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De embutidos, turrones y más.



¡Y ya llegaron! ¡Aquí les tengo! Y mientras hago como que trabajo (por esa manía extraña que tienen de atarnos a la escuela aunque los alumnos hayan decidido no tener clase y los últimos materiales que les pareció oportuno mandarnos ya están acabados) os lo cuento.

Llegaban a las 3 de la mañana y nuestro taxi vino a buscarnos a las 2, media hora antes de lo planeado. Esperamos en el aeropuerto con un chocolate caliente, y a la hora y media empezábamos a sospechar que algo había pasado, pero no teníamos muy claro qué podíamos hacer para solucionarlo. Hasta que vimos a mi hermano dar saltos detrás de la puerta automática. Nos acercamos, y nos dice que vayamos, que no entienden nada, pero no les dejan salir. Pagamos la cifra adecuada a la situación (porque si aquí se paga por todo, entrar en el aeropuerto no va a ser una excepción), y nos acercamos hasta la siguiente pared de cristal, desde la que les veo y nos comunicamos a gritos, porque ahí tampoco nos dejan entrar. Me dan a entender que el policía opina que están traficando con chorizo porque mi padre ha metido en su maleta unos 15 kilos de embutido (empiezo a sospechar que sí, exagero en este blog, y se piensa que estoy muriendo de hambre) y unos 5 de chocolate (porque Ana le pidió, y él creyó que era para sobrevivir hasta agosto), y el policía me informa de que no se puede pasar comida de un país a otro, y menos cerdo a un país musulmán (mi padre, que no entiende por qué le retienen, le había explicado mediante gestos al hombre que, por si le quedaba alguna duda, eso que trae es pata de cerdo -añadiendo levantamiento de pierna y palmaditas, para explicar a qué se refería- y que es lo más normal trasladarlo por la geografía mundial si eres español). A estas alturas, aunque aseguran que el colega empezó enfadado, lo cómico de la situación ya se había extendido y el señor era todo risas. Negociamos, le digo que es navidad, que es mi regalo, que ellos no sabían, y deja pasar la carne pero se queda los turrones, porque lo primero es ilegal pero lo segundo a él le parece que está más rico. Y eso es innegociable. 

Y ya nos volvemos, a dormir y a empezar un día de estúpido trabajo sin tenerlo.

El jueves, la jefa, para que no nos aburriéramos, hace una reunión que yo llevo (por si tenía alguna intención de poner excusas para escaquearme) y que a nadie le importa. Superado esto comemos la primera comida india (que es, para nosotras, la diaria) y no tiene mucho éxito, pero asumen que aquí se come lo que se come aquí. Y por la tarde hay un intento frustrado de arreglar internet en casa, seguido por una inspección a fondo de cosas que necesitamos. En cuanto cierra la escuela nos cogemos un rickshaw y nos dirigimos al súper, que mi padre piensa quemar a golpe de tarjeta. Es emocionante compartir, por fin, todas estas experiencias con alguien, poder demostrar que no exagero tanto, poder explicar y reirnos del caos de la ciudad, de las costumbres, de los tres meses que hemos superado.

En el súper recuperamos el estilo de vida europeo, y mi padre se marca un escurreplatos, lejía y sábanas, entre otros lujos de los que nos habíamos olvidado. Nos regaña por vivir como vivimos y pienso que si llega a venir cuando estábamos en aquella residencia me hubiera comprado inmediatamente un billete de vuelta, así que nos dejamos guiar hacia una vida más cómoda y aceptamos los lujos, navidad es navidad por un momento.

El viaje de vuelta no tiene desperdicio, porque un rickshaw acepta llevarnos a los 4 con la maleta, la fregona y el respectivo cubo, y las experiencias peligrosas se confunden con la aventura. Cenamos en el pub de los lunes y mi hermano asume que va a adelgazar (aunque ya ha abierto uno de los salchichones, que como sigamos así al final van a ser pocos) y acabamos la jornada con un parchís a 4 (al que Ana nunca había jugado, y eso le da más gracia) porque no, aquí no hay tele, no funciona internet, y vale mucho más poder disfrutar de estar juntos que de cualquier otra cosa.

