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De papá, el norte, las navidades y más

Llegó papá sano y salvo, esta vez. Lo que pasa es que no sé a dónde llegó, porque yo estuve esperando dos horas en el aeropuerto, puerta de salidas, y él no pasó por allí. Así que cuando ya comenzaba a sospechar que le habían retenido de nuevo por tráfico de cerdo navideño me empecé a plantear comentárselo a los de la aduana, porque el teléfono no le funcionaba, y fue entonces cuando recibí una llamada de una chica que decía llamarse Arancha y tener a mi padre entero aunque un poco asustado en el único 7eleven de la zona. Y era verdad, allí estaba. Alegre porque todo había ido bien, pero venido abajo porque siempre tiene que pasar algo malo, en sus palabras, que “mi hija no haya venido a buscarme”. Esto puedo jurar que es mentira, que yo estaba. El caso es que llegó y que hizo amigos, y que el vuelo directo es una apuesta segura, y que nos fuimos a casa en taxi como unos señores a que él pasara el jet lag.

Le duró bastante, eso sí, pero tuvo tiempo de hacer la revisión de la casa (que en esta ocasión no dura mucho, porque es bastante enana) y recolocarme los muebles para tener un 50% más de espacio. También compró una batidora e ingredientes para el primero de los millones de gazpachos que van a caer a partir de ahora y sacó de la maleta los ya acostumbrados 15 kilos de productos cárnicos y lácteos de la tierra, aparte de unos ricos manjares navideños y sábanas que, insisto, aquí no hay pero, recalco, no las uso, tampoco.

Eso fue el domingo, y yo el lunes y el martes tenía clase. El lunes, que sé que estáis todos interesados, aparte de trabajar, me hicieron el permiso de trabajo, solo tres meses después de que llegara y casi rozando la ilegalidad, porque el visado se me acababa a los cuatro días, y también me extendieron el visado, así que soy legal hasta marzo. Mientras tanto, en la línea de cosas que tenían menos urgencia pero a Canica (que así se llama la chica que nos hace el papeleo a los guiris de la universidad) le apetecía más hacer, me han conseguido una tarjeta de profe tai y un seguro médico, o eso he deducido yo de las dos tarjetas con mi cara rodeada de caracteres raros que me han dado.

Comiendo con mis compis
El martes llevé a mi padre a la universidad, para que la viera y conociera a mis alumnos. Les dio clase a dos de los grupos, a los que obligamos a hacerle preguntas. Que en qué trabajaba, que de qué equipo era, que por qué tenía una hija tan guapa, así es de pelota mi único alumno heterosexual, que no esperaba que mi padre le dijera que al ser tan guapo él mismo yo tenía que salir así. Después comimos con mis compañeros de trabajo y les llevamos polvorones, aunque a uno de ellos no le gustan. Eso no preocupó tanto a mi padre como que al chaval no le gustara el jamón, eso aún no le deja dormir por las noches.


Y llega lo emocionante. El día de Navidad (total, qué más da) que yo pedí libre porque, de lo contrario, hubiera trabajado como cualquier otro día, nos fuimos a Chiang Mai. Es la ciudad más importante del norte de Tailandia, la segunda más importante del país.

Para ir puedes coger un tren de 12 horas, o un avión de una. No hace falta decir cuál es la opción más económica, pero como estamos que lo tiramos, escogimos el método aéreo. Aunque no siempre es lo más seguro, sobre todo si vas con mi padre, al que por supuesto detuvieron una vez más, alegando haber visto tijeras en su equipaje de mano. Que no, no las habían visto, pero que sí, sí las llevaba, así que las tiró y salvamos ese obstáculo con todo el disgusto que tiene el pobre hombre por su cara de delincuente.

