Sin objetividad ninguna, un relato de experiencias y sentimientos de mis viajes por el mundo. Única manera de hacer que, incluso estando lejos,
esté cerca de veras.
El
día de la República nos lo dieron libre (con intento frustrado de quedar a
comer, porque la jefa opina que el único día que quiere vernos es el que
libramos) y nosotras cogimos la tarde anterior por nuestra cuenta (con llamada
posterior y bronca).
Montaña en Coorg
Un
alumno de Ana, que se ha hecho amiguito nuestro, decidió que el único sitio al
que se puede ir en un día era Coorg, así que nos montó en el coche y allá
fuimos. El viaje es peligroso, como de costumbre, pero además dura 5 horas, en
las que vimos la muerte acercarse en forma de adelantamientos a excesiva
velocidad, focos que vienen directos hacia nosotros por un carril equivocado y
carreteras con demasiados agujeros. Llegamos de noche y, como él prometió, nada
más entrar en el estado bajó las ventanas del coche. Estamos en medio de un
bosque de árboles gigantes y me llega un aire limpio que abre mis intoxicados
pulmones y un viento fresco que devuelve las sensaciones a mi piel. Me traslado
a cualquier verano en Asturias o en la misma sierra charra en la que se
agradece la chaqueta y sentirse vivo, agradezco recordar lo que era el frío (el
fresquillo, porque frío tampoco hace). Escucho el silencio. Creo haber cambiado de país. Quiero cambiar de
país.
En lo alto de la montaña
Disfruto
de la última parte del viaje con exagerada emoción y cuando bajo del coche
estoy mareada. Él asegura que es normal, que hacía mucho que no respirábamos
aire sin contaminar y estamos más arriba de lo normal. Nos lleva a cenar a un
resort en el que merece la pena dejarse unas buenas rupias, y envidiamos la
vida feliz de los occidentales con tiempo y dinero. Y nos comemos su buffet.
De
allí a su casa. Él vive en Bangalore pero su familia tiene (muchas) tierras
allí, en las que cultivan, entre otras cosas, café. Nos muestra el proceso
cafetero completo y la auténtica casa de pueblo, recuerdo mis veranos libre y
salvaje en Castrejón. Soy todo nostalgias. Y rematamos con un parchís previo a
las nueve horas del sueño más maravilloso que he tenido desde que estoy aquí:
sin ruido, luz, insectos calor o frío.
Por
la mañana, los criados nos dan desayuno no picante (a petición), probamos el famoso
café (que luego nos regalaría) y nos dirigimos a una montaña, posesión de la
familia también, a coronar la zona. El camino, en coche, me impresiona por la
limpieza natural, las casas humildes y coloreadas, la gente sonriente y
ocupada. Sospecho que la pobreza la dan las ciudades, que aquí no existe porque
hay trabajo para todos y juntos cuidan su naturaleza, que es lo que les da de
comer. No hay basura, no hay contaminación, ni ruidos, ni intentos de vender
cualquier cosa, ni malas miradas o rechazo. No pueden haber nacido en el mismo
país que yo conocía, parece increíble.
La paella y la sangría más caras de la historia
Llegamos
a su montaña y subimos para ver, efectivamente, cómo un estado gigante y verde
se extiende a nuestros pies, e intentamos calcular cuánto tiempo tardarán en
acabar con este tesoro. Aunque, según nos explica, los coorgies, orgullosos de su casta y su tierra, lo mantienen a salvo,
puro e intacto. Disfrutamos del paseo, me encanta volver a sentir la tierra y
la libertad, camino y pienso en silencio. Admiro un país que no me dejan
conocer y que me sorprende cada vez que doy un paso. Recuerdo haber tomado la
decisión de llegar hasta aquí así, recorriendo montañas en silencio en Julio, y
no me resulta nada difícil aclarar de nuevo mis ideas y elegir la nueva
dirección de mi camino. Adoro las grandes ciudades pero no me pueden quitar la
posibilidad de escape.
Y
volvemos a Bangalore cerrando las ventanas al atravesar la frontera,
entristeciéndonos por el camino.
La
vuelta al trabajo no es excesivamente dura, porque un día de parón no hace
perder el ritmo. Ni siquiera nos da tiempo a eso. Y las horas de clase aumentan
a la velocidad a la que disminuyen nuestros derechos.