Hoy les he llevado al centro comercial en el que trabajo miércoles y viernes, el sitio más lujoso de la ciudad, en el que se han aburrido como ostras y han probado todos los sofás de cada pasillo. Y hemos ido a comer a MG Road, que para eso es un día especial.

Así que esta navidad no hay árboles, ni belenes, ni luces, ni canciones, ni frío, ni regalos... y no hace falta. Después de tantos años sospechando que la navidad es un negocio, que lo único bueno es que todos volvemos a casa y podemos ir a cenar muchas veces con toda la gente a la que no vemos durante el año, confirmo que lo importante es poder tener a los que te quieren cerca, para eso, para que te quieran, para volver a sentirte refugiada y acogida. Sólo la hora en el aeropuerto mereció ya la pena, volver a reír, a relativizar los problemas y saber que lo importante no es hasta donde llegues, es que lo hagas bien roedada.

Cada cosa que podemos compartir, cada momento que vivimos o que traen desde allí, y poder olvidar que estoy lejos de todo lo que quiero es el mejor regalo que podían haber traido, y es, probablemente, lo mejor que voy a recibir cualquier navidad, pase lo que pase en las que quedan.

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De fiestas españolas y más.


Un día la jefa dijo que íbamos a hacer una fiesta española en la escuela. Nos pareció una brillante idea aunque el plural de la jefa no la incluyera a ella e inmediatamente nos cargara de preparativos, y cuando nos enteramos de que la fiesta iba a ser sólo para niños y que difícilmente íbamos a estar invitadas nos dio igual. Ana empezó a extender el rumor entre sus alumnos y seguimos preparando un evento paralelo hasta que comentamos que nunca nos había llegado información de lo contrario, así que no quedó más remedio que seguir adelante.

Ante esta nueva idea, la jefa se animó invitando a todas las personas que tenía en su agenda de contactos y se excusó diciendo que debía asistir a su partida de Scrabble. Y nos quedamos con una bonita fiesta llena de gente a la que no conocíamos, pero con mucho éxito.

El sábado fuimos de compras con dinero de la escuela y empezamos a preparar el domingo por la mañana, adaptándonos a la llegada intermitente de los recipientes necesarios que trajeron amigos varios. Hicimos dos tortillas (una de ellas vegana) que sumamos a las dos que trajo el chófer de la jefa, un gazpacho, guacamole, patatas bravas y, por supuesto, sangría, animando así a gente que juraba no haber bebido alcohol en su vida y a los que ya conocían la receta.

Caga tió
Y cuando creía que lo sabía todo sobre España, Ana llevó a cabo una bonita tradición catalana que consiste en alimentar un tronco, al que había pintado una cara, durante una semana y ese día, el día de la fiesta, lo subimos a la terraza y cada uno le pegaba con un palo cantando una canción (aleatoria, porque ella no quiso entonar la original las veinte veces que se hizo) hasta que el tronco cagaba una bolsita de caramelos, que habíamos escondido debajo de la manta que lo cubría. Qué graciosos son estos catalanes.

Y entre unas cosas y otras, nos quedó una fiesta perfecta, con alumnos, amigos, gente desconocida y nuevos fichajes (conocimos a Martí, un español cansado de la India que se ha despedido del caótico trabajo en su colegio y ahora está viendo la vida pasar hasta decidir qué fecha le pone a su billete de vuelta). Y otra vez la sensación de qué no haría yo con un sitio así si lo tuviera, qué útil y bonito sería todo y con qué alegría pasarían los días si no tuviéramos que depender de alguien que no ve cuánto se podría explotar lo que tiene. No sé si los empresarios del mundo no ven sus opciones, no quieren arriesgar (ni siquiera sobre seguro) o son demasiado vagos para dar oportunidad de desarrollo a sus escuelas, profesores y alumnos. Con lo fácil que sería, en este edificio con terraza, tener una clase semanal de cultura, organizar ciclos, potenciar las fechas importantes, dar publicidad…

Así que sigo aprendiendo y cogiendo ideas, y algún día, en algún lugar, dejaré de depender de lo que la gente con dinero dice.

