Lo primero que hace uno al llegar a un país en el mundo lejano, en el que existe la posibilidad de que te arrolle una ola gigante o un cocodrilo te salga del váter (aunque esto último probablemente no lo solucione nadie) es ir a la Embajada Española, a decir que estás por allí. Aunque no les importe, tú vas y lo dices. Una amiga experta en estos temas me aconsejó: vete antes del día de la Hispanidad, para que te inviten a la fiesta. Sí, amigos, lo de los tsunamis es secundario.
Vistas desde (y de) el Skyline |
Fácil. Buscas la dirección en el
interné, te dejas aconsejar por la misma página de la embajada sobre la parada en la que
tienes que bajarte del skyline (metro
que va por el aire… bueno, no, por enormes construcciones de cemento gris),
miras un poquito el Google Maps para orientarte, y te vas pallá a las 10 de la
mañana. Yo, al menos, eso hice. A las 11 estaba en la parada indicada. Inicio
mi camino un poco perdida. No, por aquí no era. Doy media vuelta (no es fácil
adivinar por qué lado de la carretera te has bajado –literalmente- y eso
despista un poco los primeros días, ahora ya voy cogiendo el truquillo).
Aaaah, aquí sí. Ahá, coincide la calle, el número. Todo bien. Vamos a
celebrarlo con un rico Cha Yen, que es una bomba calórica buenísima que hacen
con té, leche, leche condensada, azúcar y mucho hielo (como todo, todo lleva mucho
hielo, que para eso hace 30 grados). Te lo ponen en un vaso gigante, con tu
pajita y tu bolsa transportable, para que te lo puedas llevar a cualquier
parte.
Más contenta que unas castañuelas
pregunto, por contrastar, si estoy en el camino correcto. No. La avenida es la
correcta, pero no es la dirección adecuada. Media vuelta. Avenida gigante de
vuelta al skyline. Cruzar la carretera enorme por el pasadizo aéreo. Ahora sí.
Sigo otro rato mirando al cielo, a ver si veo el nombre del edificio de la
embajada. No. Pregunto por asegurar. No, esta no es la avenida, esa está ahí
de donde vienes. Como a dos kilómetros. Me doy la vuelta un poco mosqueada y por
no quedar mal y que parezca que le estoy ignorando, casi segura de que esa es
la avenida. En vez de esperar otro kilómetro a preguntar, lo hago directamente,
a un moto taxi (no lo voy a explicar, su propio nombre lo deja claro). Sí, esa
es la avenida, pero voy en la otra dirección, que me dé la vuelta y él si
quiero me lleva, claro, qué majo. No, le digo, prefiero ir a pie. Sigo en la
última dirección indicada (que era la que yo había tomado en un principio,
hacía unos 3 kilómetros y una hora, para el lector perdido como lo estaba yo) y
me paro en un edificio pijo a preguntar, porque oye, total, qué más da. Me
dicen que voy bien pero que igual pasado mañana llego. Que me coja un metro
(normal, de los subterráneos) que es solo una parada. Así que camino hasta la
parada más cercana, me bajo en la siguiente, y voilá, estoy en un jardín
dedicado a su Majestad la Reina, sin una pista lejana de cuál es la siguiente
dirección a tomar. Como una puede parecer empanada pero luego está bastante
espabilada, sigo mi propia intuición, que rara vez me falla en eso de
orientarme, y me recorro otro kilómetro de parque hasta que veo un lago. Como
el edificio se llama Lake Nosequé, eso, vosotros habéis hilado. Un poco más
adelante lo veo, al otro lado de la carretera. Cruzo la enorme avenida
jugándome la vida, porque no, nadie va a parar, y llego.
Son las 12:45 y la embajada
cierra a las 13. Y yo me pregunto por qué olvidé que en Asia (igual porque
pensaba que solo pasaba en la India) tienen una feliz manía de no decirte que
no saben, prefieren que tú te vayas con tu respuesta aunque no sea la correcta.
Punto a favor de Tailandia: al menos te lo dicen sonriendo. Que puede ser
también signo de confusión, porque la amabilidad crea confianza, pero oye, al
menos te pierdes contento.
Llego a menos cinco, claro que
sí. Dejo todas mis cosas fuera (la pistola y la dinamita) y entro directamente
en ventanilla porque como no soy capaz de explicarle al de la puerta a qué voy,
no me puede dar número de espera. Y le cuento al tai mi vida en mi idioma, que
es lo bonito de las embajadas. Me da mil papeles a rellenar y me indica
amablemente que lo haga en otro sitio donde no estorbe, así que me pongo cerca
de la puerta para atormentar todo lo posible entrando y saliendo a por mi DNI,
mi pasaporte, mi teléfono, cómo que no lo puedo pasar, que no me sé el número
de mi madre, ¿me lo va dictando usted? Gracias. Y otro chico atento a la jugada
viene a presentarse como el lector de otra de las universidades. Sí, así es. El
destino ha querido que yo me dé vueltas por la calle más grande de Bangkok para
poder conocer a otro español perdido por el mundo. Bieeeeen. ¿Quién no cree en
el destino? Que le voy a decir unas cosas.
