timo para extranjeros, pero los de la puerta nos dan la clave: si conseguimos una tarjeta que nos presente como trabajadoras en el país, nos dejan entrar por ese precio. En cualquier caso, la exposición sale barata y allí entramos a ver el primer puesto y pasear lo demás, porque vista una joya, vistas todas.


Y de ahí al supermercado a buscar cómo sobrevivir sin frigorífico. Esta vez lo hacemos con una receta que Ana se improvisa, con arroz, zanahorias, tofu, curry y leche de coco, que me va a hacer firmar a favor del vegetarianismo profundo en breve (aunque la jefa me ha dicho que si me trae jamón, y eso no se rechaza). También nos metemos en la vida del barrio con otro zumo, sana costumbre callejera que nos acerca a la cultura y a su gente, amigas ya del del súper y del frutero.

Y hoy al colegio. He cambiado de bus y en este se vuelve a crear la incertidumbre tras mi entrada, y luego tras la entrada de cada una de las personas que lo cogen, pero ya podemos cerrar la puerta y me hago amiga de la niña que se sienta a mi lado y me cuenta su vida. Tengo la primera clase pero me salto la segunda porque los niños están ensayando el Annual Day (que es como el festival de Navidad), y doy la tercera en la que están emocionados. La ilusión palpitante en el colegio es la que se siente antes de las vacaciones navideñas, y todo el mundo sonríe y canta y baila o se ensaya una obra de teatro. Yo me emociono, porque además me dan libre hasta el jueves de dentro de dos semanas, y me van a hacer una cuenta en una especie de facebook interno que tienen, en el que el director del colegio es el más enrollado y escribe en los muros de todo el mundo. Paso mis ratos libres con la de francés que me quiere llevar al festival, a comer a su casa, a ver la ciudad… y luego me pone en un rickshaw dirección a mi barrio. Entretenido el viaje, últimamente me dan mucho palique estos conductores que no hablan inglés. Afortunadamente, mañana empezamos las clases de hindi.

En casa vuelve el surrealismo. Hoy Ana me cuenta que les han dado nuestros currículos a los alumnos y nos preguntamos cómo de legal es eso. Internet no funciona de nuevo. El frigo no se sabe si estará para la próxima semana. Y la jefa se ha ido a España. La de abajo no sólo no toma decisiones sino que además retrasa las que ya estaban tomadas, y yo tengo mucho sueño porque ahora cojo el bus a las 6:45 a.m. (hora militar), así que comemos y nos subimos a descansar. La secreataria ha debido llamar a la jefa, que nos ha mandado un email para decirnos que nuestro horario de trabajo implica que estemos siempre abajo, en la escuela, y no nos ha parecido muy normal que en vez de decírnoslo a nosotras tenga que pasar por tantas voces. Planteamos una guerra fría basada en el vacile a la mujer esta, que si no nos deja hacer nada por lo menos nosotras nos echemos unas risas.
Y para acabar con el agobio y la incomprensión, nos hemos ido a dar una vuelta por el barrio, hemos visto un par de pubs, hemos comprado una cerveza en la única tienda donde se venden, y nos la hemos tomado en las escaleras de la puerta de casa, como en los viejos tiempos, mirando el edificio de enfrente en el que vive el aspirante a ministro del estado, lo que explica el continuo goteo de gente y cochazos de lujo. Según nos cuenta Preeti, que nos acompaña esta vez, la política que hace el actual es muy mala, y de todo el dinero que se dedica a arreglar calles, hacer metros u otros menesteres del estado, el gobierno está quedándose con un 90% y no se ven progresos, y aunque este otro probablemente no lo vaya a hacer mejor es posible que salga elegido el año que viene. No sé si me suena esta historia. Cómo es posible que la humanidad caiga siempre en los mismos errores, estando tan lejos unos de otros.

Cenita ligera, vemos Un franco 14 pesetas y nos resulta terriblemente familiar, creemos estar viviendo en la España de los 60, reflejada nuestra historia en cada palabra. Y aquí estoy yo, a punto de irme a la cama, donde ya está Ana (no en la misma, quedan lejos esos días y no ha pasado ni una semana).

 No tenemos internet wireless, pero funciona conectando el cable, así que intentaré darle más ritmo a la subida de entradas al blog. ¡Espero que sigáis ahí!

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Del fracaso de la mudanza y más.


La casa se va estropeando sola, pero nuestra capacidad de supervivencia es asombrosa. No funciona el frigorífico, después de la limpieza exhaustiva, así que se nos pone mala la leche y les damos los restos de comida a los perros callejeros que Ana quiere adoptar. El efímero chorrito de agua que sale del grifo de la cocina ha desaparecido y ahora fregamos en el baño. En el mío, al menos, hay agua caliente. Tenemos una llave para todas (nosotras y coordinadora) que abre el candado de la puerta de abajo, único obstáculo para llegar a nuestra casa. Llega internet pero sólo funciona con cables. Las sillas y las mesas no están de moda. Y a todo nos prometen ponerle solución hoy, mañana, quizá pasado… no parece que haya mucho estrés. A mi clase del sábado iba a venir la jefa una hora pero se le debió olvidar, y también esperábamos al periódico, que iba a venir a las 11, luego a las 12, y finalmente no vino. Es obvio que el ritmo del país es diferente, que el estrés sobra y que no se puede poner fechas o marcar metas, las cosas suceden cuando tienen que suceder, o cuando otro quiere que sucedan.

Así que, obviamente, el viernes tampoco fui a la oficina del registro y aún no puedo hacerme la cuenta del banco, y mis vacaciones penden de un hilo, porque para lo que sí hay que estar atento es para coger un billete que te saque de una ciudad de 9 millones de habitantes en la semana de vacaciones que para ellos se compara a la Navidad. Adonde sí fuimos fue al Spar, a comprar objetos conocidos tales como escobas (de medio lujo, que hemos conseguido que pague la jefa, y es que aquí no usan) y perchas, imposibles de encontrar en otros sitios. Añadimos también una botella de vino para celebrar la  mudanza, que está mejor de lo que su precio prometía, y alimentos no perecederos, que sobrevivan al calor sin frigorífico.