Mientras tanto, la vida va pasando entre clases y materiales, con poca emoción y pocos estímulos. A mis reflexiones y propósitos de proyecto de vida le añado evitar los países en los que no se celebra la navidad, porque falta algo si no ves luces en las calles, espumillón en las casas y algún que otro árbol decorado. Me pongo nostálgica cuando mis alumnos se emocionan al explicarles las tradiciones españolas y si me dicen que les gustaría estar allí alguna vez me planteo por qué no estoy yo, y echo terriblemente de menos no ver un Belén, asistir a una típica cena o escuchar un Ande, ande, ande, cantado por los pitufos en la Plaza Mayor. Creo que lo más difícil es no asumir el paso del tiempo, porque, si nunca llega la navidad… ¿cómo sabes en qué mes vives?

El lunes libre lo dedicamos a limpieza y compras, porque sí, por fin, mi primera visita llega este jueves y tiene que estar todo preparado.

Si no os escribo antes, feliz navidad, y feliz 2012 a todos. Que Shiva os guarde del fin del mundo (cosa que no será difícil, porque aquí el año no cambia hasta marzo y no sé si ellos han oído hablar de los celtas).

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De guarderías y más.


Y sí, yo conseguí dos días de vacaciones, pero Ana no. Con engaños y secretos, que no sé si intentan llevar a desconfianzas y rencores, pero que no lo llegan a conseguir, así que más quemadas pero más unidas seguimos adelante.

El viernes de concierto francés en el Opus, que como está cerca nos ahorra paseos y dineros, y nos desconecta un poco. El sábado de fiesta, de la que sólo diré que si llevo tres meses viendo cosas surrealistas, se condensan todas en discotecas abarrotadas de gente desinhibida que roza la locura transitoria que viene de salir por momentos de la represión social y estar más borrachos que el resto de los días de su vida. Y no añado más. Y el domingo los de la Fundación Vicente Ferrer montaban un mercadillo en un restaurante al que solemos ir, así que llamamos a Isabel y quedamos con Ignaci, para comprar cositas y ponernos al día. Además conocimos a María, una uruguaya que ha venido de voluntaria a la ONG.

El metro
Como el lunes es nuestro día libre, Ignaci nos invita a conocer la guardería en la que están los niños de las familias a las que ellos cuidan, en las que siempre hay un enfermo de lepra. Quedamos en su casa y fuimos en metro, otro cruce espacial que nos lleva al occidente que conocemos, pero siempre con su toque personal, y aunque no hay mucha gente viajando tienen muchísimas personas trabajando allí con funciones tan apasionantes como indicar a los viajeros a dónde tienen que ir. Para que luego digan que en España no se sabe cómo crear puestos de trabajo, y se arreglaría quitando señales y sustituyéndolas por parados… En el metro hace más frío del que probablemente vayamos a pasar jamás en este país, así que casi agradecemos que el trayecto sea corto. Nos bajamos y empezamos a seguir las indicaciones contradictorias de los transeúntes, única manera de alcanzar algún objetivo aquí: paciencia e intuición.

En casa de Ignaci están las dos Marías y su conductor nos lleva a la guardería. Ésta está situada en pleno barrio musulmán. Descubro que me he acostumbrado terriblemente a las calles, al caos, que me sorprende ver el jaleo y que resulta hasta gracioso ver cómo el coche tiene que abrirse paso entre los pocos rickshaws que aceptan ir hasta allí, bicicletas, motos, camiones, carros con bueyes, niños con cabras, personas intentando avanzar, pero que no me impacta. Ya ni me impacta ver los corderos colgando abiertos en canal a la puerta de las carnicerías, ni me repugna el olor (aunque no sea agradable). Y el barrio tiene bonitas casitas de colores, que luego nos contarían que ellos han ayudado a construir, y albergan a familias que no pueden vivir en otros sitios y que dedican su día a pedir limosna.