Llegamos al hotel sin más incidentes y, olvidando qué día era, más bien guiados por el hambre, comimos en el primer restaurante de la calle, más bien cutrillo, y poco navideño. Y nos fuimos a pasear un poco la ciudad. Las calles pequeñas y llenas de gente con puestos de comida, de ropa, de objetos tallados en madera, de piedras, de pulseras, de… todo, hacen que la ciudad sea acogedora, más amable que la caótica Bangkok, y graciosa para perderse por calles (es totalmente cuadrada, así que antes o después siempre acabas llegando al canal, imposible perderse). Mi padre, aún así, no está tranquilo y empieza a repetir lo que después serían las dos frases más comunes del viaje: “cuidado, Ana, que aquí vienen por el otro lado” (incapaz de entender por qué los coches circulan al revés, o que yo eso ya lo domino) y “mira a ver éste qué dice” (cuando la gente intenta venderle cualquier cosa).

Extraño grupo navideño
Quedamos para cenar, ahora ya sí, con Arancha (la que venía desde España y consiguió encontrarnos a mi padre y a mí), su novio, una tailandesa y un irlandés. No sé si muy navideño, porque yo cené curry, pero muy entretenido. Además de que siempre gusta juntarse con gente que echa de menos las mismas cosas que tú, aunque solo sea por decirnos los unos a los otros que qué pena da lo de echar de menos a gente, por compartir que eso se hace más grande en Navidad, o bueno, por echarse una cerveza entre gente maja, que siempre es una buena razón para salir a cenar.


En el bar
Después de eso nos animamos a ir a un bar algo alejado del restaurante. Éramos seis y ellos tenían dos motos. Haced cuentas para haceros una imagen de lo que pasó. Mi padre y yo fuimos en la moto con el irlandés, todos juntitos y agarraditos, jugándonos la vida (poco, realmente) entre las calles de la ciudad, hasta que él, muy atento, dijo que mejor nos bajáramos en la última calle que iba a meterse por dirección contraria. Y así lo hizo. El bar era un sitio con encanto vintage, vamos, que se caía a cachos y las cucarachas correteaban tranquilas por él, y por desagradable que eso pudiera parecer, todo lo contrario, nos tomamos unas cervezas escuchando a un fantástico grupo de jazz (o no) de los miles que tocan en directo en el local, como nos dijeron, pero que pese a su calidad no se iban a hacer famosos, como tantos otros, como también nos dijeron.

Al día siguiente nos fuimos a recorrer las calles del centro siguiendo la ruta que marca la Lonely Planet, según la cual puedes visitar los templos más importantes de los más de 100 que hay en toda la zona de dentro del canal. No sé cuántos vimos de los 100, yo creo que 99. Y la gran verdad es que visto uno, queridos amigos, vistos todos. A mi padre le decepciona la cantidad de escayola usada y se indigna ante tanto dorado, echa de menos las catedrales europeas y un poco de piedra tallada, en vez de tanto yeso pintado. Cierto es que no hay mucho trabajo detrás de cada templo, pero hay que verlos desde otro punto de vista incomparable. Arquitectónicamente no son muy valiosos, artísticamente no consiguen ni realismo ni detalles profundos, pero cada buda es más original (no he dicho bonito, ojo) que el anterior, cada personaje de sus jardines le da más gracia, y cada elemento los hace más horteras e irreverentes a los ojos de cada católico que se rodea de magnificencia cristiana. Aquí no hay miedo, hay alegría, bondad, despreocupación, flores, velas, inciensos, colores, dorados, dragones, dioses protectores, budas bondadosos… Es otra cultura, es otra religión, es otra manera de ver el mundo.


Templos...

...budas...




...monjes...




