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Del principio del final, y más.


Hay cosas que hay que explicar, si no la gente se puede liar… y hay que explicarlas bien. Y por eso he tardado tanto en dar la explicación. Por eso y porque la vida no está siendo tan fácil. Por eso y porque ya no me acuerdo de cómo se escribía. Y es todo culpa de Manolito Gafotas, que aunque me está ayudando a aclarar muchos de los porqués de mi personalidad (y de la de Sara), acaba con mi lirismo.

El caso es que se acabó, que nos vamos. Dimos el anuncio hace ya cosa de un mes, aquella misma tarde fuimos a celebrarlo, y queríamos irnos inmediatamente, pero nos ha podido la buena fe.

Y las razones tampoco es que hay que explicarlas… porque sí, es verdad que firmamos un contrato en el que claramente estaba escrito cómo iba a ser esto, con el que supimos que no sólo no nos íbamos a hacer ricas sino que además tampoco íbamos a ahorrar tanto como para comprar el billete de vuelta. También decía que íbamos a trabajar 45 horas semanales sin pausa, no nos engañemos. Pero había cosas que no estaban escritas, y que puede ser que nuestro concepto del mundo las considerara obvias, pero no, no estaban escritas.

Así que no estaba escrito que, aparte de ser profesoras, tendríamos que sacarle las castañas del fuego a las jefas y rehacer todo el material didáctico de la escuela sin tener muy claro cómo hacerlo. No nos dijeron que nos convertiríamos en formadoras de profesores indios que quieren dar clases de español sin conocer el idioma. No nos hablaron de que, hiciéramos lo que hiciéramos, y trabajáramos lo que trabajáramos, jamás se iban a reconocer nuestros méritos, no volveríamos a ver una sonrisa y seríamos tratadas como lo más ínfimo de la escuela. Ni mencionaron que por estar en la India perdíamos inmediatamente el derecho a tener derechos… humanos. No comentaron que a mitad de curso nos pondrían una jefa nueva a la que habría que explicarle cada una de las actividades que estábamos haciendo, lo que nos pareció una buena idea si era para que diera su bendición e incluso pensamos que tendríamos un líder pedagógico, pero no, era para que la tercera en cuestión se enterara de cómo los profesores normales organizan sus clases. No firmamos por ser las únicas que podíamos solucionar cada uno de los problemas de la escuela sin que nadie nos pregunte o informe primero de que tales problemas existen. No decía el documento que tuviéramos que traicionar nuestros principios y tuviéramos que ponernos a mentir a alumnos, trabajadores y compañeras de trabajo sobre asuntos que no iban ni venían. Y, por supuesto, no vi en el contrato que, aparte de ser profesora de español en la India, estuviera vendiendo mi alma a las clases más altas de la ciudad para conseguir que se hicieran aún más ricas, eso no recuerdo haberlo leído.

Así que volvimos de la playa, relajadas, reflexionadas, exhaustas de evasivas y cansadas de mentiras, y después de una reunión en la que la jefa me echó la bronca porque no rellenamos unas hojas que hay que firmar cuando entramos y salimos de la escuela, cuando subimos y bajamos a comer, y cuando vamos al baño (firmadas por nosotras asegurando que nos vamos, y por la secretaria asegurando que nos ha visto… todo esto teniendo en cuenta que nos desplazamos como muy lejos a casa, que es el piso de arriba), y asegurarme que mis alumnos están contentos conmigo, que ella está contenta conmigo, que el mundo entero está muy contento conmigo, pero que es inconcebible que olvide firmar cuando bajo a la oficina, después de esto, le dijimos que nos íbamos. Que podía empezar a buscar profesores en cuanto quisiera.

Y allí estábamos, las tres jefas, la secretaria (a la que han dejado de pagar y sigue en la escuela por ver si algún día le llega el ansiado cheque), la criada (que está buscando trabajo en otro sitio pero nadie lo sabe) y nosotras, asumiendo todas que sin nativos la escuela se tambalea, pero contraatacando con el argumento de que, bueno, como bien nos han dicho en numerosas ocasiones, los profesores indios son mejores que nosotras, así que el mundo tampoco se acaba. Tuvo que admitir, al final, que va a ser incapaz de encontrar a alguien que dé nuestros cursos, y nos comprometemos a acabarlos, quedándonos un mes más, este en el que estamos. De ahí lo de la buena fe.

Y con el miedo de aquella de que si hacemos algo mal no nos paguen el último mes, nos hemos comportado como angelitos, acabando los exámenes que ella no va a poder preparar, asintiendo a órdenes y mandatos, organizando reuniones para explicar a numerosos profesores cómo se utiliza el libro, así llegamos al día de hoy. Día en el que sí, se han cancelado los lectorados, acabando así con la esperanza de miles de profesores que veían cierto futuro en aquello, y dejándome a mí preguntándome si hemos hecho lo correcto, si la solución es volver al país de origen, en el que se acabó el trabajo, se acabó la lógica, y se acabaron también los derechos…

Me contesto que sí, que la decisión está tomada y es el momento. Es posible que no encuentre nada en España, es posible que el futuro pinte mal, que la esperanza se acabe, que la angustia y la depresión se estén haciendo con todos los jóvenes parados del país, pero aún así… debería merecer más la pena ir a luchar por lo que creo que quedarme aquí explotada y amargada. No sé cuál es el siguiente paso en el camino, sé que lo doy segura. Que queda una leve, lejana sensación de fallo, pero en las cenizas del fracaso está la sabiduría, y no hay arrepentimiento porque sé que quería venir, quise tener la experiencia, quise formar parte de esto, y lo hice. Merezco más la pena de lo que me han hecho creer, me repito que sí valgo, que sí habrá gente que quiera tenerme en sus filas, que puedo volver a quererme y a seguir creciendo a pesar de que aquí me repitieran que no, que necesito evolucionar y dejar de pasar mis semanas en una sala pegada a un ordenador sin reconocimiento ni sociedad. Que para qué voy a seguir robándome mi tiempo a mí misma. Que aquí no lo estoy aprovechando, y todo el tiempo que tienes lo deberías aprovechar, no permitir que ese tiempo perdido se aproveche de ti

Así que se acabó. En una semana estamos fuera. Pero, por supuesto, no es la India lo que me ha decepcionado, mi sensación de pérdida, de desastre no viene por el país. Cerramos la maleta, nos disponemos a volver a casa… pero hay dos maneras de volver donde ya se estuvo,una es darse la vuelta, y la otra darle la vuelta al mundo. A por la segunda vamos, nos concentramos en el norte indio y en Tailandia, y que empiece el viaje.


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De Kerala y más.

Si una cosa está clara en este país, es que da igual cómo prepares las cosas, el 80% de lo que pasará luego será una auténtica improvisación o no se corresponderá a lo que tú habías pensado. Pero eso es divertido.

El jueves fuimos al banco a cobrar nuestro cheque del mes pero la cola salía por la puerta, así que el viaje empezó sin el dinero planeado (aunque teníamos suficiente, que no cunda el pánico). Hicimos la mochila y nos preparamos para lo peor, porque el lugar del que salía el bus era el mismo que el de aquella vez cuando fuimos a Hampi, en el que tardamos unas 3 horas en encontrar la parada y fue porque seguimos a un señor, así que cargamos bikini y paciencia y cogimos un rickshaw que paró relativamente pronto, no nos timó en absoluto y nos dejó en el mismo sitio del que salía el bus, después de dar varias vueltas por la zona sin querer dejarnos hasta no estar seguro de que era de ahí de donde partíamos… creo que le dio miedo que nos perdiéramos. Qué señor más majo.

