A
veces pienso cosas que no entiendo cómo no os he contado aún, y luego se me
olvidan delante del ordenador. Igual empiezo a anotarlas sobre la marcha,
asumiendo el toque bohemio que eso me va a dar. Y sí, también tengo que empezar
a sacar fotos, aunque será difícil decidir qué dejo fuera y qué no.
Hoy
he vuelto al colegio. Aprovecho estos viajes en coche para hablar con la jefa,
a la que no veo el resto del tiempo, y preguntarle las cosas que me
intranquilizan. En la conversación de esta mañana he hecho referencia a Ana y
creo que a ella se le había olvidado ultimar los preparativos, o dar las
órdenes oportunas. También he repetido lo de mi teléfono y que me confirme la
fecha de la mudanza. Y en estas hemos llegado al colegio.
Estaba
totalmente desierto, y es que los niños están de vacaciones, pero he tenido dos
alumnos. Un chico y una chica que, conscientes de su bajo nivel de español a
pesar de haber estudiado dos años, han decidido asistir a las clases por encima
de las vacaciones. No he podido salir del impacto, aún no me lo creo. Recupero
el gusto por las clases a niños, me llenan más que las que doy a adultos,
sensación esta que había perdido en Portugal y vuelve a mí ante niños que
todavía respetan y que tienen ganas de aprender, que ponen interés, que saben
divertirse sin hacer el mal, que disfrutan y saben lo útil que puede ser esto
que están aprendiendo en su futuro. Niños que hablan, sin excepción, un mínimo
de cuatro lenguas y se plantean si elegir una quinta. Al acabar la clase me
ofrecen un té (benditas colonias inglesas, con sus mismas tradiciones y
sabores) y me quedo hablando con ellos, que no quieren dejarme sola.
La
vuelta la hago ya sin la jefa, en el mismo coche con abejas que me sacó del aeropuerto
el primer día, y observo esta nueva parte de la ciudad más atentamente. Ya me
he acostumbrado a la falta de aceras, al tráfico (que se sobrelleva mucho mejor
desde un vehículo cerrado que desde el triciclo), a la gente por la calle, a la
deconstrucción de la ciudad, a las vacas, las cabras, los bueyes… no me
acostumbro a la pobreza. Me impresiona la cantidad de gente tirada, enferma o
pidiendo en las carreteras a los cochazos. En este barrio además, se pueden ver
chabolas y tiendas de campaña, cobertizos que sirven de vivienda. Y aún así la
ciudad no da una sensación decadente, todo lo contrario: luchan por seguir, se
ven los progresos, se respira un optimismo enfocado a la evolución.
Llego
a la escuela y me dan la noticia: me mudo. No a la casa, si no a otra
residencia, porque Ana llega esta noche y así podremos estar las dos juntas. Me
pregunto si a nadie se le había ocurrido comentármelo antes, porque en 15 días
mi expansión por la media habitación que me tocaba ha sido inevitable. Y me
dan, también, la tarjeta del móvil, sin explicarme ni cómo funciona, ni cómo
voy a pagarla, ni darme un aparato en el que meterla. Y en esto llega Preeti,
la de la moto, y la única que parece saber cómo se solucionan los problemas sin
andarse por las ramas o posponiendo decisiones, y me dice que cuándo libro, que
el viernes ella me acompaña, me compra un móvil, me abre una cuenta en el banco
y lo dejamos solucionado, y mañana me pone internet en el ordenador. Esta chica
es una maravilla.
Así
que me monto en el coche de la abeja, vuelvo a la residencia, hago la maleta,
recojo las mil cosas que tengo por la habitación, le dejo una nota a Sri y
hasta me da un poco de pena, porque lo suyo hubiera sido despedirnos en
directo, pero no queda otra, y me voy. A la calle de al lado. No entiendo, de
verdad, porque nadie me explica nunca nada. Así que me instalo con la seguridad
de seguir conociendo el barrio, en una habitación con un porcentaje bastante
inferior de insectos (he visto una mosca, creo), más pequeñita pero con más
luz, y animada porque la cama de al lado la va a ocupar Ana, que vendrá,
supongo, dormida y desconcertada como llegué yo. Aquí la ventana también da a
la calle pero a una mucho menos ruidosa (aunque como no estoy lejos del otro
sitio, oigo los pitidos desde aquí), así que hoy igual duermo y consigo
tranquilizar mi estado de alerta.
Más
optimista, más animada, más segura. Dos semanas, ya.
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