 ... y elementos extraños




Restaurante mono
Para comer, y porque nos lo merecíamos, fuimos a un restaurante a la orilla del río que habíamos visto el día anterior en el paseo. Un sitio fantástico en el que nos pusimos las botas con una ensalada aliñada a lo occidental y una hamburguesa de las de verdad, con queso y todo.  Y tras el merecido descanso visitamos por primera vez, que no sería en absoluto la última, el mercado nocturno. Obligatorio en todas las ciudades tailandesas, las calles que por las mañanas parecen dormidas o de resaca se convierten por la noche en un hervidero de guiris tostados intentando regatear hasta el último bath de los tailandeses sonrientes que ponen sus tenderetes y que te pueden vender a su madre siempre y cuando le pongas una cifra, sabiendo que por mucho que intentes bajar el precio siempre van a salir ganando ellos. El de Chiang Mai, en concreto, es gigante y ocupa una larga calle con sus callejuelas laterales. Y mi padre, que tiene tantas ganas de comprar como de ver bullir aquello, se lleva todo lo que él cree que le puede caber en el equipaje de mano. El objeto de la noche, un reloj que 15 minutos después de adquirido no funcionaba. Volvimos allí donde lo habíamos adquirido, para que el chiquillo (no tailandés, y dominando sus palabrillas básicas de español) le cambiara la pila. Todo entre risas y sonrisas.  Cenamos mejillones y gambas, que viva el marisco.

Al día siguiente habíamos contratado una excursión al norte, a la provincia de Chiang Rai, con varios puntos importantes para los turistas. La realidad es que fue una paliza en furgoneta, poco recomendable para hacerla en un día solo, y evitable en la medida de lo posible. Pero efectivamente, algunas cosas vimos.

La primera parada era un templo completamente blanco, alegoría del cielo, al que se llegaba por un camino ascendente con manos elevadas hacia ti, representado el infierno. Sus árboles con sus calaveras, sus predators saliendo del suelo, sus dragones malignos… lo tenía todo, el infierno. Y al llegar al cielo entrabas en el templo, en el que no se podían hacer fotos, y era un templo normal, con su buda y sus nubes dibujadas por las paredes, no tendría nada de especial de no ser por dos muros (está en construcción aún) en los que se pueden ver mezclados con el resto de dibujos a Harry  Potter, Superman, Spiderman, Neo el de Matrix, Michael Jackson, Elvis Presley, un minion, las torres gemelas (una cayendo, la otra entera con un avión aproximándose), algunos soldados de la Guerra de las Galaxias y otras lindeces que probablemente no entendí por no ser lo suficientemente friki. La mayor pena: que no dejaran hacer fotos, porque la cosa no tenía desperdicio. Y claro, así lo difícil es tomarse en serio una religión tan cachonda. Pero bien pensado, a estas alturas… ¿qué religión no tiene sus cosillas cachondas que dificultan la fe? Salimos de allí totalmente convencidos de que era aquello un templo para reírse de sí mismos o para tentar, a ver hasta dónde podían llegar a rezar sin plantearse nada más. Se aceptan opiniones.
Fumar mal, infierno

Predator
Las manos del infierno


Templo cielo
Yo creo que ese el Jack el Destripador

Esto no sé si era bueno o malo


Triángulo de oro
La siguiente parada, subiendo subiendo subiendo hacia el norte, era el río que hace frontera con Laos y Myanmar (la antigua Birmania). Allí nos ofertaron un barco desde el que podías ver los casinos de los otros países (no hay casinos en Tailandia), parar en Laos, comprar platas y güisquis con serpiente dentro, y que te pusieran un sellito en el pasaporte. Pasamos del asunto nosotros y nos fuimos a ver un buda dorado grandote que tenían subido a un barco de mentirijillas, custodiado por elefantes falsos también, y llegar hasta el triángulo dorado, donde se ve la frontera perfectamente sin dejar de pisar tierra.

Y de ahí a comer en un buffet, donde nos hicimos amigos de unos italianos que se habían hecho con la botella de la que os hablaba y creo que es necesario que veáis.





El poblado
Después paramos en uno de los poblados en los que se encuentran las mujeres jirafa (que hay que pagar extra y no quisimos hacerlo, porque a mí me da como penilla y no quiero verlo) y que dicen que se mantienen intactos, como eran antes. Poblados de gente birmana que cruzó la frontera con la invasión inglesa y que ahora no pueden regresar a su país, pero tampoco pueden entrar en Tailandia, y les han dejado allí un cachito de montaña para que estén, y además poder explotarles llevando allí a turistas cada 10 minutos y dejándoles vender sus cachivaches para ganarse la comida, en casas en las que difícilmente viven y claramente no mantienen nada de lo que fue en su día. No sabría decir si tuvimos la sensación de que fue un timo o más una pérdida de tiempo. Desde luego, no mereció la pena.