Estaciones indias
Y la estación era grande y limpia, pero no había buses. Un poco extrañadas preguntamos a un hombre que pasaba por allí y nos dijo que nos metiéramos en el único vehículo (un minibús lleno de gente) que había. Dudando que eso nos fuera a dar 12 horas de viaje, preguntamos en la taquilla y nos confirmaron las instrucciones, así que en ese bus nos metimos, cada una sentada en una fila porque las dos, una al lado de la otra, no cabíamos (esto para entender la amplitud de los asientos). Y el bus nos da una vuelta por la ciudad y nos lleva a otra estación, en la que sí hay más buses pero no es que no haya andenes, es que ni siquiera hay asfalto. Preguntamos, nos dicen que nuestro bus no ha llegado, que esperemos, pero no imagináis la desesperación de una espera en un sitio en el que no hay carteles, ni señales, ni indicaciones, ni nadie sabe qué está pasando. Así que preguntamos a cada bus que entraba si era el nuestro y un hombre se empezó a poner nervioso, diciendo que nos quedáramos a un lado y dejáramos de pasear por el terrenal aquel, porque íbamos a morir atropelladas (y podía pasar, que estos buses no paran porque seas humano y puedan acabar con tu vida, eso es irrelevante). Al final ese mismo hombre vino y nos señaló otro minibús, y puso cara de que no debíamos preguntar más, que ya bastante la estábamos liando. Este minibús tenía más gente que el anterior y nos tuvimos que sentar juntas, con medio culo fuera del asiento y las mochilas aplastándonos encima. Otra vuelta por la ciudad y nos dejan en mitad de una calle. Pero aquí todos los pasajeros tienen nuestro billete así que estamos más tranquilas.

El mejor bus de la India
Y llega nuestro bus, el verdadero, por fin. Y la India te sorprende para mal a veces, y otras para bien, y como el día que cogimos el viaje era bastante tarde y sólo quedaban los buses caros, venimos a dar a uno que no, no tiene camas, pero los asientos son extra reclinables, con la cosita esa para apoyar los pies que se levanta si te quieres echar, forrados de un pelillo suave, con telas blancas (sin manchar) por encima, y una mantita por si tienes frío. Y sin bichos. Alucinadas nos preparamos para el mejor viaje de nuestra vida, que lo fue, de no ser por la película de Bollywood en malayalam, el idioma de Kerala (no es que entendamos más el hindi o el kannada, que nos hubiera dado igual, pero es bonito resaltar que ya diferenciamos las lenguas indias), que al principio resultó graciosa (en las películas de Bollywood no entiendes una palabra de lo que dicen, pero el argumento es tan obvio que no hace falta) y nos echamos unas risas con los bailes, y a las 3 horas, cuando queríamos dormir, se hizo insoportable. En algún punto entre las 4 y 5 horas de duración de la película, los protagonistas se dijeron que se querían, bailaron un poco y se acabó.

Al llegar a Trivandrum nos sorprende un hecho extraordinario que al viajero principiante se le pasará por alto: no hay rickshaw drivers, taxis, dueños de hotel ni otro tipo de moscón sacaperras agobiándote a la llegada, desesperados por timarte todo lo posible por 5 minutos de viaje. Nos explicarán luego que se debe, esto, a que Kerala es uno de los pocos estados comunistas que hay en la India, y por eso no se regatea, no se agobia, no se ralla al personal. Todo es de todos y si quieres algo lo pides tú, no te van a venir a sacar el dinero. Luego, por supuesto, esto no sería una verdad absoluta y nos timarían y nos agobiarían como siempre, pero en menos cantidad.

La terraza de nuestra habitación
Llegamos con cierta facilidad a la estación de tren (teniendo en cuenta que es la primera vez que hacemos algo sin depender de los ya mentados timadores) y, como está cerrada la taquilla de mujeres y extranjeros (que es una compartida, y a nosotras nos tocaba esa pasara lo que pasase) compramos los billetes en una normal, y nos salen por 21 rupias. Y es el tren bueno. Allí nos montamos, conseguimos un vagón con camas (no porque necesitáramos dormir, si no porque hay más espacio, no hay tanto agobio y hay aire acondicionado, que es imprescindible porque hace un calor increíble a las 8 de la mañana en este sitio… que luego sería el infierno) y pasamos media hora alucinando por las ventanas, medio empanadas por el sueño del viaje y el paisaje de ensueño que vemos. Así que cuando llega nuestra parada casi nos da hasta pena y bajamos a buscar un rickshaw, tarea no muy fácil en este lugar en el que no vienen a ti. Encontramos uno, no quiere regatear pero conoce el albergue, así que nos dejamos llevar, comprobamos que efectivamente NO está en primera línea de playa, si no en tercera o cuarta, y sí es posible que desde las habitaciones de arriba se vea el mar, pero a nosotras nos ha tocado la de abajo. A su favor, que tiene una terracilla muy mona con sillas y hamacas desde la que se oyen las olas. Y que el dueño es muy majo, pero no lo sabíamos todavía porque el que nos recibe no es tal, sino un amigo suyo o vete tú a saber quién, bastante desagradable y de pocas palabras.

Nuestra playa y nuestro acantilado
Dejamos las cosas y nos vamos a desayunar, mientras esperamos a que llegue Anubhav, que nos acompañará en este viaje pero cogió buses diferentes a los nuestros y está de camino. En esto se me ocurre mirar el móvil, a ver si ha llamado, y ahí es cuando me doy cuenta de que en ese estado de ensueño del tren, que os he comentado, me dejé el teléfono en el vagón-cama, y allí debe estar aún. No es una gran pérdida, que el aparato era el más barato de la tienda y la tarjeta de las jefas, y de hecho, nos asegura unas vacaciones sin posibles llamadas de trabajo, pero el disgusto me viene de lo imbécil que puede llegar a ser una, que no puede salir de casa sin acabar dejándose algo por ahí, en todas las ocasiones. Mandamos un email a la secretaria para informar de la pérdida y que cancelara la tarjeta, y decidimos bajar a la playa y esperar que Anubhav nos encuentre, y allí está a la puerta en el momento en el que salíamos. Así que entre los tres buscamos las escaleras de bajada (porque este sitio es un acantilado y nosotros estamos arriba) y nos damos un tímido baño entre unas olas kilométricas y un montón de extranjeros enseñando piel blanca sin complejos, que se tienen que salir del agua cada dos minutos cuando el socorrista, que se pasea con una bandera roja (suponemos que si la clava en el suelo no se ve muy bien, y que solo tiene una… o no entendemos por qué no la deja en algún sitio) y pitando, avisa de los numerosos peligros del mar. A lo largo de la estancia vemos que esto es casi una tradición, porque lo hace todos los días y siempre con el mismo resultado por parte de los bañistas pasotas.

Después de la playa nos merecemos una cerveza desde lo alto de nuestro acantilado, y digo bien, una, porque sí, lo hemos vuelto a hacer, nos hemos ido de vacaciones en días santos, y como aquella navidad que pasamos sin una gota de alcohol, la única cerveza que nos podemos tomar este viernes santo es esta, ya que luego se les acabaron y no hubo manera de reponer, ni en ese, ni en ninguno de los bares del acantilado.

