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De Kerala y más.

Si una cosa está clara en este país, es que da igual cómo prepares las cosas, el 80% de lo que pasará luego será una auténtica improvisación o no se corresponderá a lo que tú habías pensado. Pero eso es divertido.

El jueves fuimos al banco a cobrar nuestro cheque del mes pero la cola salía por la puerta, así que el viaje empezó sin el dinero planeado (aunque teníamos suficiente, que no cunda el pánico). Hicimos la mochila y nos preparamos para lo peor, porque el lugar del que salía el bus era el mismo que el de aquella vez cuando fuimos a Hampi, en el que tardamos unas 3 horas en encontrar la parada y fue porque seguimos a un señor, así que cargamos bikini y paciencia y cogimos un rickshaw que paró relativamente pronto, no nos timó en absoluto y nos dejó en el mismo sitio del que salía el bus, después de dar varias vueltas por la zona sin querer dejarnos hasta no estar seguro de que era de ahí de donde partíamos… creo que le dio miedo que nos perdiéramos. Qué señor más majo.

Estaciones indias
Y la estación era grande y limpia, pero no había buses. Un poco extrañadas preguntamos a un hombre que pasaba por allí y nos dijo que nos metiéramos en el único vehículo (un minibús lleno de gente) que había. Dudando que eso nos fuera a dar 12 horas de viaje, preguntamos en la taquilla y nos confirmaron las instrucciones, así que en ese bus nos metimos, cada una sentada en una fila porque las dos, una al lado de la otra, no cabíamos (esto para entender la amplitud de los asientos). Y el bus nos da una vuelta por la ciudad y nos lleva a otra estación, en la que sí hay más buses pero no es que no haya andenes, es que ni siquiera hay asfalto. Preguntamos, nos dicen que nuestro bus no ha llegado, que esperemos, pero no imagináis la desesperación de una espera en un sitio en el que no hay carteles, ni señales, ni indicaciones, ni nadie sabe qué está pasando. Así que preguntamos a cada bus que entraba si era el nuestro y un hombre se empezó a poner nervioso, diciendo que nos quedáramos a un lado y dejáramos de pasear por el terrenal aquel, porque íbamos a morir atropelladas (y podía pasar, que estos buses no paran porque seas humano y puedan acabar con tu vida, eso es irrelevante). Al final ese mismo hombre vino y nos señaló otro minibús, y puso cara de que no debíamos preguntar más, que ya bastante la estábamos liando. Este minibús tenía más gente que el anterior y nos tuvimos que sentar juntas, con medio culo fuera del asiento y las mochilas aplastándonos encima. Otra vuelta por la ciudad y nos dejan en mitad de una calle. Pero aquí todos los pasajeros tienen nuestro billete así que estamos más tranquilas.

El mejor bus de la India
Y llega nuestro bus, el verdadero, por fin. Y la India te sorprende para mal a veces, y otras para bien, y como el día que cogimos el viaje era bastante tarde y sólo quedaban los buses caros, venimos a dar a uno que no, no tiene camas, pero los asientos son extra reclinables, con la cosita esa para apoyar los pies que se levanta si te quieres echar, forrados de un pelillo suave, con telas blancas (sin manchar) por encima, y una mantita por si tienes frío. Y sin bichos. Alucinadas nos preparamos para el mejor viaje de nuestra vida, que lo fue, de no ser por la película de Bollywood en malayalam, el idioma de Kerala (no es que entendamos más el hindi o el kannada, que nos hubiera dado igual, pero es bonito resaltar que ya diferenciamos las lenguas indias), que al principio resultó graciosa (en las películas de Bollywood no entiendes una palabra de lo que dicen, pero el argumento es tan obvio que no hace falta) y nos echamos unas risas con los bailes, y a las 3 horas, cuando queríamos dormir, se hizo insoportable. En algún punto entre las 4 y 5 horas de duración de la película, los protagonistas se dijeron que se querían, bailaron un poco y se acabó.