Más budas
Al día siguiente nos despertamos con ganas de tomárnoslo de relajación. Subimos a Doi Sutep, el templo en la montaña, muy famoso en Chiang Mai. Como pillamos fin de semana aquello estaba hasta la bandera de turismo interno, millones de tailandeses que habían llegado hasta allí para rezar a sus budas y hacerse sus fotitos de postureo delante de las construcciones doradas. Nada más especial que el resto de templos, quizá un buda verde que tienen y la gran escalera guardada por sendos dragones a modo de pasamanos, que sería bastante más bonita si no estuviera abarrotada de gente. Hay que ir en días de diario a esto.


Las escaleras


Comimos, atentos, esto es importante, en el Burguer King. Porque mi padre quería probar la comida de los mercadillos, en la que habíamos divisado un costillar a la parrilla con una pinta increíble, pero, ay, amigos, no hay pan en Tailandia. Y mi padre, sin pan, no se come un costillar, claro que no. Así que echamos un buen rato tratando de encontrar un sitio donde nos vendieran, aunque fuera, un poco de pan de molde pero el hambre llevó a la prisa y, por primera vez en su vida, mi padre decidió que nos íbamos a comer una hamburguesa, que él no lo había hecho nunca. Esto ha pasado.

La cena
Al llegar al hotel el reloj que había comprado el día anterior ya no funcionaba. Se ve que no era la pila. Pero habíamos reservado para ir a una cena tailandesa del norte así que no pudimos hacer la excursión diaria al mercado nocturno. Nos vinieron a buscar y nos dejaron en un restaurante llenísimo de gente, nos dieron una mesa (nos ofrecieron comer en el suelo pero mi padre no está para esos trotes) y nos pusieron de primero una sopa, y después una bandeja gigante con cuenquitos pequeños llenos de las delicias de la tierra, acompañado todo con arroz y una cerveza local. Increíblemente bueno todo, con sus picantes y sus no picantes, dimos buena cuenta de todo lo que pudimos y dejamos que nos rellenaran los cuencos alguna que otra vez. Mientras tanto, seis chicas hacían sus bailes regionales, tranquilos y armoniosos, nada de desenfreno o movimiento de caderas. Perfectamente maquilladas y vestidas, completamente sincronizadas, las seis movían sus manos al compás de las flautas, andaban un poquito, movían la cabeza, todo muy calmado y pausado. Entre medias un chico salió a bailar con unas espadas, y eso sí que intranquilizaba un poco más. Recomendable esta experiencia al 100%. Una vez acabado el show te podías hacer fotos con las chiquillas, que sonreían mientras por dentro recordaban a todos tus muertos. Y la segunda parte del espectáculo se desarrollaba en una especie de teatro (romano, de esos redondos y con gradas, pero de madera, no piensen en el Coliseo), eran los bailes de los poblados birmanos anteriormente mencionados, y ahí ya hombres y mujeres se agarraban de las manos y daban vueltas en círculos, nada de sonrisas o de belleza tranquila. Pero show must go on.



Las chiquillas de los dedos


El de las espadas


Para vuestra tranquilidad, que sé que os he dejado con el alma en un puño, antes de volver al hotel pasamos a decirle cuatro cosas al relojero, que cambió el estropeado por un reloj nuevo que funciona hasta la fecha, podéis volver a respirar.