Así que paseamos. Varkala es un lugar claramente extranjero que los indios desconocen, así que se puede vestir ligero y pasear sin preocuparse de miradas lascivas. En la playa no hay bares, están todos en hilera a lo largo del acantilado, mezclados con tiendecitas pequeñas de ropa y complementos. Es un paseo agradable y peatonal, sin coches, pitidos ni motores. Cenamos en uno de los restaurantes que nos recomendó Isabel, que a mí me supo muy rico pero la comida tardó una hora en venir y a Ana casi le hace vomitar. Esa fue la primera vez que desconfiamos de las indicaciones de Isabel, y no sería la última (prepárate, que te va a caer una buena).

El desayuno en cuestión
La segunda recomendación de Isabel fueron los backwaters. Bueno, de Isabel y de todas las guías de la India que se han publicado hasta la fecha. Los backwaters son canales de agua que se mete desde el mar por la tierra y forma ríos más o menos pequeños y muy apacibles. La Venecia de la India, lo llaman, y ya quisiera Venecia tener algo así. El problemilla es que desde donde nosotros estamos hasta el pueblo donde recomienda Isabel que veamos la histori hay dos horas de viaje en tren. En un tren que sale a las 6 de la mañana. Así que a las 5:30 me levantan y me meten en un rickshaw, que no sé qué hacía despierto a esas horas, y medio inconsciente me pasan a un tren, este sin cama, que va lleno de gente que además sí tiene numerados los asientos, no como nosotros, que tuvimos que cambiar de sitio en varias ocasiones y con mucho sopor. Yo sólo le pedía a la vida bajar y tomarme un café con un bollito rico, pero a la llegada el único bar que hay nos ofrece agua caliente y curry de patata con unos panes nuevos para nosotras, que saben a nuestro idli[1] de los domingos pero espachurrado en tortas. Conseguimos que nos den té, y una servidora prueba el curry pero no consigue comérselo, porque son las 8 de la mañana y hay cosas que mi estómago todavía no soporta, por más que lleve 6 meses en la India. De ahí, el rickshaw de turno nos lleva al barco de su primo, aunque le pidamos encarecidamente que nos deje en un sitio donde podamos elegir (consejos de Isabel) y no tenemos más opción que la de coger ese que nos dice. Negociamos el precio y las horas de viaje, y lo dejamos en 4 horas por 2000 rupias. ¿Nos timarían? ¿No? Jamás lo sabremos, pero hay que reconocer que mereció la pena.

Señor con lungi
El barco es leeeento, y, por lo tanto, agradable. Tanto estrés, ruido, agobio, mueren en una hora, y yo quiero quedarme en ese barco el resto de mi vida. La salida es un poco asquerosa, porque el agua está llena de basura y huele raro, pero en cuanto salimos a los grandes canales se pasa. De repente estamos en el edén, en un remanso acuático, rodeados de palmeras y casitas pequeñas, de gente que vende comida en canoas (como los nuestros, que vienen en bici hasta casa, pero mucho más silenciosos), de personas que lavan su ropa en el río (curiosa manera la que tienen de hacerlo, por cierto, mojándola, enjabonándola y dándole golpes bastante agresivos contra las piedras), de niños que bañan a su perro en el río, de niños que se bañan en el río, de niñas que pescan en el río, de hombres que arreglan el mundo en lungi[2] al lado del río… El río es la vida, todo gira en torno a él, y no necesitan nada más. Parece que en este espacio de la tierra la evolución paró y no han entendido para qué iban a morir de contaminación o iban a querer hacerse ricos, si podían seguir cuidando de sus animales, pescando su comida en el mismo día, seguir su rutina acuática sin preocuparse de nada más que de limpiar su ropa, su casa de colores y comprar algún dulce al señor que los trae en barca. Y quizá saludar de vez en cuando a un guiri que pasa haciéndoles fotos desde una lancha. Si nos han vendido, cristianos nosotros, alguna idea del paraíso, es esta. Y ojalá sea así por mucho tiempo, aunque un edificio gigante a lo lejos y unos chalets adosados en un lago nos hacen pensar que a alguien ya se le ha ocurrido el negocio que esto puede tener…

Señora limpiando a golpes

No queremos volver, pero pasa, y comemos en un aburrido resort porque parece ser que Allepey tampoco es un sitio muy emocionante, así que nos cogemos el tren de vuelta a nuestro acantilado turístico. Y si algo quedaba en nosotras de pijas, o de escrupulosas, o de lo que allí consideraríamos normales, muere en ese tren. Son las 3 de la tarde y el calor es asfixiante. El tren va hasta arriba de gente, y como ya habrán pasado varias personas por allí, está lleno de comida (y la comida en la India… huele. Mucho) y animales que comen los restos. Hay una lucha importante a la entrada para conseguir un sitio en el que sentarse y ganamos a una familia entera que, por no compartir con nosotros, acaban cambiándose a otro lugar. Quedamos los tres, medio inconscientes por la mezcla de olores humanos y alimenticios, pegados al asiento de plástico, más sudados que en una sauna (hay tres ventiladores encima de nosotros que no llegamos a adivinar qué función tienen), intentando pasar el rato con un crucigrama que nuestra recalentada neurona no consigue descifrar. Después de esto estoy preparada para todo.

A la llegada a Varkala sólo pedimos una cerveza para ver el anochecer desde el acantilado, sueño que se cumple porque ya no es viernes santo y los bares han vuelto a llenar sus neveras.

El domingo fuimos, recomendación de Isabel, a desayunar al Café del Mar, y vale, eso sí, nos gustó mucho. El zumo estaba buenísimo y yo me quedé con ganas de un café de esos con su nata y su helado, pero mantengo mi filosofía de evitar los excitantes en las vacaciones. Para la próxima será. El día fue de playa y la consecuencia evidente se manifestó en forma de rojez de alto grado en nuestras pieles. Sarna con gusto… Y comemos poco, que Isabel (¿cuántas veces te he nombrado ya?) nos había recomendado un lugar para cenar opíparamente y avisó de que dejáramos hueco en nuestros estómagos.

Miedo en el porche de Kumari
Ella nos había hablado de este sitio pero es el secreto mejor guardado de Varkala. No es un restaurante propiamente dicho, es la casa de una señora, Kumari, a la que tienes que llamar el día antes para avisar de que quieres probar sus manjares, en especial el curry de plátano. Así lo hicimos y la buena mujer tenía boda para comer, así que nos dijo que fuéramos para cenar. Como no es un restaurante y no está indicada la dirección en ningún lugar, decidimos salir un poco antes en su búsqueda, ya que no teníamos nada mejor que hacer y un paseo por la playa hasta el templo de Shiva, punto de referencia que dio la mujer, nos parecía un buen plan. Cuando llegamos allí, tras el paseo playero, y luego por carretera llena de personas y coches jugándose, todos, la vida, resultó no ser esa la referencia, porque hay dos templos de Shiva y el que necesitábamos era, justamente, el otro. Desandamos el camino y para cuando encontramos el segundo templo habían empezado a sonar sospechosos truenos y ya no se veían las estrellas. La mujer confirma que ese camino estrecho, oscuro y lúgubre es el que da a su casa y que empecemos, que ya manda al hijo a buscarnos con una linterna (porque yo, que salí de casa cuando brillaba el sol y todavía no había visto la posibilidad de andar sin farolas, dejé mi frontal en el albergue). Alumbrados por el móvil de antaño de Anubhav comenzamos con dudas, y volvimos porque no encontramos al niño en cuestión, pero ella insiste por teléfono en que dejemos de hacer bobadas y sigamos adelante, y preguntamos en una casa en la que no la conocían (fuimos a dar con el único extranjero que se ha hecho con una residencia propia y no conoce a los vecinos), y caminamos con miedo y arrepintiéndonos a cada paso de hacer caso a Isabel (te queremos, todavía, no creas). Cuando encontramos al de la linterna (que no es, para nada, un niño, tendría el colega sus 30 años) ya se veían los rayos entre las palmeras y nos dejamos guiar por algo que ya no era un camino, sino un claro campo a través. Al llegar se disculpan por el lío, y nos sientan en un porche que tienen, con unas velas (no hay bombillas, en el porche) y un par de retratos nada tranquilizante si has visto Los Otros. Y en ese momento, y como no podía ser de otra manera, comienza a llover como si no lo hubiera hecho nunca, como confirmando las sensaciones bíblicas del backwater y hubiera llegado el diluvio universal, como si fuera tiempo de monzón. Rayos y truenos, agua torrencial, crujidos desconocidos (de palmeras, supongo), y una que ha vivido tormentas en la naturaleza, porque ha estado de campamento en Asturias, no ha visto cosa así en su vida. Algo especialmente fuerte se lleva la luz. Sólo vemos relámpagos entre la maleza y el miedo es evidente. Kumari viene y nos mete en su casa, comentando que mañana iban a venir a arreglarle el tejado y que ya no va a poder ser, pero eso explica las innumerables goteras. También, muy maja la señora, nos asegura que podemos dormir en su casa o en la de su vecino, porque como esto siga así, a ver cómo salimos de un lugar al que hemos llegado caminando sobre campo, y yo ya me lo imagino como un barrizal lleno de serpientes.