Anas famosas
Aún
así, entre horas y horas de trabajo, intentamos no venirnos abajo. Y hemos
tenido días de morir en el sofá, pero también nos hemos obligado a levantar el
culo. Hemos ido a fiestas de extranjeros asustados por indios desfasados en las
que nos hemos reencontrado con españoles conocidos que habían dejado de
llamarnos, etiquetándonos de rancias por trabajar los domingos, y hemos hecho
las paces robándole en micro al organizador para marcarnos un Clavelitos todos a una. Hemos sido
invitadas a ver las carreras de caballos después de comer en el club más pijo
de la ciudad y hemos salido fotografiadas en los periódicos más importantes de
la zona, siendo luego reconocidas en restaurantes, clases y otros eventos.
Hemos bebido cerveza gratis a la salud (o viviendo de las rentas) de mi padre,
que invitó un día a unos chilenos que quisieron devolvernos el favor. Hemos
salido a cualquier sitio y encontrado gente conocida, sospechando que o tenemos
una vida social admirable o nos movemos por donde debemos. Nos hemos tomado la
paella y la sangría más caras de la historia mientras escuchábamos a Fito en un
restaurante que nos ha hecho dudar de dónde estábamos. Hemos recibido y
despedido amigos casi el mismo día y no hemos vuelto a tener noticias de su paradero.
Hemos ido al cine en hindi para comprobar que no hay que entender los diálogos
para seguir el argumento y que a ellos tampoco les entusiasma, porque hablan
por teléfono, gritan, se ríen… y nunca nada que ver con lo que está pasando en
la película. Hemos rogado por un puente para salir de aquí (denegado), hemos
suplicado por dos domingos libres al mes (ni hablar), llorado por un domingo
(ya si eso os digo). Hemos criticado, sufrido, despotricado, desesperado. Hemos
decidido. Hemos soñado planes.
Y
ahora seguimos adelante, con la vista puesta en el final. Cansadas, muy
cansadas, pero disfrutando cada paso, que es lo que sí depende de nosotras.
Para
hacer de la contradictoria (i)lógica de este país la mía también, los martes y
los jueves son los mejores y los peores días de la semana. A la vez. Son los
días de colegio.
Los
días de colegio empiezan mal pase lo que pase, porque empiezan a las 6 de la
mañana, y aunque he conseguido acabar con mi insana costumbre de no acostarme
nunca antes de las 12 de la noche, eso de despertar y no ver el sol no recarga
mi energía. Me levanto, me visto con la ropa elegida el día anterior (entre la
que, a petición del director, no se encuentran ni vaqueros ni ropa ajustada,
que se ve que las dos primeras semanas tuve al colegio revolucionado), y salgo
de casa con el miedo a dejarme algo o llevar zapatos diferentes. Y camino hasta
el bus. El vecino de enfrente lava el coche religiosamente (hindú) a las 6:30,
el de más allá pasea al perro y ya en la carretera (sorprendentemente tranquila
a esta hora) hay uno que siempre va en bici a algún lugar.
Espero
al bus con la esperanza de que no llegue, pero nunca falla, y saludo a las dos
niñas somnolientas que ya están allí. Me siento, ya agarrada al asiento de
delante, porque el conductor pilla los badenes (que se acumulan en las
carreteras para evitar accidentes, aunque yo creo que algún semáforo
solucionaría mejor el asunto) como si el bus compitiera en Fórmula 1 y yo, que
me siento en la última fila a petición de la auntie (señora con burka que coloca a los pasajeros y guarda las
mochilas para que los niños quepan), voy volando literalmente, con pocos
momentos de culo pegado al asiento.
Y
así pasamos hora y media, llenándose poco a poco el bus de niños dormidos y
profesoras con derecho a los primeros asientos, mientras yo observo por la
ventana las distintas residencias de estos niños que, en barrios pijos,
intercalan grandes chalets con familias a la puerta de su chabola calentando agua
en un fuego en la carretera, vecinos pared con pared. Porque los barrios “bien”
no se comparan a los que nosotros conocemos.
Cuando
llegamos estoy agitada y empanada a partes iguales, para seguir con las contradicciones.
En
la sala de profesores está la de francés, que me habla de sus cosas y, aunque
pregunta, nunca escucha las mías, y no me parece mal, porque entiendo que la
mujer necesita hablar y desahogar sus penas. Ella trabaja en dos colegios y así
mantiene a sus tres hijas que estudian y trabajan en Francia, y a su padre, que
está en casa. Hasta la fecha no tengo noticia de marido.