Y ahora Ana trabaja los fines de semana por la tarde. La incompatibilidad de horarios no nos impide hacer planes, así que después quedamos con las chicas de mi residencia anterior, la pirómana y la médica, que nos llevan a comprar ropa fuera de nuestro alcance en una especie de Corte Inglés indio (en el que hay Escada y Body Shop, pero no espuma para el pelo), y al cine. También nos enseñan dónde hay un pub cerca de nuestra casa y les prometemos invitarlas a cenar pasta algún día, porque nunca han probado nadie que la cocine y alucinaban al verme meter espaghettis en agua… pero luego eran capaces de cocinarse sus platos de lentejas indias con mil especias sin pestañear. El cine en inglés siempre me hace olvidar dónde estoy, y cuando encienden las luces no entiendo quiénes son todas esas personas a mi alrededor. Pero nuestras nuevas amigas cumplen y siempre nos desvelan secretos de la ciudad. Es interesante juntarse con gente autóctona, porque te dan la visión no turista de la experiencia y te desvelan secretos y costumbres que para los demás también son enigmas. La mezcla de poder compartir anécdotas con los que las viven y con los que te las explican será lo que nos dé el equilibrio, creo.

Y hoy, cuando Ana salió de trabajar, y después de la acostumbrada merienda que nos salva del bajón que nos da diariamente entre 5 y 6, nos obligamos a salir a un concierto que hay en la Alianza Francesa, a la que se llega caminando desde casa. Nos invita un chico que también da clase en la escuela y que, además de enseñar, se va a presentar al DELE y también estudia francés. Llegamos tarde y el espectáculo es algo bizarro, pero cuando se van los teloneros sale el grupo en cuestión, que fusiona un poco de todo, y él canta en árabe acompañado de un laúd, un acordeón, un cajón y una guitarra. No sabíamos si estábamos en el zoco en Marraquech, debajo de Notre Dame, en una taberna celta o en un concierto ska. Pero les queda perfecto. Me fascina cada sonido que escucho en este país, la capacidad de fusionar melodías, las escalas tan diferentes a las nuestras, cada canto por la calle o la música que sale de coches y tiendas. La riqueza musical es enorme, y creo que será uno de mis principales intereses en la cultura. Aunque ya tenemos profesora de hindi y el idioma puede conquistarme. Es, por fin, uno de esos momentos en los que pienso que es aquí donde debo estar. Que mi mente está con el 15M en el 15O, que me encantaría poder recibir a los que vienen de los Alpes y lo celebrarán por todo lo alto, que leo cada actualización del facebook con verdadera angustia por estar tan lejos, que echo de menos cosas y personas que ni siquiera entraban en mis planes… pero que esto que estoy viviendo y sintiendo está completándome, no sólo por poder ir a un concierto, si no por todo lo demás.

Con Akim
A la salida, vino y queso gratis para todos. Definitivamente será un sitio al que venir a menudo. Los franceses se lo tienen muy bien montado y hacen, además de conciertos, ciclos de cine, teatro… Saludamos a los músicos, nos hacemos la foto de rigor y nos volvemos andando, que cuando hay pocos coches Ana supera su miedo a cruzar la carretera y vivimos más relajadas. Creemos que el barrio, después de esto, puede ser un lugar bastante habitable, a pesar de lo que nos habían dicho.

Y al final no hay momentos de aburrimiento, más bien todo lo contrario… y tengo la maleta sin deshacer, el armario sin lavar, la habitación sin adecuarse al feng shui. Creo que va a ser fácil acostumbrarme al estilo de vida indio, sospecho que se parece bastante al mío y que, como dicen ellos, en alguna de mis vidas ya pasadas estuve por aquí.

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Del bus, la mudanza y más.


El día de la Hispanidad lo pasamos preparando exámenes con la mente puesta en el traslado. Lo celebramos por la noche yendo al pub al que nos dio miedo ir el día que llegó Ana y que Mafalda nos recomendó, y la cerveza no estaba a precio de oro pero la comida picaba más de lo esperado (y eso que ya me estoy acostumbrando, porque el concepto no-picante es desconocido para ellos). Aún así la terraza nos pareció muy mona y casi ya ni notamos el ruido de la carretera.

Hoy tocaba colegio. A las 7 vuelvo al mismo sitio en el que me dejaron plantada el martes y, ahora sí, aparece el bus del colegio, con su nombre escrito encima de la pintura amarilla. Espero a que se pare delante de mí, pero no parece tener intención ni de pararse ni de acercarse, así que me adelanto a la mitad de la carretera donde estaba ralentizando su paso y me subo en marcha cuando ya todo el mundo me miraba, supongo que por no haber subido antes, intrigados por mi espera, desconociendo que de donde yo vengo los autobuses van hasta la acera y paran hasta que todo el mundo está dentro, o fuera. Lo mínimo que se espera de un conductor de autobús amarillo escolar es un colega enrollado que diga: “Aprisa pequeño Jimmy” (dedicado a mis amigos los fans de monólogos) o alguien parecido al de los Simpson, pero este es un viejete con barba blanca y gorrito del mismo color que ni siquiera contesta a mi saludo. Pero es que yo entro y digo “Hi!” porque me creo muy maja, y allí no contesta nadie. Ante tanto rechazo me siento en la única fila en la que aún está vacía y al medio minuto entiendo que esto se debe a que está justo detrás de la puerta, y ésta no cierra. Así que nada de escapar de la contaminación a la que nos tienen expuestos los rickshaws. El autobús va pasando por barrios más o menos pijos (no trabajo en un colegio para pobres) en la escala de pijismo india, que no se parece en absoluto a la conocida. Según van subiendo niños aumenta el desconcierto ante esta nueva persona y los cuchicheos se hacen evidentes. Alguien debería comentarles seriamente que la gente blanca y la gente nueva, ambas, no son de entrada sordas ni tontas. Hasta que entra una mujer y las niñas de mi lado se lanzan a preguntarle quién soy. Ésta, más entrañable, me pregunta si soy estudiante o profesora (cuánto encanto) y contesto que la segunda y de español. Así solucionadas las dudas comienza un debate sobre las palabras y personas españolas que conoce cada uno. Luego entra otra mujer que es la de francés, y ahí todo va más fluido.