La guardería
La guardería es un sitio muy bonito, con las paredes azules con flores que pintó un voluntario español, y bajamos allí las bolsas de comida que luego repartirían y peluches que habían llevado a casa para lavar. A la derecha hay unos 30 niños muy muy pequeños, muy delgados, muy sonrientes que extienden sus manos hacia nosotras y van cogiendo confianza cuando se las damos y les cogemos, y les levantamos, y les sonreímos. Y ya nos tienen enganchadas. El tiempo se detiene y no sé cuántas horas estuvimos allí, jugando con ellos, haciéndoles fotos una y otra vez maravillados ellos ante tal mágico aparato que atrapa tu cara (y al que son incapaces de ponerle una sonrisa, se quedan quietos quietos delante de la cámara, observando), comunicándonos en un idioma universal porque no entendemos sus palabras ni ellos que nosotras no lo hagamos, demostrando que para partir fronteras la sonrisa es un serrucho y todo vale.

Las familias vienen y se llevan sus bolsas, los niños comen su arroz (dos veces por semana con huevo, otra con pollo, el resto con dhal –especie de sopa de lentejas extra picante, un clásico indio-), un plátano de postre y se echan la siesta. Nosotros salimos y vamos a casa de una de las familias, donde el hombre nos recibe y enseña la humilde morada (que se ve entera sin dar un paso, pero es más de lo que mucha gente puede siquiera soñar aquí) y nos pide que hagamos una foto a su madre, para el pasaporte, que se la mandemos mañana. La primera reflexión es: no va a valer. La segunda y dada por correcta: qué no pasa por bueno en este país. Y en la terraza oteamos la extensión del suburbio, los techos de lata, la pobreza creciendo ante nuestros pies.

El viaje de vuelta es en silencio. Nada más salir del barrio las mansiones te dejan aún más sin palabras. ¿Cómo es posible? Un mundo escondido, oculto en una de las ciudades más grandes de la India, contrastado con la grandeza de las riquezas que tienen los demás. Enseñamos español para que la gente pueda ir de vacaciones o mate su tiempo libre y su dinero, y es terrible. Al menos en el colegio creo que puede servirles para salir de aquí y cumplir su sueño de estudiar en Europa o América. Pero la realidad es que no se necesita el español, aquí se necesita que esa gente que gasta en algo que jamás usarán, invierta en conseguir que se dignifique la vida de personas rechazadas por una sociedad que les impide cambiar de estado o casta. Que no hay lucha posible porque no van a poder eliminar la mancha que una persona con lepra deja en una familia, que es imposible una vida mejor. La reflexión del viaje de vuelta gira entre la gran duda existencial de por qué seguimos aquí, de por qué esto sigue girando si podríamos tirar el mundo a la basura sabiendo que no sólo no nos ayudamos sino que además tapamos los problemas de los demás, para no verlos, y por otro lado la inmensa sensación de creer en la humanidad al ver que sí, en este mismo país donde hemos visto cómo se tratan como animales, cómo se desprecian y destrozan, los que menos tienen son los que más agradecen, los que siempre ponen una sonrisa y te saludan, y te hablan, y te ven humana y no les importa qué color de piel te viste o qué ropa llevas. Y lloramos por lo que hemos visto y porque no sabemos qué pensar, yo lo hago porque no sé si he perdido la fe en la humanidad o la he recuperado. Y porque algo dentro de mí está chillando que no estoy donde debo, que si quiero enseñar español lo haga en otro sitio, que aquí no sirve eso, que aquí tengo otra misión.

Así que el día fue tan duro como bonito, tan alegre como triste, tan cansado y tan profundo que caímos rendidas en la cama a la vuelta despertándonos a tiempo para la danza del vientre, y con pocas palabras el resto de jornada.

Hoy me cuesta más aún levantarme para ir al colegio pero, extrañamente, recupero siempre algo de optimismo allí, y me alegra ver que mis niños aprenden poco pero sí lo hacen, y que se divierten y juegan sorprendidos de que eso se pueda hacer en una clase.