Al llegar a Trivandrum nos sorprende un hecho extraordinario que al viajero principiante se le pasará por alto: no hay rickshaw drivers, taxis, dueños de hotel ni otro tipo de moscón sacaperras agobiándote a la llegada, desesperados por timarte todo lo posible por 5 minutos de viaje. Nos explicarán luego que se debe, esto, a que Kerala es uno de los pocos estados comunistas que hay en la India, y por eso no se regatea, no se agobia, no se ralla al personal. Todo es de todos y si quieres algo lo pides tú, no te van a venir a sacar el dinero. Luego, por supuesto, esto no sería una verdad absoluta y nos timarían y nos agobiarían como siempre, pero en menos cantidad.

La terraza de nuestra habitación
Llegamos con cierta facilidad a la estación de tren (teniendo en cuenta que es la primera vez que hacemos algo sin depender de los ya mentados timadores) y, como está cerrada la taquilla de mujeres y extranjeros (que es una compartida, y a nosotras nos tocaba esa pasara lo que pasase) compramos los billetes en una normal, y nos salen por 21 rupias. Y es el tren bueno. Allí nos montamos, conseguimos un vagón con camas (no porque necesitáramos dormir, si no porque hay más espacio, no hay tanto agobio y hay aire acondicionado, que es imprescindible porque hace un calor increíble a las 8 de la mañana en este sitio… que luego sería el infierno) y pasamos media hora alucinando por las ventanas, medio empanadas por el sueño del viaje y el paisaje de ensueño que vemos. Así que cuando llega nuestra parada casi nos da hasta pena y bajamos a buscar un rickshaw, tarea no muy fácil en este lugar en el que no vienen a ti. Encontramos uno, no quiere regatear pero conoce el albergue, así que nos dejamos llevar, comprobamos que efectivamente NO está en primera línea de playa, si no en tercera o cuarta, y sí es posible que desde las habitaciones de arriba se vea el mar, pero a nosotras nos ha tocado la de abajo. A su favor, que tiene una terracilla muy mona con sillas y hamacas desde la que se oyen las olas. Y que el dueño es muy majo, pero no lo sabíamos todavía porque el que nos recibe no es tal, sino un amigo suyo o vete tú a saber quién, bastante desagradable y de pocas palabras.

Nuestra playa y nuestro acantilado
Dejamos las cosas y nos vamos a desayunar, mientras esperamos a que llegue Anubhav, que nos acompañará en este viaje pero cogió buses diferentes a los nuestros y está de camino. En esto se me ocurre mirar el móvil, a ver si ha llamado, y ahí es cuando me doy cuenta de que en ese estado de ensueño del tren, que os he comentado, me dejé el teléfono en el vagón-cama, y allí debe estar aún. No es una gran pérdida, que el aparato era el más barato de la tienda y la tarjeta de las jefas, y de hecho, nos asegura unas vacaciones sin posibles llamadas de trabajo, pero el disgusto me viene de lo imbécil que puede llegar a ser una, que no puede salir de casa sin acabar dejándose algo por ahí, en todas las ocasiones. Mandamos un email a la secretaria para informar de la pérdida y que cancelara la tarjeta, y decidimos bajar a la playa y esperar que Anubhav nos encuentre, y allí está a la puerta en el momento en el que salíamos. Así que entre los tres buscamos las escaleras de bajada (porque este sitio es un acantilado y nosotros estamos arriba) y nos damos un tímido baño entre unas olas kilométricas y un montón de extranjeros enseñando piel blanca sin complejos, que se tienen que salir del agua cada dos minutos cuando el socorrista, que se pasea con una bandera roja (suponemos que si la clava en el suelo no se ve muy bien, y que solo tiene una… o no entendemos por qué no la deja en algún sitio) y pitando, avisa de los numerosos peligros del mar. A lo largo de la estancia vemos que esto es casi una tradición, porque lo hace todos los días y siempre con el mismo resultado por parte de los bañistas pasotas.