La de francés me guía por el colegio. Me enseña la sala de profesores, el horario (del que ella tampoco se entera mucho) y me dice que tenemos que compartir clase porque los niños a los que enseñamos están en el mismo curso pero han elegido diferentes optativas. Yo ya no juzgo y me planteo cómo voy a dar una clase en la misma aula en la que se está dando otro idioma, pero al final mis alumnos consiguen un hueco en la biblioteca, y otras clases diferentes. A los primeros ya les conocía, siguen avanzando; los segundos tienen una pequeña base de español y resultan encantadores y graciosos (durante el desarrollo de la clase se me unen dos, que a mitad de francés han decidido que preferían esta mía), y los terceros son tres novatos con ganas de aprender. La diferencia con mi última experiencia en un colegio es abismal: éste está lleno de profesores sonrientes, las clases modestas pero bien preparadas, el ambiente inmejorable. Comparo y esto le da mil vueltas a lo que estaba haciendo el año pasado en un sitio exactamente igual, y me alegro de no haber renunciado drásticamente como pensaba hacer al principio.

Acaba mi clase a la 1 pero el bus no sale hasta las 3, y la de francés me dice que no me espere, que ella me ayuda a volver. Me enseña el camino hasta la parada del bus urbano y me dice nombres que no voy a conseguir recordar sola, pero está muy contenta de poder hacer cosas conmigo, dice que le voy a ayudar a mejorar su inglés porque si no no puede practicarlo, me cuenta su vida y la de sus hijos, e intercambiamos móviles. Nos subimos en el bus, que puedo utilizar si alguna vez siento la falta de contacto humano porque allí sobra, y damos unas vueltas por la ciudad explicándome ella, muy amable, cada sitio por el que vamos, como si yo entendiera lo que me está diciendo. Bajamos en una parada, me acompaña al rickshaw, me deja en casa, y me dice que el próximo día me vuelve a acompañar porque yo no voy a volver a vivir ahí, y no entiendo por qué me aprendo caminos que no necesito. Bueno, he hecho una amiga muy maja, eso sí.

En la puerta me encuentro a Mafalda, que también se muda, a un sitio cerca del nuestro, por cierto, con las maletas en la puerta. Me extraño, porque se iba a mudar ayer, y me cuenta que alguien le dijo que era muy malo hacer esas cosas con luna llena así que por eso se muda hoy. Entre las lunas, los días de suerte de cada persona, y lo que te impone la cultura, conseguir hacer algo en este país es un qué apostamos. Yo lo que puedo aportar es que el número 13 era aquello de que se fueron unos cuantos a cenar y acabaron matando al que invitaba, pero si nos ponemos cristianas no nos mudamos hasta Navidad. Sale Ana y decidimos irnos a comer las tres a un restaurante muy majo y barato de la zona, que es una pena que empecemos a conocer ahora. A las 4 estaba el taxista esperándonos (hoy no nos han dejado el coche de la jefa). Es una odisea meter las dos maletas en un coche sin maletero, así que sube una a la baca y pone una cuerdecilla alrededor del asa, lo que nos tranquiliza bastante poco, y la otra al asiento del copiloto, impidiéndole el cambio de marcha. Como tampoco lleva retrovisores el viaje se nos hace eterno porque vemos varios riesgos, pero ya poco importan estas pequeñas aventuras del día a día.

Llegamos a la escuela, a casa. Nos suben las maletas y antes de empezar a instalarnos pedimos el camino al súper porque no tenemos nada, y aún no ha llegado la cocina. Como cada favor que pides aquí no puede ser hecho sin la bendición de la jefa, tardamos el resto de la tarde en convencer a la coordinadora de que nos dejara a la criada, y mientras tanto íbamos proponiéndole otras cosas que veíamos necesarias y que creíamos que ella podía solucionar, siendo conscientes de que lo grande hay que pedírselo a Umita, si viene mañana. Al final nos llevan cuando cierra la escuela. El camino es algo peligroso, pero la calle está llena de tiendecillas, de bares de esos suyos en los que comen de pie en la calle, fruta, zumos (dedicado a la que quiere uno de granada: te lo debía, y aquí saldaré mi deuda), zapateros y sastres, y finalmente un supermercado pequeño pero con muchas cosas. Compramos básicamente productos de limpieza y algo para cenar sin cocinar. Es aquí donde sí, por fin, veo Nesquik, y tienen el de fresa a precio de oro, y el de chocolate en el que luce orgullosa la etiqueta: 17 tazas, 4 euros. No hay nada que hacer, nos volvemos a casa.

Limpieza a fondo de frigorífico y baños, porque lo demás tendrá que ser mañana, y nos sentamos en nuestros sofás a tomar nuestra primera cena, para la que hemos comprado dulces de Diwali (una especie de Navidad hindú que empieza en una semana) y echamos de menos una mesa, que parece ser que no entra en las costumbres indias. Aunque si dicen que cuanto más tienes más quieres, también puedo decir que cuánto menos tienes menos necesitas. Me doy cuenta de la cantidad de cosas innecesarias que acumulo, de cuántas cosas puedo prescindir y mantengo inútilmente. Ana me está enseñando a ser ecológica y ahorradora, y hemos comprado un jabón muy barato que debe contaminar muy poco (aunque a mí me da bastante asco, en principio). De mi maleta sobra la mitad, y lo realmente necesario me lo dejé allí. Aprendo lo que es útil y lo que no, y es, de nuevo, una lección que no se puede aprender de los demás. Sin duda esta experiencia me enseñará muchas cosas, y puede que empiece a ser más práctica.

Acaba la noche con una charla de dos horas, a falta de tele e internet (que tampoco usamos mucho desde que estamos juntas), en el salón porque nos da pereza bajar a las escaleras de la calle a recuperar nuestra tradición de la residencia y conocer a los nuevos vecinos. Mañana vuelvo al registro, a ver si me lo solucionan, me puedo abrir una cuenta en el banco, me pagan, y me puedo ir de vacaciones.