Finalmente como en casa de la de francés, que quiere que ayude a su hija recién llegada de París a terminar sus deberes de español, y me enseña a hacer chai (dedicado a las visitas en potencia, esto os va a encantar) y la comida está estupenda.


Así que volvemos a la rutina pero con el interior cambiado. Y con muchas dudas de cuál es exactamente mi sitio, de cómo enfocar esto, de hacia dónde mirar ahora.

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De fines de semana, crisis y más.

Los fines de semana estamos lo suficientemente cansadas como para afrontar cada plan con un rotundo no, pero pesan más las ganas de hacer algo diferente, de salir de aquí. Así que el viernes nos apuntamos a la fiesta de danza del vientre, que era en un pub de MG, y fuimos sin saber muy bien a qué. Llegamos tarde y todos los pañuelos bonitos se habían acabado, y nos encontramos entre un montón de indias flipadas y emocionadas (era una fiesta sólo de chicas) que gritan cada vez que una mueve un poco las caderas y le suenan las monedillas. Esto nos asusta un poco y nos vemos fuera de lugar, aunque vengan y nos animen a bailar. Decimos que con nuestras tres clases no nos atrevemos, nos tomamos una cerveza y se acaba la fiesta, a las 9, que suponemos que se irán a casa con maridos y padres. Pues vaya broma de fiesta…

Así que decidimos no acabar la noche aquí, y cenamos en un portugués que encontramos, muy mono, donde por fin podemos tomar una ensalada de verdad, con su lechuga y sus cosas, mientras escuchamos música española (porque aquí no tienen clara la diferencia) y unas natas de postre.

Y el sábado Isabel nos invita a dormir. Pero Isabel vive muy lejos. Con ánimo nos lanzamos a la aventura de coger rickshaw y nos sorprende la facilidad con la que uno nos dice 150, lo que aceptamos sin pensar. Un par de horas después ya se estaba arrepintiendo, porque obviamente esto está más lejos de lo que él esperaba. El problema está en que preguntas si sabe dónde va, y te dice que sí, pero luego se para a preguntar a cada transeúnte. Tú insistes, y él afirma de nuevo, pero sigue preguntando. Si no sabes dónde vas, no pongas precio… pero lo puso, y luego quería 100 rupias más. Como quedamos con Isabel en un sitio bien pijo, se debió pensar que estábamos como para derrochar, y decide alegar que no sabe inglés para montarnos el pollo delante de la boda india de turno, llamando a todos los invitados y guardias a ejercer de jurado. Todo el mundo asegura no estar entendiendo, no saber inglés, y  no estar interesado en este asunto. Así que me enfado, le digo que es un jeta, que o coge las 150 o nos vamos, no entiende, nos vamos, nos persigue, nos siguen todos, uno me pregunta que de dónde somos (¿pero no decía que no sabía inglés?) y al final me arranca el dinero de la mano y se va. Y allí nos quedamos con esta gente esperando a Isabel, que llega más tarde de lo que nos hubiera gustado.

Ella vive en un barrio bonito, en una casita pequeñita y acogedora con las paredes amarillas y naranjas, reutilizando los huecos que los indios dejan para sus dioses como joyeros. Tiene también una terraza desde la que se ve un edificio gigante de gente rica que tiene luz cuando la suya se va, y en la que se puede tomar uno una cerveza tranquilamente. Nos acoge, hablamos de proyectos interesantes aún no publicables, de la manera correcta de sacar vacaciones, nos da una lasaña buenísima y fuet que trajo de España (y aquí se revalora), y un pastel que sabe a gloria, incluso Ferreros para celebrar que se acabaron nuestras discusiones con la justicia. Intercambiamos pelis y revemos Despicable Me porque Ana no la había visto, y fue la única que se la durmió. Y nos hace sentir… como en casa, o con amigos, o acogidas, o queridas. Y nos deja la sensación de no querer irnos de allí… pero lo tenemos que hacer.