Así que agradecidos y emocionados
intercambiamos facebook (cómo son los tiempos modernos) y el tai español, que
nos ve entregados, se anima a invitarnos a la famosa fiesta de la Hispanidad.
Así que sí, tenemos un plan elegante al que asistir, invitados por la
embajadora en persona (o una mujer al azar que me preguntó que si mi apellido
era como el pueblo, y no supe qué responder).
Esto que yo quería hacer en una
horita para dedicar el resto de mi día a buscar piso se convierte en un haber
echado la mañana a lo tonto. Es la una y media y aquí se come a las 12. Esto no
tiene sentido. Me apaño como puedo y me pongo a lo segundo.
La búsqueda de piso, ay, amigos,
ese drama.
No es fácil esto. Internet ofrece
pisos maravillosos a precios de gente que se puede permitir tener internet.
Porque televisión hay en todas las casas, pero un cablecillo no. Así que desechamos
esa opción, por imposibilidad de pagamento y posibilidad de deuda eterna.
La otra opción es encontrar un
barrio adecuado y patearlo hasta morir (pudiendo esto ser posible, la muerte, digo, dada la
temperatura y humedad del ambiente). El barrio elegido tiene que quedar cerca
del skyline que me lleve a la furgoneta que me lleva a la universidad que está
a 60 kilómetros de la ciudad. Y resulta ser un barrio de gente pudiente. Que
luego pensándolo bien no es tan caro, pero aquí los sueldos no son lo que allí
manejamos, ni mileuristas ni parados siquiera. Pero bueno, allá vamos.
Pisos caros, pisos feos, pisos
oscuros, pisos bonitos y muy caros. Millones de pisos. Como iba acompañada no
puedo daros muchos más datos. Yo iba, decía si me gustaba o no, si lo podía
pagar o no, y nos íbamos. Las ventajas de los compañeros autóctonos majos. Y
así pasó el resto del día.
Como al día siguiente mi compañera
tenía que trabajar, me lanzo a la aventura de encontrar piso yo sola. Empiezo
comprándome una tarjeta de teléfono, porque me parece a mí que con internet en
el móvil igual me pierdo menos que a ciegas. Esto en parte fue verdad. En otra
parte no.
Vamos, que encontré el primer
piso, pero con el segundo, cuando todo parecía ir bien, se acabó la calle. No
se acabó, resultó que había un parque entero destinado a los militares del
país, que no te dejan entrar y que si te acercas 300 metros a la puerta van a
venir a buscarte para ver qué estás haciendo allí. Y así fue, porque no me
acerqué más, porque vi el panorama y me di media vuelta con el chachifón en la
mano, pero no, el señor me persiguió y me dijo que a dónde iba. Le enseño el
mapa y no tiene ni idea. Busco en la pantalla del móvil algo cercano: tal colegio
internacional, eso sí sabe, me indica donde está, no me entero, debe estar
lejísimos así que tiro la toalla, a él no le da la gana, me indica (podría
decir “dice”, pero es que realmente no sé qué me dijo) que me quede donde
estoy. Se va. Vuelve al rato con un coche claramente prestado (era un taxi, de
hecho) y me dice que me suba. Y me subo, total… Coge la calle principal, me va
indicando con el dedo, yo no me estoy enterando pero me aferro a mi mapa como
salvación final. Gira a la izquierda mientras se quita la chaqueta. Por ahí no,
señala, por ahí mejor (carretera, simple y llanamente). 5 minutos después, cuando es
obvio que no me voy a quedar en un piso tan alejado del mundo, vuelve a girar a
la izquierda. 5 minutos más (en coche, recordad que yo no dispongo de tal
medio) y se pone a preguntar a todas las personas de la calle hasta que
llegamos al susodicho colegio, al que, vamos a recordar, yo no quiero ir para
nada. Le digo que es que no es ahí, que es más adelante (por señas, todo), así
que sigue avanzando. Un poco más. Un poco más. Sí, ahora sí parece que estamos
como a media hora andando del lugar en el que yo tengo que estar hora y media
antes de llegar a la universidad. Gracias. Que si me espera a que salga, le
creo entender. Le digo que no. O vete tú a saber que le estaría yo diciendo.
La rotonda en la que casi muero en una moto taxi, pero vista desde arriba |
Y esta y otras historias apasionantes (pero no tanto, quizá) me llevan a quedarme en un edificio bien lujoso, digamos que no barato, pero con su piscina y gimnasio, su portero, su seguridad, su tarjeta para entrar, y su vida de élite. No se asusten, no pago los 3000 euros que pagaría en Madrid por una cosa así. Pero invitados estáis todos a visitar la piscina, y a la ocupante del piso también.
En la próxima edición, la
universidad. Si no me pasa nada antes.
1 cerca de veras!:
La virgeeeeeeeen!!! Qué complicado todoooo!! Pero, y lo que se conocen las ciudades nuevas a fuerza de perderse y visitar pisos qué? Eso no se paga con dinero... y de hacerse se paga en baths, que me mata mucho.
Yo quiero ir, pero sobre todo por ver la piscina, que no he visto nunca ninguna :P Empiezo a marcar, as usual, el me voy contigo ya ;)
Loveyou!!
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cerca de veras!!