Escribo hoy desde mi tercera cama en la india, esperando que sea la definitiva, en una habitación grande con cortinas azules, una pizarra de rotuladores, un armario que huele a nuevo, baño propio (con ducha india) y un silencio que se rompe de vez en cuando al paso del tren, aunque las vías las tapa un árbol enorme con flores rosas. La diferencia con las tres semanas anteriores es abismal.

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De buenas noticias y más.


Llegué a diez minutos antes de las 7, porque todavía no sé cómo es eso de los buses y si la puntualidad es inglesa también, y esperé esos 10 minutos y media hora más. Ante el abandono llamé a la jefa, que no parecía muy contenta, y me dijo que me volviera a casa. Llega un momento en el que estas cosas se hacen normales, pero lo de las 7 de la mañana no me acaba de parecer decente.

A las 8 me llamó para decirme que a y media me vendría a buscar alguien en coche, y a las 9 se presentó el director del colegio. El hombre es extremadamente simpático, casado con una americana utiliza el acento inglés conocido en el resto del mundo, y nos hacemos amigos durante el camino. Me da consejos de supervivencia, me ayuda a buscar puntos de referencia para no perderme, me habla del capitalismo creciente y de lo poco que valen las vidas ajenas, me enseña el código de pitidos por el que se rige el tráfico, y me comenta que conoce a dos chicas españolas y una francesa que viven por nuestra zona, y que nos invitará a su próxima fiesta para que las conozcamos. A este paso voy a tener más vida social aquí que en Salamanca.

El colegio es estupendo. La gente simpática y sonriente, los niños (sólo dos, de momento) interesados en el español y aplicados hasta el punto de pedirme libros para leer, las clases tienen pizarra de tizas pero hay 20 ordenadores disponibles por si queremos escuchar canciones o conectarnos a internet, siempre alguien te ofrece un té y la de francés me dice que qué tal llevo el idioma, aunque la tengo que decepcionar porque vagamente recuerdo alguna palabra. Todavía hoy no me he quedado a comer, pero el jueves ya hago la jornada completa y usaré el bus y el comedor del colegio.

A la vuelta, todo grandes noticias. Nada más entrar veo a unos hombres subir nuestros armarios a las habitaciones, que luego miraríamos y nos parecerían estupendos, junto con las jarras de cerveza y cuencos que también nos han traído (sobras de la casa de Umita, sospechamos sin que nos importe en exceso). Después confirmo lo de las vacaciones, que no van a ser los 4 días que pensaba, si no una semana, así que ya empezamos a buscar en internet buses, alojamientos y sitios que ver. Encontramos playas en Goa y Gokarna, las primeras conocidas por su fiesta y turismo, las segundas por su tranquilidad y hipismo, y decidimos ir a las dos porque tenemos testimonios a favor de ambas.

Acabamos la tarde trabajando en los exámenes que tenemos que tener terminados antes de las vacaciones, condición justa que no nos parece terrible, porque se trabaja mucho mejor pensando en la playa, y mejor aún haciéndolo juntas. No sé si es más rápido, pero sí más entretenido, y aunque se supone que cada una tiene un nivel diferente sobre el que trabajar, hemos decidido juntarlos.

Ya en casa toca relax. En la tele echan Siete años en el Tibet y parece dedicada a nosotras. La espiritualidad y la paz que se respira en las películas o al mirar cada templo me hace pensar en lo lejos que voy a llegar en este viaje, porque se viven las sensaciones de una manera mucho más fuerte ahora, que ya he superado la parte superficial de lo que me afectaba al principio. Ya no importan el ruido, el tráfico, la multitud; ahora me fijo en los colores, en las personas individuales, en qué hay detrás de cada uno. Ayuda cada conversación con la jefa, que posee la sabiduría de un pueblo de historia itinerante, perseguido y disgregado durante años, ella puede estar contando historias durante horas y que cada palabra suya nos ayuda a comprender mejor lo que nos rodea y a vivir dentro de un cuento que siempre me hubiera parecido lejano.

Llama Isabel para decir que es posible que se apunte al plan y que, en cualquier caso, ella nos ayuda a prepararlo. Después llaman mis compañeras de la primera residencia para decirme que hace mucho que no las voy a ver y que aún tienen mucho que enseñarme, que tenemos que quedar un sábado, que mantengamos el contacto. Y luego Mafalda se pasa a vernos. Ella también se va a mudar. Hablamos de nuestras intenciones de viaje y da un punto a favor de Gokarna (la playa hippy) y nos dice que en vez de Goa, visitemos Hampi, ciudad al norte llena de templos y bazares (y probablemente monos y elefantes, también). Nos parece un gran plan, y consultamos la guía para centrarnos. Aunque cada plan y cada recomendación suenan perfectos y no nos queremos perder nada.

Así que con tanta visita y llamada, con tanto interés y tanto plan, aquella soledad de las dos primeras semanas me parece tan lejana que es como si no hubiera existido. Y no ha pasado ni un mes pero me parece llevar años aquí. Sin duda, el tiempo pasa de otra manera en este país.

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Del concierto, Commercial Street y más.


El sábado es día de trabajo. Es, por supuesto, cuando más horas tengo así que me meto en mi clase y me doy las tres y media primeras. Cuando salgo está la jefa, y quiero introducir el tema de las vacaciones y el dinero pero es imposible, porque se enrolla, cada pregunta es contestada con mil anécdotas y antes de que puedas preguntar algo nuevo se va. La noticia es que, obviamente, no nos mudamos el lunes, por alguna otra razón inventada de repente (como las que llevan dándome tres semanas y a las que ya me he acostumbrado, aunque Ana entra en cólera –del que, por cierto, no se ha vacunado, y a ella le han pinchado de tres cosas más que a mí… algo falla en nuestro sistema sanitario-) y el siguiente día para hacerlo tiene que ser, como muy pronto, el día del dios de la otra codirectora del centro, que es el jueves. Es decir, que si nos lo retrasan más sería hasta el siguiente lunes, y así sucesivamente. No sé a quién exactamente tengo que decirle que si nos vamos a tomar tan en serio esto de los dioses, el mío nos obliga a descansar los domingos y a mí me han puesto tres horitas de clase.