The Bieber Pub

El domingo volvemos por la mañana, Ana da sus clases, yo me preparo las tareas de turno, y después un alumno nos invita a tomar una cerveza en un lugar en el que la fabrican ellos. Suena bien, así que nos pintamos el ojo y allá vamos. El sitio es pijo con ganas (pero ya hemos reflexionado sobre lo que nos corresponde y lo que no), nos sientan en una mesa a los tres y probamos todas las cervezas de la carta más una pizza deliciosa mientras reflexionamos y aprendemos sobre la India y sus costumbres con el primer autóctono abierto de verdad que conocemos. Sus ideas nos sorprenden (por lo parecido a las nuestras) y nos promete llevarnos algún día a bailar. El sitio merece la pena y nos vamos tan contentas.


Y el lunes paseamos la ciudad buscando un pañuelo de monedas que no conseguimos encontrar… pero ver el sol, sentir el calor en la piel, mover las piernas y respirar el aire contaminado nos da fuerza. Aunque esto es siempre efímero, porque dura un día a la semana y hoy, encima, ha vuelto la secretaria a poner de manifiesto su enorme inutilidad y su escasa capacidad de tomar decisiones a pesar de hacerse llamar coordinadora del centro (desafiando así años de cursos y experiencia aprendiendo qué es un coordinador y qué no). Y los días van pesando, y la oscuridad de la escuela nos deprime los 6 días laborables a la semana. Y no sabemos si anteponer esos lunes de sol o el resto de semana a oscuras, si compensan los días libres sin salir de la ciudad con las semanas trabajando delante del ordenador para crear algo que sabes será inútil y lo guardarán junto a lo que crearon todos los profesores que pasaron antes por aquí…

Tiempo de crisis, y de incertidumbre. Hay que sopesar.

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De justicias, injusticias y más.


Y sí, nos fuimos de paella. Lo bonito que es entrar en una casa y que te reciba la gente de pie, charlando unos con otros, bebida en la mano, dos besos a todos. Nuestro anfitrión, como ya he dicho, es un patriarca catalán que lidera una ONG que ayuda a personas con lepra, y es oficialmente conocido como “papito”. El cachondeo y buen rollo sobresalen de la habitación. El sábado, a la mesa, aparte de nosotras tres, está sentada una pareja que recorre la India haciendo fotos en diferentes asociaciones y han sido refugiados en casa de este hombre por dos semanas, los dos españoles que conocimos aquel día, una de Jaén (que pasa a llamarse así, Jaén, como yo soy llamada Salamanca y recordada por el chorizo que mi padre traerá en Navidad) y otro hombre que lleva un año aquí y nos pasa el contacto de la cónsul honoraria por si tenemos que hacer contactos para no caer en la ilegalidad o tener que irnos antes de tiempo.

Y todos sentados en una mesa (casi habíamos olvidado el uso de una de estas con sus sillas) pasamos a comer una excelente paella, con un pan tumaca verdadero y unos trocitos de jamón que se había traído el señor, bañado con su vino y acabando en tarta de chocolate y un turrón venido de Alicante. La cena empezó a las 6 y para explotar la sobremesa, que es una costumbre exclusiva española, allí nos quedamos hasta las 12 y media de la noche. Los temas de conversación pasaron de las operaciones de vista, a los embarazos, los hospitales, la seguridad social, la revolución, la política, los toros y el vegetarianismo. Ahí ya decidimos que habíamos hecho lo que había que hacer y ponemos camino a casa sabiendo que a estas horas el timo es inevitable, pero lo pagamos con gusto. Isabel, que no está para irse sola, se viene a dormir a casa y podríamos haber hecho una noche de chicas estupenda pero el vino y el cansancio nos pueden, y a la cama (o sofá, en mi caso).
El domingo llegó la depresión. Con un pie en España y otro aquí, o ningún pie en ningún sitio, no sabemos si preferimos quedarnos o irnos. Llamamos a la familia para dar la voz de alarma, no conseguimos decidirnos, llueve… película y relax. Tampoco nos apetecía la lucha que supone salir de casa (y a la que te tienes que enfrentar con ganas y fuerza) y yo ni siquiera bajé a trabajar, en un descuido de la jefa que ha decidido abandonarnos. La ya instaurada comida de los domingos falla estrepitosamente y sólo tenemos a Anubhav (alumno de español y profesor de hindi, en lo que a nosotras respecta, y profesor de español y francés y políglota, de profesión) que se apunta a un bombardeo y nos deja una olla para improvisarnos un biryani español, que le da un toque a paella que pienso deberíamos patentar.