Después de la playa nos merecemos una cerveza desde lo alto de nuestro acantilado, y digo bien, una, porque sí, lo hemos vuelto a hacer, nos hemos ido de vacaciones en días santos, y como aquella navidad que pasamos sin una gota de alcohol, la única cerveza que nos podemos tomar este viernes santo es esta, ya que luego se les acabaron y no hubo manera de reponer, ni en ese, ni en ninguno de los bares del acantilado.

Así que paseamos. Varkala es un lugar claramente extranjero que los indios desconocen, así que se puede vestir ligero y pasear sin preocuparse de miradas lascivas. En la playa no hay bares, están todos en hilera a lo largo del acantilado, mezclados con tiendecitas pequeñas de ropa y complementos. Es un paseo agradable y peatonal, sin coches, pitidos ni motores. Cenamos en uno de los restaurantes que nos recomendó Isabel, que a mí me supo muy rico pero la comida tardó una hora en venir y a Ana casi le hace vomitar. Esa fue la primera vez que desconfiamos de las indicaciones de Isabel, y no sería la última (prepárate, que te va a caer una buena).

El desayuno en cuestión
La segunda recomendación de Isabel fueron los backwaters. Bueno, de Isabel y de todas las guías de la India que se han publicado hasta la fecha. Los backwaters son canales de agua que se mete desde el mar por la tierra y forma ríos más o menos pequeños y muy apacibles. La Venecia de la India, lo llaman, y ya quisiera Venecia tener algo así. El problemilla es que desde donde nosotros estamos hasta el pueblo donde recomienda Isabel que veamos la histori hay dos horas de viaje en tren. En un tren que sale a las 6 de la mañana. Así que a las 5:30 me levantan y me meten en un rickshaw, que no sé qué hacía despierto a esas horas, y medio inconsciente me pasan a un tren, este sin cama, que va lleno de gente que además sí tiene numerados los asientos, no como nosotros, que tuvimos que cambiar de sitio en varias ocasiones y con mucho sopor. Yo sólo le pedía a la vida bajar y tomarme un café con un bollito rico, pero a la llegada el único bar que hay nos ofrece agua caliente y curry de patata con unos panes nuevos para nosotras, que saben a nuestro idli[1] de los domingos pero espachurrado en tortas. Conseguimos que nos den té, y una servidora prueba el curry pero no consigue comérselo, porque son las 8 de la mañana y hay cosas que mi estómago todavía no soporta, por más que lleve 6 meses en la India. De ahí, el rickshaw de turno nos lleva al barco de su primo, aunque le pidamos encarecidamente que nos deje en un sitio donde podamos elegir (consejos de Isabel) y no tenemos más opción que la de coger ese que nos dice. Negociamos el precio y las horas de viaje, y lo dejamos en 4 horas por 2000 rupias. ¿Nos timarían? ¿No? Jamás lo sabremos, pero hay que reconocer que mereció la pena.

Señor con lungi
El barco es leeeento, y, por lo tanto, agradable. Tanto estrés, ruido, agobio, mueren en una hora, y yo quiero quedarme en ese barco el resto de mi vida. La salida es un poco asquerosa, porque el agua está llena de basura y huele raro, pero en cuanto salimos a los grandes canales se pasa. De repente estamos en el edén, en un remanso acuático, rodeados de palmeras y casitas pequeñas, de gente que vende comida en canoas (como los nuestros, que vienen en bici hasta casa, pero mucho más silenciosos), de personas que lavan su ropa en el río (curiosa manera la que tienen de hacerlo, por cierto, mojándola, enjabonándola y dándole golpes bastante agresivos contra las piedras), de niños que bañan a su perro en el río, de niños que se bañan en el río, de niñas que pescan en el río, de hombres que arreglan el mundo en lungi[2] al lado del río… El río es la vida, todo gira en torno a él, y no necesitan nada más. Parece que en este espacio de la tierra la evolución paró y no han entendido para qué iban a morir de contaminación o iban a querer hacerse ricos, si podían seguir cuidando de sus animales, pescando su comida en el mismo día, seguir su rutina acuática sin preocuparse de nada más que de limpiar su ropa, su casa de colores y comprar algún dulce al señor que los trae en barca. Y quizá saludar de vez en cuando a un guiri que pasa haciéndoles fotos desde una lancha. Si nos han vendido, cristianos nosotros, alguna idea del paraíso, es esta. Y ojalá sea así por mucho tiempo, aunque un edificio gigante a lo lejos y unos chalets adosados en un lago nos hacen pensar que a alguien ya se le ha ocurrido el negocio que esto puede tener…