La
primera clase desapareció, no sabemos por qué, así que la acompaño a la
biblioteca y le enseño a usar internet, porque no se apaña muy bien. Después
tenemos al año 9 y ahí empiezo a recargar las pilas porque ellos lo exigen.
Tienen demasiada fuerza como para permanecer dormida y tiran de mis ganas con
los más ingeniosos comentarios construidos con la base más simple del español.
Después toca el té, y ahí despierto definitivamente. Y luego el grado 8, más
pequeños y menos graciosos, pero más espabilados, absorben cada palabra que
sale de mi boca y tengo que evitar elementos malsonantes. Después sólo una
niña, que prepara con poco éxito los exámenes.
Y
en medio de todo esto, la comida, que suele ser un arroz en teoría no picante
porque está hecho para niños, que deben haber crecido en el mismo infierno.
Ese
podría ser un día normal pero suele haber exámenes que cancelan las clases, o
partidos que evitan que los niños asistan, o ensayos, o excursiones, o
reuniones, o misa (hindú). Así que paso las horas hasta las 3 de la tarde
perdiendo el tiempo y preguntándome si estoy saliendo rentable, aunque ya me lo
tomo con filosofía y leo, escribo, me preparo alguna clase o paseo.
Y
es que luego el colegio es un lugar bien agradable. Es un edificio al aire
libre (las clases dan a pasillos sin techo, el comedor no está cubierto, el
patio es lo más grande del recinto) pintado de colores y decorado con los
trabajos de los pequeños según la temporada. Por los pasillos todo el mundo
sonríe y se saluda, y la gente es tan feliz como se es en las clases cercanas
al verano en Europa. Imaginad un colegio en el que siempre hace sol y calor, en
el que las preocupaciones del frío no existen. La temperatura influye en la
importancia de las cosas, mi sospechas se vuelven seguridad, y si aquí no pasa
nada por no ir a clase si tienes baloncesto es porque, sí, hace calor, qué más
da.
Y
a las 3 volvemos al bus. Éste, que lleva todo el día al sol, agobia un poco, y
los niños, que también llevan todo el día al sol, han cambiado su olor, así que
abrimos las ventanas y por el camino entra todo tipo de polución. Aprendo a no
ponerme ropa blanca. Ahora todos están más despiertos y por turnos, aunque ya
hayan pasado tres meses desde que llegué, tienen algo que preguntarme. Yo
escucho mí música hasta que siento sus miradas, me quito los cascos: “Ma’am,
¿cómo te llamas?”, “Ma’am, ¿eres española?”, “Ma’am, ¿eso que usas es un móvil?”
(no pueden entender que el aparato con el que llamo sea diferente del que uso
para la música, malditos iphones), “Ma’am, hemos estado hablando y nos encantan
tus zapatos”.
Vamos
dejándoles hasta quedar las tres del principio. A las 16:30 llego a casa con un
cansancio extremo, maldiciendo el madrugón y las tres horas de parque de
montaña rusa del viaje, pero contenta porque es el trabajo que me gusta, por
haber recuperado la fe en los jóvenes (que destruyeron los demonios
portugueses) y por sentir que sí estoy consiguiendo algo.
Me
acompaña en mis viajes la historia de una australiana que se vino a la India y
vivió cada una de nuestras experiencias, y sintió lo que nosotras sentimos. En
clave de humor, leer en inglés se me hace lento pero no pesado, y ella acaba
diciendo mejor que yo:
India
is beyond statement, for anything you say, the opposite is also true. It’s rich
and poor, spiritual and material, cruel and kind, angry but peaceful, ugly and
beautiful, and smart but stupid. It’s all the extremes. India defies
understanding […] In my country I felt like I understood my world and myself,
but now, I’m actually embracing not knowing and I’m questioning much of what I
thought I did know. […] India is in some ways like a fun hall of mirror where I
can see both sides of each contradiction sharply and there’s no easy escape to
understanding.
Para
no recordar y martirizarnos con la idea de estar perdiéndonos la noche de reyes
(o no pensar en la tradición cabalgatera y su correspondiente celebración, ya
obligada) aceptamos la invitación de Anhubav a ir a la boda de su hermana. Ya
se habían casado, el 25 de diciembre (son muy cristianos ellos, sin saberlo) en
algún lugar del norte, pero como eso es el equivalente español a casarse en
otro país, hacían una segunda celebración para familiares y amigos (y
nosotras), algo más íntimo.