La comida, eso hay que reconocerlo, es deliciosa y cuantiosa. Comemos en una hoja de palmera y con las manos (para entrar en la cultura, si ya…) amenizados por la charla de la mujer, que es muy agradable, y no podemos terminar ni de lejos la comida que nos pone, pero la disfrutamos enormemente. El curry de plátano está delicioso y Ana ya está maquinando la receta, y el resto de cosas, aunque no podemos adivinar qué son (y menos siendo una comida totalmente vegana, especialidad de la casa) también merecen remarque. La señora, aún así, insiste en que no quiere aparecer ni en guías ni en reseñas, que prefiere un negocio pequeño, que tampoco tiene casa para más, y que se ha enterado de que alguien ha puesto su número en su blog y no quiere que pasen cosas así (Isabel… te han pillado, ya te vale), que no quiere pagar tasas ni historias, que ella prefiere que lo llamen “invitar a sus amigos a comer a casa”. Y casi es invitar, porque quiere que le paguemos bien poco, aunque dejamos más propina de lo que costó la comida en sí.

Aprovechando un cese de lluvia le decimos al “niño” que nos acompañe, y no hay tanto barro, así que salimos a la calle, también sin luz, sanos y salvos. Sorteamos algunos charcos, otros no, y, para no dar más vueltas, acabamos en un bar donde nos tomamos un mojito acompañados del sonido de guitarras y tambores de un grupo que iba a dar un concierto y, al no haber electricidad, tampoco pudo hacer mucho más. Nosotros opinamos que era mejor así, y a la hora de cerrar se trasladó la fiesta a una especie de anfiteatro ilegal que tenían en la parte de atrás del bar, donde cantamos animados algunos temas conocidos y cuando se empezaron a poner ñoños (no he avisado de que, el acantilado guiri este, es un claro destino vacacional de parejitas enamoradas que sólo pueden pasear de la mano aquí, si es que quieren estar en la India) nos fuimos a dormir.

Yo en el barquito
Al día siguiente toca dejar el albergue y decidimos animarnos con la última recomendación de Isabel. Ella nos dijo que lo que iba a hacer las delicias de nuestra estancia era un resort de lujo en el que se alojó con su madre y a nosotras se nos escapaba del presupuesto. Pero el sitio en sí tenía piscina, y aunque no pudiéramos permitirnos dormir allí, un bañito seguro que sí podíamos darnos. Lo hicimos de legales (no como en Agra) y hemos de reconocer que aquello sí que era paradisíaco, y que si trajéramos a la familia también elegiríamos aquello, pero nos conformamos con la piscina y una mañana de bañito en aguas termales (o en sopa… no podía imaginar yo que bañarse en una piscina pudiera dar tanto calor) y una hamburguesa en el restaurante.



El tren de vuelta a Trivandrum cuesta 7 rupias. Ya vais imaginando. En este ni siquiera nos podemos sentar y nos metemos en un vagón sólo de mujeres, así que a Anubhav le echan. Ana consigue un hueco dentro, entre señoras agresivas, y yo me quedo en el pasillo entre las dos puertas, que como van abiertas se agradece, aunque los empujones son inevitables. No entiendo cómo puede ir la gente tan tapada, así los olores son inevitables. Prefiero retirar la mirada de las cucarachas y observo el paisaje, de nuevo atravesando ríos y palmeras, y reconozco que es mucho más bonito que el del bus, que va por carreteras y civilización. Pienso en lo fácil que es vivir feliz sin nada de lo que normalmente tenemos, es más, que lo que normalmente tenemos nos hace más infelices que otra cosa y que la humildad o la ignorancia de lo que hay después de tanta naturaleza te trae una paz que nunca llegaremos a entender.

Las 7 rupias de viaje suponen una hora más de viaje que a la ida (lógica inversamente proporcional: si media hora de trayecto son 21 rupias, hora y media son 7) y no sé si en la edad media conocían este tipo de tortura. Cuando bajamos buscamos a Anubhav, que nos ayuda a encontrar nuestro bus, y nos despedimos. El bus de vuelta tiene camas, y se retrasa 3 horas, así que aunque la hora de llegada a Bangalore fueran las 6 de la mañana, llegamos a las 9 y Ana no puede ir a trabajar, y no tenemos móvil para avisar a nadie, y aunque esperábamos encontrar la escuela sumida en el caos, a nadie le ha importado o ha notado nuestra ausencia. Calculamos cómo de posible es dar el petardazo final diciendo que nos vamos de vacaciones y no volver nunca…

Y hasta aquí otras maravillosas vacaciones. Y, de nuevo, sentir que este país es increíble, lo que no lo es, es esta ciudad y mucho menos este trabajo.

Creo que pronto vendré con nuevas noticias. De momento, con los ventiladores encendidos, seguimos con nuestras 45 horas de trabajo semanales.



[1] Especie de pan hecho de arroz troceado, acompañado normalmente de chutney de coco y sambar, dos salsas más o menos picantes, según el cocinero.
[2] Mantel que se enrollan los hombres alrededor de la cintura y les llega hasta los pies si está suelto, o se lo recogen para que les quede por las rodillas o en modo minifalda. Porque en Kerala ni un solo hombre lleva pantalones.



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De mamá, Delhi, el Taj Mahal, y más.

[Aviso, para no traicionar: esto va a ser largo. Si no tienes tiempo ahora, déjalo para luego o plantéate una división de la lectura (que me salía mejor que dividirla yo)]

Vino mamá, y se fue. Pero dio para mucho, y aunque se acumuló el trabajo, siempre anima ver a alguien en casa o hacer cosas diferentes.