Señora limpiando a golpes

No queremos volver, pero pasa, y comemos en un aburrido resort porque parece ser que Allepey tampoco es un sitio muy emocionante, así que nos cogemos el tren de vuelta a nuestro acantilado turístico. Y si algo quedaba en nosotras de pijas, o de escrupulosas, o de lo que allí consideraríamos normales, muere en ese tren. Son las 3 de la tarde y el calor es asfixiante. El tren va hasta arriba de gente, y como ya habrán pasado varias personas por allí, está lleno de comida (y la comida en la India… huele. Mucho) y animales que comen los restos. Hay una lucha importante a la entrada para conseguir un sitio en el que sentarse y ganamos a una familia entera que, por no compartir con nosotros, acaban cambiándose a otro lugar. Quedamos los tres, medio inconscientes por la mezcla de olores humanos y alimenticios, pegados al asiento de plástico, más sudados que en una sauna (hay tres ventiladores encima de nosotros que no llegamos a adivinar qué función tienen), intentando pasar el rato con un crucigrama que nuestra recalentada neurona no consigue descifrar. Después de esto estoy preparada para todo.

A la llegada a Varkala sólo pedimos una cerveza para ver el anochecer desde el acantilado, sueño que se cumple porque ya no es viernes santo y los bares han vuelto a llenar sus neveras.

El domingo fuimos, recomendación de Isabel, a desayunar al Café del Mar, y vale, eso sí, nos gustó mucho. El zumo estaba buenísimo y yo me quedé con ganas de un café de esos con su nata y su helado, pero mantengo mi filosofía de evitar los excitantes en las vacaciones. Para la próxima será. El día fue de playa y la consecuencia evidente se manifestó en forma de rojez de alto grado en nuestras pieles. Sarna con gusto… Y comemos poco, que Isabel (¿cuántas veces te he nombrado ya?) nos había recomendado un lugar para cenar opíparamente y avisó de que dejáramos hueco en nuestros estómagos.