Nosotros y una cascada
La última excursión contratada era hasta la montaña en la que está el pico más alto de Tailandia. Viaje largo pero considerablemente menos cansado que el anterior, se desarrolló completamente en el parque nacional que es la montaña en sí. Las paradas en el camino eran preciosas cascadas en medio de la naturaleza salvaje, intacta, asombrosa. Rodeados de árboles llegamos hasta el susodicho punto más alto, lleno hasta los topes también (no viajéis en fin de semana, os lo tengo dicho), por una carretera empinada y llena de curvas por la que nuestro conductor no tenía ningún problema en aumentar la velocidad y ponerse a adelantar a pesar de las líneas continuas amarillas que indicaban todo lo contrario. Con bastante alivio por poder caminar y dejar al zumbado de la furgoneta atrás llegamos hasta el cartel donde ponía los metros a los que nos encontrábamos, y los grados que había hecho aquella mañana (2 grados, a las 6 de la mañana) en un termómetro junto al que la gente se hacía fotos. No les culpamos, eso es frío, pero nosotros no le dimos gran importancia, nos fuimos a pasear entre la vegetación. Y en el punto más alto dos pagodas, una para el rey, otra para la reina, indignación de mi señor padre una vez más porque se les estaban cayendo los cristalitos de adorno, porque esto no es serio, porque vaya decoración, porque las cosas aquí se hacen sin pensar en que permanezcan. Los jardines y las vistas, sin embargo, muy bonitos.



Cascadas y arco iris, muy bucólico todo




Muchos metros


Volvimos comentando lo buenas que son las carreteras en este país, ante la sorpresa de mi padre, que lo que recuerda de la zona eran las guerras que les explicaban en clase que había por aquí y las películas con señores amarillos del Vietnam pegándose tiros. Yo pensaba mucho en Forrest Gump, pero es cierto que hasta que él no lo mencionó no había caído en que, efectivamente, para cuánta gente Asia es eso que les contaban o que veían en libros, sin que nadie les fuera a decir que un día las fronteras del mundo se abrirían y un pasaje de avión les acercaría fácilmente a esos lugares que parecían tan exóticos e inalcanzables.
El último día fue para relajarnos, tomar cafés, hacer las últimas compras y ver cómo podían caber en las mochilas, y, por supuesto, darnos un buen masaje de pies (ya nos habíamos dado uno en el mercado nocturno, pero un poco malillo), que a pesar de que mi padre se mostraba reticente al principio, le cogió bien el gusto.

Cosas de palacio
Y la vuelta a Bangkok dio para poco. Nochevieja la pasamos en un restaurante español que se fue un poco de precio si tenemos en cuenta la calidad, y año nuevo en el Gran Palacio, visita obligada que no se recomienda en días festivos, por estar tan abarrotada como los templos de Chiang Mai. Mi padre, ya caso perdido ante las construcciones tailandesas, comenta que los bonsáis es lo que más le ha gustado de la impresionante edificación y remata con un “mi casa de la Alberca vale más que este palacio”. Deberían felicitar formalmente a los albañiles de la Sierra y darles unos títulos o unos dineros.

Y, por supuesto, compramos. Compramos en el mercado nocturno, compramos en el MBK (abrigos North Face a 50 euros, señoras, me los quitan de las manos), compramos en el súper de abajo, compramos a unos señores que vimos por la calle, compramos en Kao San Road. Si conoces a mi padre y no te ha tocado nada estas navidades pregúntale, porque algo te ha llevado seguro. No os digo más, que le admitían 20 kilos en la maleta de vuelta y se fue con 27. Por cierto, si queréis viajar cómodamente y no tenéis problemas de dinero, Thai Airways tiene vuelos directos de Madrid a Bangkok (que están de oferta, muuuuy baratos entre enero y marzo), y les da igual cuánto peso lleves de más en la maleta.



Así que se fue. Sin problemas ni al despegar ni al aterrizar, debe haber roto la maldición. Y me dejó sola y triste, como solo dejan las visitas que llenan tanto una casa pequeña, pero no solo por el espacio físico, sino por todo lo demás. Una vez más, los Reyes no son los mil regalos, han sido 15 días fantásticos de poder compartir cada momento extraño, de tener alguien con quien estar, de hacer de mi casa pequeña para una sola, un hogar.

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