Tiene, la gente que viene a vernos, una extraña manía de llegar a horas intempestivas de la noche, así que a las cinco de la mañana estaba yo esperando sola en el aeropuerto, porque ya se había ido todo el mundo, cuando decidí llamar por si acaso a la mujer le habían vencido los miedos y se me había quedado en España, o sus miedos eran ciertos y se había perdido en Londres. Pero no, estaba allí dentro, incapaz de comunicarse con nadie y, según sus palabras, observada por ocho hombres cuya misión sería la de arreglarle la salida, de los cuales ninguno daba señales de querer moverse. Como pasa mucho en este país, sería una mujer la que finalmente le arreglaría la papeleta y con la que yo hablaría para darle mi dirección, detalle que yo había olvidado. Amigos viajeros, si vais a venir a verme, recordadme que os diga dónde vivo, porque si no, no os dejan salir del aeropuerto y pasáis a protagonizar La Terminal 2: odisea en la India (que vendería mucho más que la primera, desafiando así aquello de que segundas partes nunca fueron buenas).

Vino mamá, decíamos, y eso nunca es una excusa para dejar de trabajar (creemos que, de hecho, no existe tal cosa, ni con una contagiosa enfermedad mortal evitarías la clase de las 9 de los sábados), así que pasó el día haciéndose al clima de la casa, que es tan caluroso como el de la calle. A las 5, cuando acabó dicha clase, decidimos darle una vuelta por el barrio, que a simple vista puede parecer un plan trivial y aburrido, pero ya sabéis que aquí es una aventura. Me alegra decir que mi madre asegura y confirma a través de sus ojos todo lo que había leído de mi mano (teclado) previamente, así que ahí va otra prueba de veracidad para mi blog. Los aún incrédulos pueden preguntarle.

Salimos a dar la vuelta al barrio, a tomar el zumo, a comprar al súper y a cenar al bar de los lunes (era sábado, sí). Es gracioso enseñarle a alguien lo que para ti ya fue emocionante y ahora no es más que rutina. Volvemos a verlo todo, a vivirlo todo. Encontramos explicación a cosas que para nosotras antes tampoco las tenían, advertimos de los agujeros en el suelo, la relajamos ante las miradas poco amigables de los ciudadanos, nos sorprendemos porque ese día las vacas no estaban en los montones de basura (inexplicable, esto) y nos divertimos recordando el día que vimos al elefante en esa misma calle. Y nos lavamos las manos en el restaurante con normalidad, ante su escándalo por la cantidad de polvo que tenía todo en el supermercado, y la suciedad que ha cogido por la calle. Así es la India.

El domingo sólo se trabajaba por la mañana (esto fue así aquel día, pero no siempre pasa) y quedamos con Isabel para comer en el único sitio con ternera de la ciudad, para que mi madre no se llevara el susto culinario así tan de repente. Coincide en tiempo y espacio con nosotras un amigo de Isabel que está de viaje, al que llamaremos Jose o Juan dependiendo de la versión, y comemos todos comentando las delicias del país. Luego el calor nos impide cualquier cosa y nos entregamos al café helado en una de las terrazas ruidosas de MG Road, donde soplaba el airecillo.

Mi sari
El plan inicial de nuestros amigos es ir de compras, porque Ella se vuelve a España a disfrutar de dos merecidos meses de vacaciones (algo he hecho mal, no sé si esto es culpa del karma, me he reencarnado mal… no sé) y tiene que llevar suvenires de seda para todo el vecindario, y no ponemos problemas. Alguna cosa nos llevamos, y miramos y revolvimos todo lo posible, que aquí es muy fácil, porque si divisas de lejos cualquier objeto, uno de los 20 dependientes corre raudo a sacarlo de su sitio, consiguiendo tener toda la tienda patas arriba sin cambiar tu intención de no comprar nada. Dimos la vuelta por el centro y acabamos en otro comercio de saris de rebajas, que Isabel quería uno para ella misma y otro de regalo, y viéndola allí enrollándose en telas y rodeadas de tanto color, y viendo los descuentos, y mi madre tirando de tarjeta… pues no podemos hacer más que escoger cada una uno (las dos el mismo, por cierto, que después de una lucha sería mío) y hacernos un poquito más indias, que ya son seis meses y nos merecemos un traje regional, aunque luego vayamos a ser incapaces tanto de ponérnoslo como de encontrar la situación propicia.




Elyellaontherickshaw
El lunes, fiesta por excelencia, hacemos caso a la guía y  nos dejamos llevar en rickshaw (siempre una aventura para visitantes) hasta el City Market, buscando una mezquita que jamás encontramos y un poco amedrentadas por la cantidad inmensa de gente, coches, vacas y puestos, todo en el mismo sitio sin ningún tipo de orden o señal indicadora de hacia dónde ir o dónde estábamos. Tres pasos para acá, otros tres para allá, y un rickshaw de vuelta al centro, terreno conocido. Quedamos de nuevo con Él y Ella y comemos un momo tibetano con un precio incomparable, para coger fuerzas rumbo Shiva. Aquí ya había estado yo con el padre y el hermano, pero esta vez la diferencia es que nadie nos explicaba en qué consistía el recorrido, así que lidero el grupo dando las indicaciones pertinentes, pero con pocas explicaciones, porque sí, vuelvo a echar monedas en ollas, a colgar pulseras en barandillas, a tocar un hielo, a echar leche en una piedra, a tirar una moneda a un lago, a dejar una vela en el agua, a quemar un palo (esto era nuevo) y a dar vueltas con una llama alrededor de planetas, pero todavía no sé por qué lo hago o con qué sentido. Isabel, que no había estado pero es una espabilada, lo cuenta muy bien, podéis hacerle caso a ella.

Y de ahí, con el cansancio típico de los días en que no se trabaja (porque hay dos tipos de cansancio, en este país), a una cerveza en nuestro bar preferido de la ciudad.

El restaurante indio pijo
El resto de la semana lo pasamos trabajando, con los preparativos y el estudio minucioso de la fotocopia de la guía de Delhi. Llevamos a mi madre al restaurante portugués y luego ella se marcó unas increíbles croquetas de tofu (sí, amigos vegetarianos, habéis leído bien) que no tenían nada que envidiar a las clásicas de jamón (aunque ahora que lo digo, un poco de morriña croquetera sí me entra). Y comimos también en un indio pijo, de esos de comer cosas raras con las manos, pero sentadas en una terraza limpia en la que te lavan las manos antes y después de comer. Toda una picante experiencia.

El jueves pusimos rumbo a Delhi. El taxi nos recogió, nos dejó en el aeropuerto y nos propusimos merendar algo, así que nos situamos en la única terraza donde sirven alcohol, en la que no pareces una borracha empedernida porque, a diferencia del resto de lugares del Bangalore donde sí lo pareces cuando bebes, esta estaba llena de guiris como nosotras, mirándonos unos a otros pensando cuál sería la historia de cada uno.

Para sorpresa de todas, el coche del hotel viene a buscarnos sin problemas en Delhi, y a la hora convenida estamos donde tenemos que estar.

La primera diferencia sustancial que se percibe en la capital es el acerado intacto de sus calles. Nos habían dicho que Delhi era unas cien veces peor que Bangalore y fuimos destrozando, una por una, todas las razones que les habían llevado a decirnos eso. Mirando por la ventana del taxi, que nos lleva por su carril, imaginamos las maravillas de poder pasear después de una tarde de estrés por una acera sin agujeros (bueno, por una acera ya es el lujo olvidado, la carencia de agujeros es un capricho) y envidiamos de inmediato a todos los lectores y profesores del Cervantes residentes aquí.