Y llegó el lunes, día D.

El lunes volvemos por el conocido camino al Ferrero y llegamos antes que el resto de extranjeros del mundo, la oficina estaba sorprendentemente vacía (no del todo vacía, eso es inconcebible, aquí no hay nada que en algún momento se quede sin gente). Esperamos abajo, superamos las pruebas, y nos dejan subir al piso de arriba pero sin La  Persona, que las ayudas autóctonas no son admitidas. Él prometía un proceso simple, pero no, volvimos por todo aquello por lo que pasamos el primer día, nuestras 4 horas en la oficina pasando de mostrador en mostrador sintiéndonos muy estúpidas porque todo el mundo te mira, escribe lo mismo una y otra vez en el mismo papel y te siguen mandando a sitios diferentes, pero juntas le damos un toque de humor. Esta vez no está el señor que te pregunta cuánto cobras, así que el que le sustituye firma sin mirar y nos hacen volver por la tarde. Esa es la señal: si te hacen volver es que el permiso está en camino. Nos enteramos después de que ese señor que hoy no estaba era el que nos quería hacer volver a España, y que fue una suerte que ese día no hubiera ido a trabajar.

Lo celebramos en danza del vientre y con una cerveza en nuestro pub de los lunes, en el que ya nos conocen y nos sirven sendas pintas sin preguntar.

Y después de eso el cansancio me ha consumido la creatividad y he sido incapaz de contároslo antes. Porque el martes fui al colegio y mi última alumna tenía partido, así que volví antes a casa, donde estaba la jefa, y vi mi oportunidad de oro para preguntar por las vacaciones de navidad, subir a comprar los billetes y dormir hasta que volviera Ana y tuviéramos nuestra clase de hindi. Pero se ve que la mujer necesitaba hacer gala de su poder y me comenta que no voy a tener vacaciones, que la escuela abre, y que le da igual que yo no tenga clase porque tengo que quedarme aquí haciendo materiales, que es súper importante porque en enero quiere abrir una nueva escuela en Mumbai (Bombay para los españoles… yo creo que esta palabra tuvo que ser llevada a occidente por un gangoso o alguien que pilló un catarro, ¿no?) a la que tendré que ir para enseñarles a los profesores cómo se usa todo lo que yo haga ahora, y es imposible que dedique mi semana a llevarme a la familia a la playa. Que yo ya haya empezado a crear todo lo que ella me pide, se lo haya mandado y no me haya contestado (probablemente ni lo haya mirado) no influye en absoluto en sus planes de ataduras a Bangalore.

Así de contenta subo a casa a comer, y con el sándwich en la mesa vuelve para decirme que baje a dar dos horitas más de clase, que les ha surgido una cosilla (que viene a ser que los del Quijote le han pedido que les mande el tríptico que les ha dicho que tiene y, obviamente, no existe) y tengo que sustituir a otra profe. Así que bajo, y le doy dos horas de clase improvisada a un solo niño, y con esto cumplo las doce horas que parece ser que tiene ahora mi jornada laboral, sin cobrar las extra y sin vacaciones. Y yo no digo que me vaya a quejar de tener trabajo, que sé yo que no está el país (aquel, el nuestro) como para andar despotricando, y que sé también que hay gente que trabaja en peores condiciones, pero noto cierta injusticia y me planteo si no encontraría yo un ambiente más acogedor en cualquier otra parte… Sabiendo que la experiencia es altamente valiosa para mi vida y que estoy donde quiero estar. Me empiezo a preguntar si compensa o no, por primera vez en serio desde que estoy aquí (y sin contar los primeros días de adaptación al medio), y si es tan difícil entender que quiera pasar la semana de navidad con mi familia fuera de esta ciudad o sin trabajar todo el día, o en qué momento vale más cualquier religión que la mía, o por qué las culturas se compaginan entre sí excepto si vienen de occidente.