Me doy la hora y media que me queda y cuando salgo la jefa ya ha desaparecido. Intento que me den por escrito qué días trabajo, cuáles no, y si me puedo coger vacaciones. Me lo escribe la buena mujer con el único dedo con el que sabe usar el teclado (lo que hace que tarde media hora) y me dice que libro cuatro días a final de octubre seguros (que serán más, probablemente), pero que si quiero salir de la ciudad es obvio que tengo que decírselo a Umita, que no se me ocurra usar mis días libres para hacer algo sin consultarle a ella primero. De todas maneras tenía que comentarle lo del resto de la semana y mencionarle que si no me paga no voy a poder ir a ningún lado, pero que me tenga que decir si puedo irme o no cuando no tengo clase me parece, de nuevo, una manera innecesaria de alargar decisiones que podía estar tomando ya. No entiendo muy bien este sistema (aunque me recomiendan armarme de paciencia y acostumbrarme a la pachorra cultural).

Mafalda nos escribe para decirnos que si nos apuntamos a un concierto, y no dudamos. Cogemos el rickshaw admirando a esta mujer que en seis años que lleva en la India sabe ya cómo manejar a los timadores, y nos convencemos de la necesidad de aprender hindi, porque es la única manera de que no te tomen el pelo, o de que te lo tomen menos. El concierto es benéfico, en un auditorio de un hospital. Como ya nada me impacta, diré que me parece gracioso que los hospitales tengan a la entrada, en el suelo, esos hierros que cruzamos haciendo equilibrios a la entrada de los campamentos, que allí sirven para que las vacas no se vayan a los campos vecinos y aquí, supongo, para que no metan bichos en el único terreno no infectado de la ciudad (quiero pensar que los hospitales están desinfectados).

Grupo de Bangalore
En el concierto, tres grupos de fusión. El primero más tradicional, con sus vestidos y melodías que a mí me recordaban a veces a Héroes del Silencio. El segundo canta mantras con una base rockera, dando lugar a una increíble música de alta calidad como hacía tiempo no escuchaba, con dos baterías impresionantes y un cantante bien entrenado. Los terceros tocan un hindi-pop, liderados por un showman con miles de seguidores que consigue poner al público en pie y hacernos cantar en kannada, y luego descubrimos que hacen las bandas sonoras de algunas de las películas de Bollywood, de ahí su fama. Conocemos a otra española y una mejicana, amigas de Mafalda, que están aquí trabajando en dos empresas diferentes, pero con sueldo español. Y sí, eso es vida. Nos dicen que nos pagan una miseria y que estamos explotadas, pero nadie se ha hecho rico siendo profesor de español. Aún así nos recomiendan buscar colegios internacionales, donde dicen que el sueldo es internacional, también.

A la salida, los pitidos rompen el hechizo de las melodías indias y la contaminación acaba con la magia de las luces de colores, pero nos recuperamos al montar las cinco en el rickshaw, con todo el riesgo que eso supone. Ellas, experimentadas, consiguen un buen precio y nos subimos unas encima de otras hacia un restaurante que conocen. Allí confirmo mi incipiente vegetarianismo anteponiendo unos champiñones con espinacas a la posible única oportunidad de encontrar ternera en algún sitio, pero estoy hasta orgullosa de mi decisión. Nos hablan de su estilo de vida aquí, de sus fiestas (a las que estamos invitadas), sus viajes y sus casas con bañera. Estamos en otra escala social, está claro, pero saber que hay vida más allá de la escuela y el barrio nos reconforta.

Ayer también había trabajo. Menos horas, eso sí, y a la 1 ya había acabado. Quedamos para comer con Isabel, que nos lleva a un restaurante más internacional, donde hay gente blanca y puedo comer una hamburguesa real (lo siento, no me ha durado mucho el vegetarianismo), y luego nos tomamos un zumo en la calle, barato y rico, podemos apuntar para repetir. Allí se nos para otro español al oírnos hablar, y éste nos dice que en la empresa para la que él trabaja suelen necesitar traducciones y que le vendríamos muy bien, que si nos interesa. Intercambiamos emails, y como sigamos así vamos a conocer a toda la comunidad española de la ciudad y vamos a trabajar en 20 sitios diferentes.

La tarde la pasamos de compras por Commercial Street, de tienda en tienda refugiándonos de la lluvia, y encontramos faldas baratas que nos libren del calor de los vaqueros, y Ana se compra dos camisas y calma así su obsesión por la ropa india. Luego quedamos para tomar un café con las dos amigas de Mafalda y nos duró tres horas de conversación y descubrimientos, guía en mano. Ellas nos aconsejan las playas de Goa, que Isabel ve más turísticas y caras, y volvemos a lo que ya sabíamos: todo lo tenemos que experimentar nosotras, porque siempre hay dos versiones de la misma historia, y cuando dicen que hace frío estamos a 30 grados, y cuando estamos en fiesta se trabaja, y vete tú a saber qué playa nos gustará más a nosotras. Así que prepararemos la semana como podamos, y veremos qué sale de nuestro primer viaje. Lo bueno es que sí hay Decathlon aquí, que es más barato que en España, y que eso nos solucionará, al menos, el saco de dormir que por supuesto tampoco se me ocurrió, en ningún momento, traer.

Y hoy es lunes, pero llueve y no puedo ir ni al súper. Ana trabaja, porque no libramos el mismo día, y me acaban de llamar para decirme que mañana empiezo a las 7 de la mañana, y eso deja de tener gracia. Al menos la luz ya la han cortado y no creo que vuelvan a hacerlo, aunque igual se ha ido sola porque ha pasado a la vez que un trueno me destrozaba los tímpanos.

Cada día avanzamos, a veces para bien y otras no, pero hacemos progresos. Nos vamos soltando, hemos perdido miedos y yo me voy acostumbrando al estilo de vida, a las calles. Ya me sitúo y sé ir andando de la residencia al centro, y la compañía me ha dado energía y positivismo. Esperemos estar el jueves en casa.

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Del renacimiento, el Lalbagh, y más.


Tengo una vida nueva.