Con los novios
No
conseguimos que nadie nos dejara un sari, así que elegimos la ropa que
supusimos adecuada y conseguimos llegar casi sin pérdida al lugar. Es un bonito
jardín con alguna mesa, un montón de sillas rodeándolo y un escenario
extremadamente decorado al fondo. Nos reciben con un zumo de algo que podría
ser piña, que preferimos a otro vaso con contenido sospechosamente verde.
Y
llegan los novios. Ella con un sari blanco con perlas, brillantes y adornos,
muy bonito a pesar de la descripción, y él con una túnica verde con reflejos
irisados, descripción exacta (cada uno juzgue la moda a su gusto). Y dan la
mano, besos y abrazos, se suben al escenario y allí se quedan toda la noche,
esperando que unos y otros pasen a hacerse fotos. En un momento dado, elegido
al azar, hay un amago de celebración en el que cada uno le pone al otro un
collar de flores (indio, que se os va a la imaginación a Hawái y nada que ver),
simbolizando lo mismo que nuestros anillos pero a lo grande, y otra vez a posar.
Y el ambiente es agradable, la gente sonríe, el paisaje bonito y estamos en un
remanso de paz, que siempre se agradece en este país, pero no concebimos muy
bien una boda sin su brindis y su pachanga. Una banda hace los honores
tocándose unos temas del Bollywood de los 50 y aunque nadie se anima a bailar
el padre de la novia nos arrastra hasta los músicos para que nos meneemos un
poco a su ritmo, situación que salvamos con bastante dignidad aplicando ciertos
movimientos que hemos visto en la tele y los bares de moda (y Nochevieja).
Pasamos a cenar solos porque cada uno elige su momento, no existe tampoco el
concepto banquete, y nos ayudan a escoger lo que menos pica del catering. Como
en los postres no hay peligro, los probamos todos. Nos hacemos una foto con el
camarero y se acaba la fiesta, no sabemos si se debe esto a que el viernes es
día de trabajo o al horario de la ciudad (sospechamos que a lo segundo).
Con el camarero y el padre
Después
no hemos hecho otra cosa que trabajar. La jefa ha vendido profesoras nativas a
diestro y siniestro y todos los alumnos quieren venir a nuestras clases, pero
nadie ha pensado que si todos quieren españoles igual hay que contratar a más,
así que hasta que no caigan en esta idea desaparece nuestro medio día libre y
el que nos queda es susceptible de cambio dependiendo de lo que salga cada
semana. “Por el bien de la escuela”, ha dicho ella. Y nos lo tomamos con humor,
porque otra cosa no podemos hacer.
Mientras,
vamos descubriendo cosas. El domingo, nuestra amiga mejicana hizo un picnic
para comer en el parque, al que llegamos cuando anochecía (cosas del horario de
trabajo dominguero) y encontramos allí a unas 30 personas (extranjeros y no)
disfrutando felices del fin de semana, indignados ante la explotación a la que
nos dejamos someter. Nos aclara Mafalda que los mejicanos son felices aquí
porque en Méjico la situación laboral es peor (y aquí aún se respetan los fines
de semana… a veces) pero que los europeos dejan sus trabajos indios, como
ejemplo una checa allí presente que acababa de decirle al jefe que lo dejaba y
sus amigos se sorprendían habiendo visto nacer una persona nueva (ella asegura
que no pensaba que se pudiera pasarlo bien en esta ciudad hasta ahora, y había
decidido ir a recorrer mundo). Mafalda dice que no quería condicionarnos y no
nos había dicho nada antes pero que ahora que ya ve que empezamos a quejarnos,
intrigadas ante la falta de lógica y humanidad de la empresa, puede confesarnos
que ella duró 5 meses y no hay nadie que se quedara hasta el final. Encaja esto
con la conversación que tuve con la jefa a raíz del incremento improvisado de
mis clases (sorpresa que me deja sin horas para preparar cursos que no sabía
que tenía) que ella contra argumenta diciendo: “es que todos los españoles dais
problemas”, sin pensar que igual, a lo mejor, quizá, no es que todos nosotros
seamos los problemáticos…
Y
será luego Preeti la que añada que también empieza la espantada de nativos y
otros contratados a partir de cierto momento en que prometen un aumento de
sueldo que nunca llega.
Ante
tanta información negativa sólo podemos alegrarnos de que la situación no esté
yendo a peor y seguir adelante, con pies de plomo porque no hay que prejuzgar
pero tampoco ser tontas. Dice Mafalda que este país te hace lista y ágil, es la
única forma de supervivencia. Y es verdad.