El hotel tiene lujos interminables, la gente sonríe, te abre las puertas, besa el suelo que pisas y te hace reverencias. También se quedan pacientes esperando su propina y te cobran una millonada por un sándwich para cenar, así que atacamos las patatas del minibar pensando en el desayuno de bufet de la mañana siguiente (dedicado a mis amigos del monólogo, que todos hemos estado en un bufet de desayuno: tío coge más donuts, que son duppies, da igual, son gratis). Dormimos sin ruidos de tren, sin cláxones de coches, sin muerte por calor (más bien todo lo contrario, que se ve que el aire acondicionado que te lleva al polo es objeto del lujo que nos permitimos) y sin sentirlo, por primera vez en unos tres meses (desde el hotel navideño). Yo sé que no podéis entender el alcance de mis palabras, pero despertarte cada noche sin descansar todo lo que debías, inevitablemente, cada noche, te hace perder cierta calidad de vida de la que no eres consciente hasta que un día la recuperas.

El desayuno no decepciona, ni a europeos ni a indios, que hay de todo. La primera timada del viaje (en esto sí, tenían razón, la gente es muuucho más antipática en el norte, o más sacaperras, o más ariscos, o más conscientes del dinero que te pueden sacar por tu color de piel, llamadlo como queráis) es del taxi con taxímetro que ni tiene lo segundo, ni es muy lo primero. Tenemos que decirle nosotras cómo llegar hasta la embajada, y allí pone un precio al azar bastante más alto del que nos habían comentado, que negociado queda, pero instauraría una lista de innumerables timos a inocentes extranjeras que no tienen ni idea de cuánto cuesta ir de un lado a otro, porque no tienen ni idea de qué distancia hay en esta ciudad, y el mapa deja mucho que desear.

La embajada es un curioso lugar. Tienen, lo primero, una cabeza gigante del rey con la que no te dejan hacer fotos, que curiosamente te llama más la atención que una tele de plasma que ocupa la pared entera menos el trozo de la escultura de su majestad (no estoy exagerando, lo juro). Sale una chica a cumplir tus deseos pero el sistema, aunque ella sea española, es indio, así que los escucha (los deseos) y se vuelve a ir a ver quién puede cumplirlos. Vuelve porque no es capaz, y se piensa que estoy pidiendo un lectorado para quedarme en Bangalore, y me informa de (que le han dicho) que tal cosa no existe. Le confirmo ser perfectamente consciente de este hecho y le aclaro que no me quedo en la India ni por todo el oro del Ministerio español, y que obviamente mi lectorado es para otro destino, pero me pregunto qué le importará a ella qué voy a hacer yo el año que viene, si lo único que quiero es que pongan un sello a mi DNI. Se vuelve a comentarle todo esto al señor embajador o no sé a quién, y vuelve para pedirme dinero, con el que se va, y vuelve para pedirme mi número de teléfono. Acostumbradas al modus operandi indio, le explicamos a mi madre que aquí no puedes hablar con el mandamás, por mucho que las cosas fueran más rápidas y sencillas, y nos dedicamos a observar a los cuatro españoles que entran y salen, y a los que tampoco les arreglan nada, alegando incapacidad de redactar ninguna carta para que visites el país vecino, a pesar de jurar el señor que se la habían pedido en la misma frontera.

El Templo del Loto
Arreglado el asunto, en unas 3 horas más de lo previsto, nos ponemos de turisteo e intentamos ver la tumba de Humayum, pero en la puerta las rupias y el estado decadente nos echan para atrás (error grave, porque luego la entrada nos servía para un montón de monumentos más) y cogemos un ricksaw al Templo del Loto. El tráfico en Delhi no es notoriamente mejor que el de Bangalore, pero diríamos que sí está más relajado, quizá porque sus calles son más anchas, y, como ya he dicho, se ven peatones. La contaminación, en contra de lo que podía parecer cuando miramos por la ventana del hotel y distinguimos una clara franja negra en el cielo, no es tan densa y no la notamos pegándose a nuestra piel. Y el Templo del Loto es un gigante edificio en forma de dicha flor, en medio de tranquilos jardines y sin contaminación visual a los alrededores, que da cierta paz… de no ser por el millón de indios que han decidido ir al mismo sitio y con los que tienes que formar filas y esperar pacientemente a que te fotografíen, inhabilitando así la posible foto que tú quisieras hacerte.

El Fuerte Rojo
De ahí a comer sushi, y de ahí al Fuerte Rojo, inmensa fortaleza en la parte vieja de la ciudad, esta sí, llena de tráfico y ruido, como si estuviéramos en casa. El Fuerte es bien impresionante, quizá más por fuera que por dentro, y agradable de recorrer, de no ser, de nuevo, por la gran cantidad de nativos haciéndote fotos tanto si posabas como si no, de espaldas como si no les vieras, con todo el descaro en tu misma cara, cuando les haces gestos obscenos, cuando miras intrigada un detalle de una pared. Mi madre se muere de la risa, y a Ana y a mí nos aumentan las ganas de acabar con la mitad de la población.

De vuelta al hotel intentamos coger unos billetes de bus adecuados para nuestro viaje a Agra, y las dos horas que tardamos en conseguir algo medianamente decente sólo merecieron por el refresco que nos trajo el camarero de turno, que esta vez ni siquiera recibió propina. La cena en el restaurante del hotel fue de cinco estrellas.

Y al día siguiente empezaba aquello por lo que todo el mundo viene a la India, antes o después: la visita al Taj Mahal. Digamos que para ser una de las maravillas del mundo, debería tener una conexión mínimamente decente con la capital del país, pero el taxi nos deja en una estación de mala muerte, prácticamente abandonada y llena de familias bañando a sus hijos en la calle e intentando sacar comida de algún lado. El taxista, escéptico él también, decide largarse antes de que tengamos quejas sobre el asunto y allí nos vemos las tres sin rumbo fijo en uno de estos lugares al aire libre en los que no hay taquillas, porque todo el mundo ya sabe dónde ir y comprar sus cosas, no necesitan nada más. Ana pregunta a un señor que parece estar encargado (sólo porque lideraba un corrillo, no es que tuviera un distintivo) y nos informa de que el bus viene con retraso y que esperemos ahí, que ya llegará. A una distancia prudencial observamos el panorama, y nos alivia una pareja que parece estar en las mismas. Y más aún un chico que se pone a nuestro lado e inmediatamente pasa a maldecir todo el sistema indio (que es claramente su nacionalidad, por cierto) por sus horas de retraso, su insegura compra de billetes y sus extrañas localizaciones. Lo que al principio nos tranquiliza se acaba convirtiendo en un verdadero aburrimiento, porque Faisán (o a algo así sonaba su nombre) no calla en la hora de retraso del bus, ni en las 5 que dura el trayecto, charla que se traga entera Ana, muy contenta de haber venido. A decir verdad, no nos viene del todo mal porque a la llegada, en una estación no mucho mejor que la de salida, nos consigue un rickshaw por un precio decente y nos da su móvil para posibles emergencias.

El hotel aquí tampoco tiene desperdicio, aunque sí un poco menos de glamour, y la amabilidad ni se huele. La habitación es hortera a rabiar pero nos regalan fruta y las patatas son más baratas que en el minibar de Delhi. Y desoyendo los consejos de la guía de no salir de noche (mucho hipocondríaco creo yo que hay escribiendo libros de viajes) nos lanzamos a la calle donde el conductor de turno no tarda ni medio minuto en abalanzarse sobre nosotras. Negociamos un buen precio por que nos lleve a la terraza recomendada por los hipocondríacos, nos espere y nos traiga de vuelta. El viaje incluye una inesperada procesión dedicada a vete tú a saber qué dios que no admite descripción posible, por lo farandulero, verbenero y colorido del asunto. Ya quisiera Cristo tener una fiesta como esa y no la tristeza de estas fechas tan señaladas.