Miedo en el porche de Kumari
Ella nos había hablado de este sitio pero es el secreto mejor guardado de Varkala. No es un restaurante propiamente dicho, es la casa de una señora, Kumari, a la que tienes que llamar el día antes para avisar de que quieres probar sus manjares, en especial el curry de plátano. Así lo hicimos y la buena mujer tenía boda para comer, así que nos dijo que fuéramos para cenar. Como no es un restaurante y no está indicada la dirección en ningún lugar, decidimos salir un poco antes en su búsqueda, ya que no teníamos nada mejor que hacer y un paseo por la playa hasta el templo de Shiva, punto de referencia que dio la mujer, nos parecía un buen plan. Cuando llegamos allí, tras el paseo playero, y luego por carretera llena de personas y coches jugándose, todos, la vida, resultó no ser esa la referencia, porque hay dos templos de Shiva y el que necesitábamos era, justamente, el otro. Desandamos el camino y para cuando encontramos el segundo templo habían empezado a sonar sospechosos truenos y ya no se veían las estrellas. La mujer confirma que ese camino estrecho, oscuro y lúgubre es el que da a su casa y que empecemos, que ya manda al hijo a buscarnos con una linterna (porque yo, que salí de casa cuando brillaba el sol y todavía no había visto la posibilidad de andar sin farolas, dejé mi frontal en el albergue). Alumbrados por el móvil de antaño de Anubhav comenzamos con dudas, y volvimos porque no encontramos al niño en cuestión, pero ella insiste por teléfono en que dejemos de hacer bobadas y sigamos adelante, y preguntamos en una casa en la que no la conocían (fuimos a dar con el único extranjero que se ha hecho con una residencia propia y no conoce a los vecinos), y caminamos con miedo y arrepintiéndonos a cada paso de hacer caso a Isabel (te queremos, todavía, no creas). Cuando encontramos al de la linterna (que no es, para nada, un niño, tendría el colega sus 30 años) ya se veían los rayos entre las palmeras y nos dejamos guiar por algo que ya no era un camino, sino un claro campo a través. Al llegar se disculpan por el lío, y nos sientan en un porche que tienen, con unas velas (no hay bombillas, en el porche) y un par de retratos nada tranquilizante si has visto Los Otros. Y en ese momento, y como no podía ser de otra manera, comienza a llover como si no lo hubiera hecho nunca, como confirmando las sensaciones bíblicas del backwater y hubiera llegado el diluvio universal, como si fuera tiempo de monzón. Rayos y truenos, agua torrencial, crujidos desconocidos (de palmeras, supongo), y una que ha vivido tormentas en la naturaleza, porque ha estado de campamento en Asturias, no ha visto cosa así en su vida. Algo especialmente fuerte se lleva la luz. Sólo vemos relámpagos entre la maleza y el miedo es evidente. Kumari viene y nos mete en su casa, comentando que mañana iban a venir a arreglarle el tejado y que ya no va a poder ser, pero eso explica las innumerables goteras. También, muy maja la señora, nos asegura que podemos dormir en su casa o en la de su vecino, porque como esto siga así, a ver cómo salimos de un lugar al que hemos llegado caminando sobre campo, y yo ya me lo imagino como un barrizal lleno de serpientes.

La comida, eso hay que reconocerlo, es deliciosa y cuantiosa. Comemos en una hoja de palmera y con las manos (para entrar en la cultura, si ya…) amenizados por la charla de la mujer, que es muy agradable, y no podemos terminar ni de lejos la comida que nos pone, pero la disfrutamos enormemente. El curry de plátano está delicioso y Ana ya está maquinando la receta, y el resto de cosas, aunque no podemos adivinar qué son (y menos siendo una comida totalmente vegana, especialidad de la casa) también merecen remarque. La señora, aún así, insiste en que no quiere aparecer ni en guías ni en reseñas, que prefiere un negocio pequeño, que tampoco tiene casa para más, y que se ha enterado de que alguien ha puesto su número en su blog y no quiere que pasen cosas así (Isabel… te han pillado, ya te vale), que no quiere pagar tasas ni historias, que ella prefiere que lo llamen “invitar a sus amigos a comer a casa”. Y casi es invitar, porque quiere que le paguemos bien poco, aunque dejamos más propina de lo que costó la comida en sí.

Aprovechando un cese de lluvia le decimos al “niño” que nos acompañe, y no hay tanto barro, así que salimos a la calle, también sin luz, sanos y salvos. Sorteamos algunos charcos, otros no, y, para no dar más vueltas, acabamos en un bar donde nos tomamos un mojito acompañados del sonido de guitarras y tambores de un grupo que iba a dar un concierto y, al no haber electricidad, tampoco pudo hacer mucho más. Nosotros opinamos que era mejor así, y a la hora de cerrar se trasladó la fiesta a una especie de anfiteatro ilegal que tenían en la parte de atrás del bar, donde cantamos animados algunos temas conocidos y cuando se empezaron a poner ñoños (no he avisado de que, el acantilado guiri este, es un claro destino vacacional de parejitas enamoradas que sólo pueden pasear de la mano aquí, si es que quieren estar en la India) nos fuimos a dormir.