Perdida la ilusión y cierto encanto, algo desengañada y bastante enfadada, llegó el miércoles. Nos animamos siempre con la danza del vientre, donde vamos haciendo amigas, y después habíamos quedado para cenar con las alumnas de Ana, lo que nos apetecía bastante poco, pero arrastramos nuestro espíritu detrás de cada oportunidad de hacer algo diferente. Afortunadamente, quedamos en el Opus, pub a tres minutos de casa, así que nos ahorramos el disgusto de pelear con los rickshaws de la ciudad, y entramos gratis porque a la entrada nos preguntan “¿españolas?” y contestamos que sí. Luego resultó que una de las alumnas había pagado nuestra entrada, como también pagarían la cena, así da gusto salir. Allí estaban, de momento dos, una de ellas en competición de cervezas con el marido al que, viendo que íbamos llegando, mandó a casa y “vuelve a buscarme cuando te llame”. La otra conoce a todo el bar y allí empiezan a servir alcohol mientras ella se toma mojitos rosas gigantes. Llegan las demás y esta misma se encarga de pedir comida y de que todo el mundo esté contento, y aquí, entre Amas de Casa Desesperadas (con el mismo tiempo libre y el mismo dinero, en proporción), me siento como en Portugal, donde tuve clarísimo que el mundo era de las mujeres, y que cuando una salía de armas tomar no habría hombre que le tosiera. El problema es que aquí esto es de puertas para adentro, y estas nuestras se lo pueden permitir, pero las mujeres reales viven bajo la sombra de maridos o padres hasta el punto de no tener una identidad propia ante la ley, eres siempre “hija de” o “esposa de”. Pero no se piensa en cosas tristes, ellas son las más pijas de la ciudad, nos invitan a lo que queremos, nos buscan a los hombres guapos del bar (o lo intentan, porque es que por mucho que sea verdad que aquí al menos no llevan mostacho y no te devoran con la mirada… no hay por donde cogerlos), salen a la pista de baile a darlo todo con alguna canción inglesa que alguien canta (porque miércoles y domingos hay karaoke y el bar está hasta arriba, aquí no importa el día, hay gente siempre en todas partes) y mueven cielo y tierra para que conozcamos al dueño y nos deje pasar gratis cuando queramos. Buena noche, grandes descubrimientos del barrio, y plenas intenciones de repetir en numerosas ocasiones.

A veces se nos olvida dónde estamos. Y llegamos a la triste reflexión de que no, ni Ana ni yo hemos hecho cosas de pijas nunca, yo me divido entre el hipismo y el escultismo y prefiero evitar taxis y criados, nos gusta lo auténtico y lo profundo, pero aquí no, aquí somos ricas por el color de piel, aquí no podemos movernos entre el pueblo porque no pertenecemos a él; porque aunque quisiéramos meternos de lleno en la cultura y formar parte de ella, no nos iban a dejar; porque los bares que nos parecen hechos para la gente autóctona están llenos de hombres que no van a permitir que tomes una simple Coca Cola entre ellos; y tienes que asumir que aquí perteneces a la escala, a la casta, de gente que manda, que se puede permitir beber cerveza sin ser considerada una prostituta (impactante confesión que nos hizo Anubhav el otro día, sobre el alcohol y las mujeres) y que tiene que mirar por encima del hombro si no quiere ser continuamente timada o vacilada. Y nos duele, y nos está costando, y no sé si lo conseguiremos, pero lo vamos asumiendo. Por lo pronto, y a nuestro favor, hemos roto la barrera con la criada de la escuela y ya no besa el suelo por el que pisamos ni nos persigue para cubrir nuestras necesidades. Veo más difícil llevar esto a todos los niveles de nuestro día a día, y por supuesto, imposible cambiar una cultura tan abierta para unas cosas, pero hermética para otras.

Y hoy, parece que no, pero me levanto a las 6 de la mañana con el cansancio alegre del que no ha dormido todo lo que debía, pero no le gustaría que hubiera sido de otro modo.

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