Llegó
el invierno, aunque dicen que no, que estamos en otoño. Dicen, también, que
aquí sí se ve el cambio de estaciones, que en España no, porque es verano, y
luego invierno, y así sucesivamente, pero que aquí ahora es otoño. O eso dicen.
Pero
da igual, porque lo importante de lo que dicen es que hay que entregarse al
excursionismo ahora, porque cuando llegue el invierno ese, vamos a morir (eso
no me lo han dicho, pero lo han dejado caer). Así que, tras una serie de
catastróficas desdichas y habiendo preparado con sumo cuidado una estupenda
excursión de fin de semana a un parque natural cercano, mis compañeros de piso
se fueron, y yo me quedé en casa.
Pasado
el primer momento de depresión, me llamaron mis alumnos para ir al famoso
Sigulda, un lugar conocido por tener el otoño más bonito de Letonia, y por ser
el que más gente alberga los fines de semana. Así que sí, dije que sí.
Me
vienen a buscar a casa con el coche, y sacan del reproductor el CD del libro de
español (que eso es ser muy friki) y meten el de Bebe, y nos lanzamos a la
carretera, previa parada para coger un desayuno de campeones: café y perrito
caliente. Es una sensación maravillosa, compartir canciones conocidas y poder
dejar de corregir los continuos errores para pasar a valorar sus esfuerzos por
hacerse entender, mientras vemos pasar árboles y árboles a nuestro alrededor, en
la misma naturaleza, como si hubieran construido una carretera en medio del
mayor bosque del mundo (que algo así, porque me comentan que Letonia es la
región que ahora se dedica a suministrar madera a Europa… supongo que es lo
único que nos queda por cargarnos).
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Un montón de setas y yo |
Llegamos
a Sigulda y paseamos. Encontramos una carrera, paisajes preciosos, setas
salvajes creciendo en cualquier lado y una pista de algo de lo que no recuerdo
el nombre y en lo que, al parecer, son campeones olímpicos, y consiste en
tirarse con un trineo por el hielo, pero poniendo la cabeza por delante del
cuerpo. Mucho frío, pero en lo alto de la pista podemos observar la increíble
extensión de la arboleda, el contraste de los colores de las hojas de los
diferentes árboles, que van pasando del verde, al rojo y al amarillo. El viento
en la cara, el frío y volver a sentir la naturaleza bajo mis pies me hacen
recordar sensaciones que había empezado a olvidar.
Desde
ahí vamos a Cecis, el pueblo natal de mi alumna. Allí sí que sí, nos metemos de
lleno entre los árboles hasta llegar a un río. Y la alucinante experiencia de
encontrar setas que sí se pueden comer, señal de que no muchas personas han
pasado por allí antes, y salirnos del camino para buscar otras nuevas, y pisar
las hojas encima de la tierra mojada (y agradecer que me traje mis botas de montaña,
la mejor decisión de mi vida), trepar por colinas, escuchar los pájaros
carpinteros arriba en los árboles, admirar el sol o las nubes, estar en pleno
contacto con el mundo. De repente recuerdo lo que fui y me asombro descubriendo
que la educación en el escultismo me ha dado sentimientos y conocimientos de
los que no era del todo consciente. Nunca está de más descubrir estas cosas.
Y
vamos hasta el pueblo, donde comemos, y vemos casitas y castillos de cuento,
porque este país es así, lleno de viviendas pequeñitas de madera y colores,
como si fuera siempre un decorado, como si todos fuéramos muñequitos.
Y
nos volvemos, ya de noche, con la lluvia, que hasta ese momento nos había
respetado, en los cristales, contenta porque aunque los planes se me estropean
y vuelva a pasar la noche del sábado a casa, encuentro más armonía en poder
respirar el aire puro y caminar tranquila entre la naturaleza que en cualquier
otra cosa. Y después… pasar el domingo entregada al trabajo, pero esa ya es
otra historia.
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Paisajes, colores, y una seta gigante |
Mientras
tanto, me he instalado en casa, hogar al que mis compañeros llaman
Trabubulandia (que a mí no me acaba de convencer, porque no hay trabubus rosas
y eso me resta personalidad). Ya tengo mi huequito y mi habitación-salón está
bastante respetada, más que nada porque yo nunca estoy en casa y eso para ellos
es bastante fácil. Desayunamos juntos, y cenamos juntos, o pasamos las
sobremesas de unos y otros en la cocina, y me agrada inmensamente el saberme
menos sola, aunque no compartamos más que ratitos al calor del fuego. Siempre gusta
poder conversar sobre el irremediable frío y cómo combatirlo, o sobre las
carreras y costumbres Erasmus. En las que, ya que estamos, participo de vez en
cuando, sobre todos los miércoles, porque una no se puede permitir ser una
estudiante más, pero sí observarles desde una cierta distancia y dejarse llevar
un poco por la fiebre del español fuera de sus fronteras.
El
resto del tiempo trabajo, con mucho esfuerzo, cada día más derrotada por el
choque cultural, pero muy contenta, por el apoyo emocional de la escuela. No sé
si es una gran familia, pero sí es bonito poder encontrar comprensión y ayuda
cuando se pide. Y poder pasar buenos ratos, en el equipo laboral del que formo
parte que, según me han dicho, sólo se puede ser constituido por gente con
rarezas. Yo digo que, en mi caso, considero que soy bastante normal, y el jefe me
contesta: no, que tú has estado un año en la India. Y, en fin, si es que al
final… tiene razón.