Yo en el barquito
Al día siguiente toca dejar el albergue y decidimos animarnos con la última recomendación de Isabel. Ella nos dijo que lo que iba a hacer las delicias de nuestra estancia era un resort de lujo en el que se alojó con su madre y a nosotras se nos escapaba del presupuesto. Pero el sitio en sí tenía piscina, y aunque no pudiéramos permitirnos dormir allí, un bañito seguro que sí podíamos darnos. Lo hicimos de legales (no como en Agra) y hemos de reconocer que aquello sí que era paradisíaco, y que si trajéramos a la familia también elegiríamos aquello, pero nos conformamos con la piscina y una mañana de bañito en aguas termales (o en sopa… no podía imaginar yo que bañarse en una piscina pudiera dar tanto calor) y una hamburguesa en el restaurante.



El tren de vuelta a Trivandrum cuesta 7 rupias. Ya vais imaginando. En este ni siquiera nos podemos sentar y nos metemos en un vagón sólo de mujeres, así que a Anubhav le echan. Ana consigue un hueco dentro, entre señoras agresivas, y yo me quedo en el pasillo entre las dos puertas, que como van abiertas se agradece, aunque los empujones son inevitables. No entiendo cómo puede ir la gente tan tapada, así los olores son inevitables. Prefiero retirar la mirada de las cucarachas y observo el paisaje, de nuevo atravesando ríos y palmeras, y reconozco que es mucho más bonito que el del bus, que va por carreteras y civilización. Pienso en lo fácil que es vivir feliz sin nada de lo que normalmente tenemos, es más, que lo que normalmente tenemos nos hace más infelices que otra cosa y que la humildad o la ignorancia de lo que hay después de tanta naturaleza te trae una paz que nunca llegaremos a entender.

Las 7 rupias de viaje suponen una hora más de viaje que a la ida (lógica inversamente proporcional: si media hora de trayecto son 21 rupias, hora y media son 7) y no sé si en la edad media conocían este tipo de tortura. Cuando bajamos buscamos a Anubhav, que nos ayuda a encontrar nuestro bus, y nos despedimos. El bus de vuelta tiene camas, y se retrasa 3 horas, así que aunque la hora de llegada a Bangalore fueran las 6 de la mañana, llegamos a las 9 y Ana no puede ir a trabajar, y no tenemos móvil para avisar a nadie, y aunque esperábamos encontrar la escuela sumida en el caos, a nadie le ha importado o ha notado nuestra ausencia. Calculamos cómo de posible es dar el petardazo final diciendo que nos vamos de vacaciones y no volver nunca…

Y hasta aquí otras maravillosas vacaciones. Y, de nuevo, sentir que este país es increíble, lo que no lo es, es esta ciudad y mucho menos este trabajo.

Creo que pronto vendré con nuevas noticias. De momento, con los ventiladores encendidos, seguimos con nuestras 45 horas de trabajo semanales.



[1] Especie de pan hecho de arroz troceado, acompañado normalmente de chutney de coco y sambar, dos salsas más o menos picantes, según el cocinero.
[2] Mantel que se enrollan los hombres alrededor de la cintura y les llega hasta los pies si está suelto, o se lo recogen para que les quede por las rodillas o en modo minifalda. Porque en Kerala ni un solo hombre lleva pantalones.



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3 cerca de veras!:

Nóinín dijo...

Vuelvo a ser yo la que se va contigo ;)
qué envidia de vacaciones!!! (menos lo de los olores y las cucarachas, que yo ese pijerío no me lo he quitado... aún!).

Y que quiero hablar contigo YA!

Criscaa dijo...

Ay me ha encantado! Me muero de envidia! Vas a volver como una viajera experimentada y me vas a tener que enseñar todas las estrategias que has adquirido :)

Ay, que genial todo. (menos la quemadura!! ten cuidao y busca crema solaaaar!)

Isabel dijo...

Pues he leído con el corazón en vilo toda la entrada y al final, no me he enterado de qué se me acusa... ¿De la tormenta? Voy a tener que volver a leerlo, porque no puede ser eso. Lo de mi blog estoy segura de que no le va a cambiar la vida a la señora Kumari, porque solo lo leen mis amigos: si algún día me hago famosa, ya lo quitaré ;)

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