Ana llegó la madrugada del martes al miércoles, perdida y alucinada, superada la fase del miedo a no encontrar a nadie en el aeropuerto y de ser acosada por taxistas y otros conductores. Intercambiamos impresiones y dormimos. Y al día siguiente yo me fui a trabajar.

Allí nos encontramos, en la escuela. Le enseñé lo que sabía, le mostré nuestra futura casa, a la que también quería mudarse ya, y poco más, porque poco más había que hacer. La escuela cerró pronto porque al día siguiente era fiesta y nos volvimos a casa. Comimos (una cosa sin carne que había comprado antes, y es que sí, Ana es vegetariana de las auténticas, de las que no comen leche y huevos o queso sólo cuando es necesario) y salimos a ver el barrio, que se traduce en ir al supermercado e introducirla en la apasionante técnica del cruce de carreteras, peligrosa aventura del día a día indio. Ahí me doy cuenta de mi avanzado nivel en la supervivencia en esta ciudad, ahora soy yo la que protege, la que indica y la que cuenta historias que parece que ha sabido siempre.

Ana trae ganas de cerveza, pasión por la ropa india, chocolate y una guía que ya ha empezado a abrirnos camino en la ciudad. Ante tanta revelación y con una emoción extrema por poder intercambiar impresiones, salimos a cenar, encontramos un chino cerca de casa que resulta toda una experiencia y no bebemos cerveza porque no es algo común en los restaurantes de la ciudad. Así que decidimos probar el pub del barrio pero está lleno de hombres y lo dejamos para otro día, y pasamos a sentarnos a la puerta de nuestra nueva residencia, a ver la vida pasar, los indios pasar, los coches pasar, las motos, los triciclos, los perros… no es una calle llena de emoción, pero nos da el aire y nos vamos poniendo al día de nuestras vidas.

Lalbagh Park
El jueves era fiesta y los templos se llenaron de luces. Quedamos con Isabel para conocer el parque del que tanto me ha hablado y que el monzón nos impidió visitar. Comimos, ahora sí, en un indio auténtico, recomendado en la guía, que nos dio por fin una visión real de cómo es la comida aquí, aunque pedimos sin picante, y por fin pude comer pollo (aunque la salsa la elegí a dedo, ya que no entendía ninguna otra palabra) y naan, lo único que comparten los menús indios de España con estos. Del resto de cosas que me gustaban allí no he encontrado nada. Aunque dicen que la comida del norte y la del sur es muy diferente, quizá la que comemos allí sea de otra zona. En cualquier caso, el restaurante nos encantó y la experiencia también.


Monos, que no ladrones.
El Lalbagh es gigante y estaba lleno de gente, porque era fiesta. Nada más entrar nos preguntan si pueden sacarnos fotos (no, la exclusiva de la primera visita al parque la tiene ¡Hola! …), y el resto ya nos las hacen sin preguntar. Una mujer, incluso, se acerca a darnos la mano y a comprobar, supongo, que no somos un holograma. Ya me he acostumbrado a ver gente, a los pitidos, a la contaminación… creo que no podré asumir ser un bicho raro, sentirme siempre observada. Paseamos el parque entero, vimos monos grandes y pequeños pero no nos atacaron ni intentaron robarnos nada, y nos llamaron más la atención unas pequeñas ranas que había en la hierba, haciendo que todo el mundo que estaba sacando fotos a los macacos pasara a rodearnos intrigados al vernos mirar al suelo. Después de crear tanta expectación, seguimos nuestro camino hacia el lago, grande y refrescante pero poco cuidado, con esa costumbre india de no apreciar del todo lo que tienen, y nos sentamos a leer la guía y planear viajes y vacaciones. Isabel nos habla de las ciudades del norte, llenas de monumentos y maravillas, y de la costa suroeste, con sus canales y arrozales, ambos destinos navideños. También de las playas hippies paradisiacas a las que intentaremos ir a finales de mes, en la fiesta de la luz. Nos cambia la actitud, y nos urge pedir las vacaciones y el sueldo, porque hay tantas, tantas, tantas cosas que ver en el sur del país… El resto son castillos en el aire: extensiones de visado para poder saltar a Tailandia, tan cerca de aquí, poder viajar de mochileras en una ruta que pase por Sri Lanka, Nepal, Delhi … y no sabemos, dependerá de lo que hayamos ahorrado de aquí a agosto. Es un primer plan, por qué no.

El lago del parque.
La búsqueda de cerveza resulta inútil, los días de fiesta, al revés que en España, la venta de alcohol está prohibida porque calculan que habrá mucha gente queriendo consumirlo, así que en el supermercado la sección de bebidas está tapada y el pub cerrado.

El viernes volví al registro, porque tenía que hacerlo a los 15 días de haber ido por primera vez, y después de esperar me dijeron que volviera a la semana. Regresé a la escuela y Ana me dio la gran noticia: nos mudamos el lunes. Ante nuestras continuas y desesperadas lágrimas por la incomodidad, suciedad e inanición que nos provoca la residencia (bueno, yo aquí estoy bien, a Ana no le gusta mucho… pero es porque no estuvo en la anterior) nos han concedido la mudanza, pero la casa no está acabada. Ana insistió en que a ella, que no ha sacado la ropa de la maleta porque la habitación le da asco, no le preocupa la falta de armarios en el nuevo piso y que no importa que no haya cocina, porque aquí tampoco estamos cocinando. Así que nos dicen que de acuerdo, que cuanto antes, pero que no nos mudamos ya mismo porque aquí, según el dios al que siga cada uno, hay un día para empezar lo que haces y tener éxito en ello, y el de nuestra jefa es el lunes, así que ese será el día del traslado. Para celebrarlo nos llevan a elegir nuestros armarios y el microondas, pero viene Aekta, y nos los enseña, nos pregunta, y le da igual lo que le contestemos porque hace lo que quiere. Bueno, no lo que quiere, ella pregunta y no puede tomar decisiones, porque es Umita, la jefa, la que tiene que hacerlo, así que ve unos cuantos armarios, coge unas cuantas tarjetas, compara unos cuantos microondas, hace unas cuantas llamadas (nos planteamos si tendrá ella de esto en casa o por qué duda tanto) y no compra nada pero lo tiene todo apuntado. Y digo yo si no sería más fácil que la persona que sí puede tomar decisiones fuera la que viera y eligiera, en vez de tener a los subordinados paseándose la ciudad sin poder hacer nada sin su bendición. Me empieza a poner un poco nerviosa esta costumbre, ralentiza las cosas y no soluciona nuestras dudas o necesidades, sólo las aplaza hasta que alguien sí pueda decidir, y esa persona normalmente viene una vez por semana o está demasiado ocupada para ayudarnos. Ante esta situación tiendo a actuar sin preguntar pero me cortan y no podemos dar un paso si antes no ha sido reflexionado, decidido y ordenado por alguien superior, así que no puedo comprar un móvil (ya me han dado la tarjeta, y de momento estoy usando el español. Igual lo mantengo), y no puedo abrirme una cuenta del banco hasta que otra persona no lo vea necesario.