La cena bien, gracias, pero no, no iluminan el Taj Mahal de noche, aunque la silueta sí se percibe. Esto la guía no lo pone y la redacción lleva a engaño, pero no conocemos la editorial (que mi madre sólo fotocopió la parte de Delhi) para escribirles unas lindezas. Al final el hombre nos devuelve al hotel y nos presenta a “aquí, mi primo” que si queréis mañana os da unas buenas vueltas por Agra por un módico precio y os espera todo lo que haga falta. Vale, madrugadoras somos (por recomendación de las consabidas fotocopias), así que a las 8 (una que quiere dormir en los 4 días de vacaciones que ha conseguido después de 6 meses), a las 7:15 dice él, y lo dejamos en 7:30. Sí, con las horas también se regatea.

Todas juntas frente a la tumba.
Para explicar todo lo que nos pasó al día siguiente hay que poner al lector ignorante (como lo somos todos, a no ser que la historia del Taj Mahal te haya llegado por algún medio) en antecedente. Pues resulta que era un rey que tenía dos hij… esposas, quiero decir, y se ve que por alguna razón quería más a la segunda que a la primera (creemos que, tal y como van las cosas aquí, igual la primera fue obligada y la segunda la eligió). Él se llamaba Shah Jahan y ella Mumtaz Mahal (claro). Y ella murió cuando daba a luz a la 14ª hija de él, no sabemos si de ella también o cuentan las de otras esposas. El caso es que él debía estar muy triste y le había prometido a ella hacerle una tumba bien grande y bonita en caso de que la mujer falleciera, y a ello se puso. No recortó gastos (no sé cuánta gente moría de hambre por aquel entonces, hablamos de 1631, pero él quería montar la historia esta y no se preocupó de aquello) e hizo traer el material de los mejores mármoles de África, las piedras de China… (esto no lo sé, el caso, para que lo entendáis, es que todo lo trajo de otros sitios y le debió salir por una pasta) y montó, con ayuda de un buen arquitecto, supongo, tamaña obra por y para su mujer, al lado del río, en forma de lágrima, perfectamente simétrica, elegante, impactante. Dice la leyenda que luego cortó las manos de los 20.000 trabajadores que participaron en la construcción, eso ya cada uno lo puede creer al gusto. Pero la obra no acababa ahí, él quería más, quería construir una tumba para sí mismo enfrente, cruzando el río, más pequeña pero hecha a imagen y semejanza de la primera, pero en negro, como la antítesis, el bien y el mal. El hijo, no sé qué número, en estas, vio que el padre iba a gastarse todo el dinero del país en edificios raros y decidió dar un golpe de estado, y le derrocó, y le sometió a la tortura de vivir los últimos 8 años de su vida encerrado en un castillo a unos dos kilómetros del Taj Mahal, desde el que podía verlo por una ventana. A su muerte, al menos, le fueron a enterrar junto a su amada esposa en la tumba blanca, pero para acabar de hacerle la puñeta, en vez de colocarle un ataúd donde debían, se lo pusieron a un lado y resulta ser lo único que no es simétrico de todo el edificio.

Yo misma en el Taj Mahal
Así que, como he dicho, a las 7:30 nuestro amigo, todo risas, consejos y chanchullos, nos deja a la puerta y entramos sin colas ni agobios, porque esta vez la guía tenía razón. Ya desde que atraviesas el umbral de la primera puerta te va entrando la emoción. No dejan pasar coches hasta medio kilómetro a la redonda así que puedes pasear tranquila, deleitándote en la lentitud de tus pasos, divisando a lo lejos la blancura estelar de la cúpula del Taj. Hasta que se ve entre el arco de la puerta principal, y ya estás allí. Es difícil apartar la mirada del impresionante edificio, que parece irreal, que va cambiando de luz, que se agranda y se agranda a medida que avanzas el camino y encuentras mil ángulos desde los que una foto quedaría estupenda (cosas de la simetría, supongo) y no quieres perder un detalle. Los zapatos fuera (en nuestro caso, entrada de ricos, 730 rupias más cara que la de indios, los cubrimos con una telilla que incluye el precio, y que supongo que no costará más de 10 rupias) para no manchar el mármol inmaculado del suelo y ya estamos allí. Ana toca, como para ver si es real, y el interior nos sabe a poco, así que damos la vuelta obligada y salimos a demorarnos entre los dos edificios que lo ciñen (un templo y una casa para acoger peregrinos, creo recordar), sentarnos en todos los bancos de la zona, mirar en todos los huecos. La paz de esa mañana (quizá debida, efectivamente, a la temprana hora), de esa brillantez, de esa historia… obliga a olvidar dónde estás, por qué estás, todo lo que pasó antes. Ese es el momento que vale, y como un imán te atrae, y no quieres irte de allí.

Y no puedes despegar la vista haciendo el camino de vuelta, por el mismo jardín, mirando hacia atrás como una tonta, pero sin la posibilidad de matarte en cualquier agujero porque sí, el Taj Mahal está enormemente cuidado, como si fuera lo único que los indios han sabido apreciar de todo lo que tienen (y vuelvo a preguntarme si nadie se ha dado cuenta de lo de Hampi, que vale que no se compare, pero hombre, con un arreglillo aquí, una papelera allá…).
Ana y yo en los jardines del harén del rey

A la salida está nuestro hombre dispuesto a llevarnos al fuerte de Agra, desde el que el rey de marras veía su bella construcción de lejos sin poder acercarse. Digamos que cuando te dicen que encierran a alguien para hacerle sufrir durante ocho años, no imaginas un fuerte que ocupa la mitad de la ciudad y alberga unos diez edificios, con grandes ventanales todos ellos, balcones y terrazas, un inmenso jardín para que el harén jugueteé y baños y piscinas. Pero bueno, la historia es la historia, y siempre hubo clases. Si el Conde de Montecristo hubiera estado encerrado aquí, no la habría liado así a la salida… lo que no le quita belleza o mérito a la fortaleza, bien es verdad. Los palacios interiores reflejan la grandeza pasada pero no están cuidados o mantenidos como su vecino, así que nos contentamos con las vistas del Taj como si fuéramos el mismísimo rey, y nos damos un paseo por los aposentos del monarca.

Fuera nos espera el conductor, al que tenemos que esperar nosotras porque está en su sesión de afeitado y acicalado, y cuando termina nos lleva al otro lado del río, en el que hay un parque desde el que se ve el Taj Mahal, ahora sí, en absoluta soledad, tranquilidad, paz y desahogo. No entendemos muy bien la falta de gente en este lugar pero disfrutamos del momento sin preguntarnos demasiado. Debería ser una recomendación obligada, pero supongo que perdería la gracia. El resto de la mañana lo pasamos allí, creyendo que la tumba fue construida y olvidada hasta llegar nosotras a poder disfrutar de su visión.


En el parque que nadie conoce
Y nuestro amigo nos dirige a un terrible restaurante que sustituimos por otro. Y a la vuelta no le encontramos. Media hora después, nota escrita para dejarle en el parabrisas, aparece y nos lleva a la tienda de otro primo suyo, en la que no tenemos nada que comprar (por lo hortera y caro del material) y le pedimos que nos lleve de vuelta al hotel, sin propina, por el escandaloso intento de timo. Y ahora a ver qué hacemos. Lo reflexionamos con un café: ya hicimos el check out del hotel pero no nos dio tiempo a disfrutar de la bien pagada piscina, así que nos lanzamos a probar, damos el número de nuestra antigua habitación, nos ponemos el bikini y nos hacemos pasar por clientas de toda la vida, como si lleváramos una semana alojadas. Cuela divinamente y así termina la tarde, con remojo ilegal de por medio.

