Desde mi ventana |
Nevó.
No es que nevara mucho, pero la emoción llegó a la ciudad, o al menos al sector
extranjero, y lo de menos fue el frío. Mi compañera de piso, avisada por su
móvil, estaba a las 5 de la mañana pegada a la ventana (y es que estos
andaluces no sabían de qué se trataba, lo de los copitos cayendo del cielo) y
cuando yo me desperté estaba mirándome a mí y a la ventana, a partes iguales,
muerta de ganas de compartir lo que estaba pasando. Ya hicimos las primeras
fotos, y decidimos qué modelito era el adecuado para lanzarnos a la calle y
vivir de cerca lo que nos estaba pasando.
El
frío helado en la cara, el abrigo mojado, el gorro, los guantes, la bufanda
rodeándonos enteras, no importa nada. Bajamos al centro comercial más cercano,
buscando el abrigo que me iba a salvar del invierno, porque si no una no
sobrevive a estas temperaturas, con un poco de pena porque sólo sonreímos
nosotras, a nadie más parece interesarle el nuevo evento.
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Mucha emoción |
Y
me compré un abrigo más grande que yo, muy calentito. Preparados para salir, y
pisar la nieve, y hacer mil fotos, y ver el efecto del sol en las calles
blancas, y hacer amigos nuevos, y disfrutar como si jamás hubiéramos visto el
manto blanco antes.
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Cosas de la nieve |
Aquel
día hice algo que, como la mayoría de las cosas, los Erasmus aseguran que es
obligatorio hacer y yo, como la mayoría de las cosas, no había hecho hasta ese
momento: ir al mercado. Para empezar, no sabría decir dónde está. Siempre
llego, si voy sola gracias al bus, si voy con gente gracias a la gente, pero no
sé decir dónde está. La ciudad es perfectamente sencilla, es imposible perderte
en ella, pero el mercado se sitúa en una dimensión paralela a la que sólo
puedes acceder después de pasar varios túneles, subir y bajar ciertas
escaleras, atravesar algunos edificios o perderte por subterráneos. Es
imposible decir dónde está, nadie lo sabe con certeza y yo no podría llegar
fácilmente.
El mercado (pero con nieve) |
Una
vez allí, la acumulación de gente friki es mayor que la que tienen las estaciones
de autobuses españolas. Es normal, porque el precio de las cosas es bastante
inferior que en el resto de lugares de Riga, así que el (enorme) recinto está
lleno de gente loca, o gente que no puede permitirse comer como le gustaría, o Erasmus.
Y no deja de darle un aire de autenticidad, eso.
En
el mercado puedes encontrar de todo. De todo. La mayor parte de lo que
consigues no tiene una procedencia concreta y se puede fácilmente suponer su
ilegalidad, pero… sí, es barato y no hay nada que no puedas encontrar. Nada.
Así que comimos por menos de un lat cada uno, tomamos un postre a base de
rosquillas nada light muy rico, y compramos galletas para todo el mes. Después
lo visitamos cada viernes, se ha convertido en tradición, y ya nos hemos renovado
el armario, puesto bien gordos, comprado botas y zapatillas y encontrado la
mejor fruta y verdura de la ciudad. Así que es una visita obligada, porque
reúne lo más auténtico de Letonia y es toda una aventura recorrer sus puestos
al aire o sus pabellones cerrados intentando encontrar algo concreto, o
simplemente observando el panorama.
Y,
entre viernes y viernes, la vida sigue. Renunciando ya a ciertos planes por
vencimiento por cansancio (en algunos casos por enfermedad, pero nada grave),
integrándome poco a poco en la vida Erasmus, sin dejar de conocer el resto de
vida. Hablando con los alumnos y descubriendo cosas que me hacen retroceder en
el tiempo, porque aquí todo es natural, aquí no ha llegado la modernidad, y
siguen recogiendo sus manzanas y haciendo su mermelada casera, a lo que dedican
todo el fin de semana, y luego se la cambian a los que tienen sus abejas y
hacen su miel, o a los que hacen su propia cerveza, y hay un submercado
natural, como en la época medieval, que no pasa por impuestos ni bancos, que
consiste en la bondad de tu vecino, en el placer de poder tomar algo con el de
al lado mientras relatáis cómo habéis conseguido que este año el queso tenga
más o menos textura.
Y
también aprendo, o me dejo decir, que la nieve es buena porque protege a las
plantas del frío. Dicen que en ella pueden vivir insectos, así que puedo dejar
de decir que aquí no hay bichos. Me intentan vender que cuanta más nieve menos
frío hará, que es peor ahora que no tenemos casi. Me dicen que cuanto más frío
haga, mejor estaremos, que lo peor son estos 5 grados que hacen que los virus
no mueran y todos estemos enfermos. Y yo escucho e intento aprender, pero no
entiendo muy bien sus razonamientos y a veces me parece que repiten teorías de
abuela sabia, de esas que jamás se han basado en la ciencia pero que, por qué
no, pueden ser más lógicas que estudios largos y pesados.
Después
de los colores del otoño, los árboles se han quedado secos y empieza a hacerse
de noche a las 4 de la tarde. Y eso, ahora sí, a veces da lugar a cierta
depresión, pero la combato con compañía, con mil planes y con un extraño y
nuevo concepto del tiempo, porque ya van dos meses y medio y han pasado
volando. Y ya espero la primera visita. Y luego la segunda. Y a este paso, en
breves nos plantamos en Navidad, y el verano está a la vuelta de la esquina. La
depresión siempre se pasó con optimismo.
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