Ese día comimos en un indio profundo, de los de comer con las manos y en los que no te pueden quitar el picante, y fue toda una experiencia. No nos atrevimos con las manos así que usamos la cuchara de servir, y yo elegí lo menos picante del plato, sintiendo aún así el fuego en la boca, pero cada día lo llevo mejor y cada día somos un poquito más indias.

Encontramos cerveza en el súper, al fin, y nos sentamos a cenar a la puerta de casa, que ya es una costumbre, aunque yo enseguida sustituí la bebida por el Cola Cao (he encontrado uno que sabe a chocolate, aunque sigue siendo raro) porque estaba incubando alguna enfermedad, aunque creemos que puede ser que la lluvia me dé alergia, porque sólo moqueo cuando hay tormenta. Allí estábamos, cerveza y Cola Cao en mano, haciendo migas con el de seguridad (que da poca, por cierto), comentando la noticia de actualidad en el edificio, que es que han hecho un video con un móvil a una chica cuando se estaba duchando (y ahora nos obligan a cerrar la puerta cuando nos sentamos en la escalera, porque a las chinas de arriba les parece que es eso lo que ha traído a los delincuentes mirones), cuando cruza la verja una que nos saluda con un feliz “¡Hola!” y a la que no sabemos qué responder, en total estado de shock. Se ríe, entra, nos dice que se llama Mafalda, y ya la ubico, porque Preeti me habló de ella y de su intención de contactar conmigo ahora que tengo teléfono. Ella estuvo trabajando en IFLaC el año pasado durante 6 meses y ahora ha vuelto a Bangalore a estudiar danza, que es lo que ella hace, porque decidió que esta ciudad es para vivirla sin tener trabajo (o al menos este, que te tiene ocupada fines de semana y las vacaciones son un lujo escaso). Y a pesar de ser una ciudad de no sé cuántos kilómetros y nueve millones de habitantes resulta que ella está viviendo en nuestra misma residencia, en el piso de arriba. Se queda hablando con nosotras y después se sube a su casa, previo intercambio de teléfonos.

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Del cambio de residencia y más.


A veces pienso cosas que no entiendo cómo no os he contado aún, y luego se me olvidan delante del ordenador. Igual empiezo a anotarlas sobre la marcha, asumiendo el toque bohemio que eso me va a dar. Y sí, también tengo que empezar a sacar fotos, aunque será difícil decidir qué dejo fuera y qué no.

Hoy he vuelto al colegio. Aprovecho estos viajes en coche para hablar con la jefa, a la que no veo el resto del tiempo, y preguntarle las cosas que me intranquilizan. En la conversación de esta mañana he hecho referencia a Ana y creo que a ella se le había olvidado ultimar los preparativos, o dar las órdenes oportunas. También he repetido lo de mi teléfono y que me confirme la fecha de la mudanza. Y en estas hemos llegado al colegio.

Estaba totalmente desierto, y es que los niños están de vacaciones, pero he tenido dos alumnos. Un chico y una chica que, conscientes de su bajo nivel de español a pesar de haber estudiado dos años, han decidido asistir a las clases por encima de las vacaciones. No he podido salir del impacto, aún no me lo creo. Recupero el gusto por las clases a niños, me llenan más que las que doy a adultos, sensación esta que había perdido en Portugal y vuelve a mí ante niños que todavía respetan y que tienen ganas de aprender, que ponen interés, que saben divertirse sin hacer el mal, que disfrutan y saben lo útil que puede ser esto que están aprendiendo en su futuro. Niños que hablan, sin excepción, un mínimo de cuatro lenguas y se plantean si elegir una quinta. Al acabar la clase me ofrecen un té (benditas colonias inglesas, con sus mismas tradiciones y sabores) y me quedo hablando con ellos, que no quieren dejarme sola.

La vuelta la hago ya sin la jefa, en el mismo coche con abejas que me sacó del aeropuerto el primer día, y observo esta nueva parte de la ciudad más atentamente. Ya me he acostumbrado a la falta de aceras, al tráfico (que se sobrelleva mucho mejor desde un vehículo cerrado que desde el triciclo), a la gente por la calle, a la deconstrucción de la ciudad, a las vacas, las cabras, los bueyes… no me acostumbro a la pobreza. Me impresiona la cantidad de gente tirada, enferma o pidiendo en las carreteras a los cochazos. En este barrio además, se pueden ver chabolas y tiendas de campaña, cobertizos que sirven de vivienda. Y aún así la ciudad no da una sensación decadente, todo lo contrario: luchan por seguir, se ven los progresos, se respira un optimismo enfocado a la evolución.

Llego a la escuela y me dan la noticia: me mudo. No a la casa, si no a otra residencia, porque Ana llega esta noche y así podremos estar las dos juntas. Me pregunto si a nadie se le había ocurrido comentármelo antes, porque en 15 días mi expansión por la media habitación que me tocaba ha sido inevitable. Y me dan, también, la tarjeta del móvil, sin explicarme ni cómo funciona, ni cómo voy a pagarla, ni darme un aparato en el que meterla. Y en esto llega Preeti, la de la moto, y la única que parece saber cómo se solucionan los problemas sin andarse por las ramas o posponiendo decisiones, y me dice que cuándo libro, que el viernes ella me acompaña, me compra un móvil, me abre una cuenta en el banco y lo dejamos solucionado, y mañana me pone internet en el ordenador. Esta chica es una maravilla.