Como Faisán no nos soluciona la papeleta de la vuelta cogemos un nuevo bus, en la estación de similares características a la primera, aunque más pequeña y con el bus más a mano, pero muchos más acechadores que en aquella. De esta vez conocemos a un americano con nombre de Salvados por la campana que, de nuevo, se sienta con Ana y procede al relato de su vida, más amena que la del anterior. Nuestros miedos a la llegada aumentan con la cercanía, porque regresamos a la estación aquella, pero ahora está oscuro, el lugar estará cerrado, los rickshaws nos acosarán, tendremos que dejarnos timar, a lo mejor ni siquiera hay automóviles y tenemos que volver caminando, y no vamos a saber. Pero no, no es así. Como un ángel caído del cielo, como un dios hindú, como un salvador, vislumbramos entre la masa de timadores un rostro conocido, con su traje y corbata. Es él, el único que nos ha sonreído desde que empezamos el viaje, el único que entiende nuestros temores y pesares, el recepcionista del hotel, que se ha traído un chófer y viene a buscarnos para que estemos a salvo (la tranquilidad sale a 900 rupias, pero eso aún no lo sabíamos). Nos devuelve al hotel y nos da una habitación bastante mejor que la de la primera noche, sospechamos que era la que habíamos pagado, pero ya no queremos meternos en líos, así que metimos en la mochila las pantuflas, los jabones, los azucarillos, el café y el agua, y nos cortamos con los vasos (aunque nos vendrían muy bien) y las toallas (esto era por vicio).

Jama Masjid
El último día en Delhi empieza con embajada, también, porque Ana se dejó la chaqueta el primer día, y luego nos adentramos en la Vieja Delhi. El día sale más denso, más sucio, más empañado, y casi todo es difícil de llevar. Cumplimos con la mezquita, altamente recomendada por guías y amigos, pero bastante pobre (o es que una viene de Estambul y las comparaciones no se pueden evitar), en la que nos tenemos que vestir con unos trajes muy graciosos que nos cubren enteras y no dignifican en absoluto, pero sospechamos que las faldas que lucen los varones blancos pueden resultar aún más humillantes. Agobiadas, y con el tiempo encima, decidimos acabar la estancia en la capital con la visita obligatoria al Instituto Cervantes, en el que todo profesor de español (sobre todo si viene del sitio en el que trabajamos) querría tener un puestecillo que otro, y Ana (la jefa de estudios, que recordaréis por su visita allá en noviembre) nos dejó poner un pie en la sala de profesores, para darnos suerte, dijo.

Acabamos en el aeropuerto, tras otro viaje con estafador al volante y mucho cansancio, pero del bueno, de nuevo, del que te recarga las pilas y te hace pensar en la posibilidad de un mundo diferente lejos de jefas mentirosas y explotadoras.

Único documento gráfico del ISKON Temple
El resto de la semana se divide entre trabajo y estrés (porque si se tiene que juntar todo, así será), y cenas en sitios monos e intentos de planes turísticos (escasos en esta ciudad). Conseguimos hacer una escapada que teníamos pendiente al ISKON Temple, templo dedicado a Krishna y regentado por sus fieles, los Hare Krishna, que son muy exquisitos y no sólo te hacen pasar por un montón de controles y te separan de la población creyente, sino que además no te dejan hacer fotos. En lo alto de la única colina que hemos visto en Bangalore, tienen unos tres edificios conectados, el del medio con cúpula dorada, grandiosos y elaborados, un agradable efecto. Pasamos por debajo de cada uno observando manifestaciones del dios, y haciendo como que rezábamos algún tipo de oración, para no desentonar con los fieles, y acabamos en el edificio principal, gigantesco y decorado por dentro con pinturas en el techo y los laterales, y una especie de altar dorado y tallado con muchas representaciones de Krishna. Antes de pasar por delante nos hacen poner las manos en una bandeja con flores mientras un hombre, enfrente de nosotras, recita una oración y dice nuestros nombres. Sospechamos que nos han bautizado en otra religión y no sabemos muy bien si ahora tenemos que pedir la anulación cristiana o cómo funciona esto. Nos sentamos con los recién bautizados, siguiendo instrucciones, y nos cantamos un Hare Hare, Hare Krishna, dejándonos llevar por la multitud. Después pasamos la mano por una llama y de ahí a nuestra frente, y creemos que el rito se da por terminado. Nos regalan un dulce y pasamos por un puestecillo de libros temáticos. El primero de un largo número de stands que se extienden en pasillos, pasillos, pasillos y pisos, con la sana intención de que, cansado de tanto Krishna, te acabes comprando algo en alguno. Lejana nuestra intención de aquello, conseguimos salir, y volver a entrar porque nos dejábamos los zapatos (nos estamos haciendo unas hippies) y salir definitivamente.

La noche final fuimos al concurso de los jueves, en un bar en el que contestas a muchas preguntas y si hay suerte no pagas (no nos ha pasado esto, nunca) y brindamos por la despedida.

Acompaño a mi madre a las horas intempestivas al aeropuerto, porque tiene miedo de que le digan algo y no sepa contestar, y nuestro gozo en un pozo al prohibirme el amable guardia la entrada (“no se puede pasar, sólo viajeros”, “es que mi madre no habla inglés”, “sólo viajeros”, “es que no va a saber”, “sólo viajeros”, “no, si lo he entendido, sólo digo que si se puede hacer una excepción”, “sólo viajeros”, “ah, no lo había oído”). Nos comunicamos a través de la puerta (“sólo viajeros”, “si mire, pero que está ahí mi madre que tiene un papel que no sabe rellenar”, “sólo viajeros”, “pero es que igual ni la dejan salir del país”, “sólo viajeros”, “MAMÁ, MAMÁ, APUNTA: CHAKRAVATHY…”, el amable policía va hasta donde mi madre, le quita el papel, y me lo da a mí) hasta que conseguimos arreglarlo y se va en paz.

Su ida es devastadora. El viernes estamos cansadas, tristes, agobiadas, agotadas. Pasamos el día entre cursos del Cervantes, preparaciones de clases, perspectiva de 13 horas de trabajo el fin de semana, el entusiasmo de añadir a las dos jefas de costumbre una nueva que además se viene a vigilarnos todo el sábado (metida en clase, asumiendo que no tiene ni idea de español, supongo, espero) y lloriqueando por las esquinas, sin poder decir palabra sin balbucear. Una noche de mojitos (dos por uno) anima pero no cura.

Y se le junta a la despedida de mi madre la de Isabel, que se nos va dos meses sin piedad, y sin la que no sabemos sobrevivir. Y la de Mafalda, que también tiene que volverse. Y si ya nos preguntábamos qué estábamos haciendo aquí, si nos dejan solas no sabemos encontrar la respuesta.

En estas estamos y nos dan otro fin de semana libre, respetando por una vez nuestro cristianismo. La semana santa va a serlo también de reflexión, que en la playa, con el sonido del mar mientras duermes (tenemos un albergue en primera línea, junto al mar, veremos qué supone eso luego), seguro que las ideas se hacen más claras.

[Perdonen la extensión, iba avisado. Muchas gracias por estar ahí y haber llegado hasta el final. Y también a los que de vez en cuando me decís: “no te preocupes, tú sabes que hay mucha gente aquí deseando darte un abrazo”. Porque será un tópico de toda la vida, pero no sabéis lo que ayuda a seguir adelante.]




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