Así que me monto en el coche de la abeja, vuelvo a la residencia, hago la maleta, recojo las mil cosas que tengo por la habitación, le dejo una nota a Sri y hasta me da un poco de pena, porque lo suyo hubiera sido despedirnos en directo, pero no queda otra, y me voy. A la calle de al lado. No entiendo, de verdad, porque nadie me explica nunca nada. Así que me instalo con la seguridad de seguir conociendo el barrio, en una habitación con un porcentaje bastante inferior de insectos (he visto una mosca, creo), más pequeñita pero con más luz, y animada porque la cama de al lado la va a ocupar Ana, que vendrá, supongo, dormida y desconcertada como llegué yo. Aquí la ventana también da a la calle pero a una mucho menos ruidosa (aunque como no estoy lejos del otro sitio, oigo los pitidos desde aquí), así que hoy igual duermo y consigo tranquilizar mi estado de alerta.
Más optimista, más animada, más segura. Dos semanas, ya.

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De MG Road y más.


La rutina se ha apoderado de los días. Me levanto, veo cuánta ceniza queda en la ducha, me voy a la escuela, trabajo algo, miro facebook y hablo con todos los que aún estáis interesados en lo que ya se os ha hecho rutina a vosotros también, pasa el tiempo, me preparo alguna clase, pasa el tiempo y vuelvo a casa. Poco que contar, porque poco que hacer.

Hoy, sin embargo, quedé con Isabel. En el Hard Rock Café de MG Road, para homenajear a Ghandi en el día de su cumpleaños y fiesta nacional (para todos menos para mí), pero fuimos a comer a un restaurante tibetano más barato. Isabel me enseña lo que conoce de la ciudad, los sitios que ella disfruta. Con algo llamado momos nos ponemos al día e ingiero un poquito de pollo que estropea mi dieta vegetariana (aunque no sabe mucho a carne, sabe más a pasta), y después me lleva a una librería gigante en la que todo está lo suficientemente desordenado como para ir y echar allí la tarde si no tienes nada mejor que hacer… y me parece un planazo a tener en cuenta en el futuro. Hablamos de la posibilidad de apuntarnos a inglés o a yoga. Me compro un libro de una australiana que se viene a vivir a la India, porque me lo recomienda para la situación. Y de ahí a otra librería, esta de segunda mano, más pequeña, pero con mucho encanto, y a la salida empieza a chispear, así que cogemos un triciclo hacia algún centro comercial.

Por el camino llega el monzón. La lluvia se hace increíblemente exagerada y las carreteras se convierten en ríos (porque creo que sobra decir, pero por si a alguien no se le ha ocurrido, que aquí no hay sistema de alcantarillado), y los triciclos no tienen paredes, así que nos calamos enteras y comenta ella que es un día de cola cao bajo la manta, a lo que contesto que prefiero estar allí con ella con el agua en los huesos que volver al sitio en el que vivo… se hace inminente el cambio, hay que mantener la esperanza.

Llegamos al centro comercial, y está abarrotado. Lo que tampoco es una sorpresa porque aquí hay gente en todas partes. Quizá lo que diferencia éste de los centros comerciales del mundo es que han llevado a él su parsimonia natural, y mientras que en otros la gente pasea de tienda en tienda, se para en restaurantes, o compra entradas de cine, aquí están sentados, se asoman a las barandillas para ver qué pasa en el piso de abajo y ven la vida pasar. No hay estrés, no hay un consumismo exagerado, simplemente están, como están fuera, como están en las calles, en las carreteras, en los parques, en los restaurantes, a las puertas de las casas. No hace falta hacer nada, con estar vale. Nosotras damos una vuelta mirando los saris que no vamos a comprar, nos tomamos un helado sorprendentemente bueno (al que llegamos por el olor) y entramos al cine a ver Crazy Stupid Love, que resulta ser bastante menos decepcionante de lo que el título promete y nos echamos unas risas y  me deja con la sensación de haber visto una buena peli. No me juzguéis, no se puede elegir película aquí: sólo puedes ir a la que está en inglés; el hindi y el kannada no los domino todavía.

La salida del cine es como volver a la realidad en la que se me olvida que vivo. La cantidad de gente me impresiona, se me olvida, e Isabel me dice que a ella lo que más le asombra cada vez que vuelve a Castellón es ver las calles casi vacías (que, supongo, no lo están, serán normales), como el americano me dijo que lo que a él le extrañaba era ver tanto blanco cuando volvía a casa. Me preparo para lo que voy a sentir en agosto, sin tener muy claro que vaya a ser posible acostumbrarme a esto, o al ruido que me sigue aturdiendo cada vez que salimos a la calle, o a través de las ventanas, o en los viajes de un lado a otro… a esa sensación de estar constantemente alerta por estar recibiendo siempre estímulos.

Cada una coge su triciclo de vuelta y aquí estoy otra vez. Hoy Sri no duerme aquí así que veré la tele y me levantaré tarde en mi día libre, que será de habitación y escapada al súper como muy lejos, porque la lluvia pilla de repente y no conviene estar en la calle. Me dijeron que es el monzón lo que trae los mosquitos que me acribillan cada noche y me compré uno de esos repelentes que pones en el enchufe y que no hizo nada, porque al día siguiente estaba llena de picaduras otra vez (por no mencionar que encima veo al bicho que me las provoca, sé quién es, sé que aspecto tiene), así que he pasado a echarme el repelente de la malaria. Funciona, anoche no me picaron, pero espero poder comprarme uno más suave. Éste es bueno, no lo niego, pero aparte de matar mosquitos es probable que yo me intoxique también, y Sri, e igual llega a la habitación de al lado. O huele como si pudiera hacerlo. De hecho, estoy pensando en empezar a aplicarlo a cucarachas, porque igual es la solución que la residencia espera que ponga a este zoológico que estamos criando.

Buenas noches, y feliz aniversario del cumpleaños de Ghandi.

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