Por
lo demás, descubrimos con nuestros nuevos amigos un bar nuevo, con cerveza, y
con Preeti una bonita cafetería francesa. Tiempo no tenemos, pero sitios a los
que ir nos sobran.
Los
días siguen pasando y la India como tal ya no nos da sorpresas, o nos hemos
acostumbrado a ella (o ella a nosotras). La siguiente aventura llega el martes
en forma de visita a la que no voy a poder prestar toda la atención que merece
o me gustaría, pero que siempre es una buena razón para seguir adelante con
ganas.
Decidimos pasar la Navidad en Hampi, un pueblecito al norte del
que hablan maravillas, y cogimos un bus nocturno al que llegamos de milagro
porque, por supuesto, la parada no estaba donde pensábamos y el primer rickshaw nos llevó a la estación más
caótica y tumultuosa del planeta y el segundo a una calle llena de agencias
donde nadie hablaba inglés. Finalmente vimos a un hombre con el mismo billete
que nosotros y le perseguimos mientras él daba vueltas preguntando a través de calles
solitarias (porque el sistema no es sólo complicado para los extranjeros, ellos
tampoco lo tienen claro) hasta llegar a un local pequeño con sillas de terraza
puestas en hilera a la puerta, haciendo los efectos de parada. El bus, sin
embargo, es sorprendentemente cómodo y no tiene bichos.
Los 4 en unas ruinas en Hampi
Hampi
es un pueblo increíble. Masas gigantes de piedra (granito, dice mi padre)
tallada y sin tallar rodean la ciudad y donde quiera que mires, pasees por
donde pasees, encuentras templos mejor o peor conservados pero con evidencia de
años de trabajo humano en cada milímetro. Nos impacta el sistema de
construcción, la cantidad ingente de personas que tuvieron que necesitar, la
intriga de pensar si eran artistas o es que eran muchos, si todo lo ha hecho la
religión y las piedras las movía la fe o tanto templo tenía alguna otra
utilidad. Tampoco entendemos la aglomeración arquitectónica en esta zona, qué
había aquí que no encontraran en otros pueblos. Pero lo que más fuerte retumba
en mi cabeza es la inevitable pregunta: ¿cómo es posible que habiendo estudiado
en tantas ocasiones el arte mundial desde la prehistoria hasta el mismo siglo
XXI, nadie hablara de esto? ¿Por qué sabemos sobre las joyas europeas, americanas,
o incluso chinas o japonesas, y nadie le da valor a lo que tienen aquí? El
turismo mueve masas y este país está por descubrir, y nosotros pasamos los días
imaginando la explotación consumista de la zona, pero de que los turistas no
tengan la India como paraíso de vacaciones a que historiadores, arqueólogos,
artistas y rehabilitadores jamás hayan oído hablar de este lugar, hay un gran
paso. Así que visitamos anonadados torres en la ciudad, templos cruzando (en
una barquitacáscaradenuez) el río, palacios en las afueras, y al tercer día,
aunque no está todo visto, ya casi no diferenciamos una piedra de otra.
Barquito cáscara de nuez
Ante
tanta impresión y tan diferente decorado, la Navidad ni la notamos, y la barca
que cruza al otro lado del río (en el que se encuentran los hoteles para
extranjeros en los que no tuvimos plaza y son los únicos lugares del pueblo que
venden cerveza –y sólo por la noche-) pasa por última vez a las 6, hora a la
que anochece y poco queda que hacer. Como olvidamos el parchís en casa hacemos
uno de papel y pasamos la Nochebuena así, con los turrones que se salvaron en
el aeropuerto. Y no pasa nada. Confirmo que la Navidad es un invento y aquí no
lo han oído ni de lejos (y me pregunto, de hecho, cómo entienden películas como
Love Actually…) y vale más pasar tres
días juntos bajo el sol asombrándonos por la grandeza de otra cultura que
rendirnos un año más al acostumbrado consumismo helado. Sabemos el día que es
porque mantenemos el reloj, pero no nos invade la pena.
Shiva
Y
el bus de vuelta es mortal, incómodo, sonoro y frío (nunca, jamás, sabes qué va
a tocarte, en este país) así que el día siguiente lo pasamos recuperándonos. Y
al siguiente, concedido por la jefa por aquella extraña razón por la que yo
tenía vacaciones y Ana no, dejamos a esta última trabajando y fuimos a visitar
el famoso Shiva gigante que sale en las fotos cuando buscas “Bangalore” en Google. Más que impresionarnos el tamaño
del dios (que sí, impresionante es), lo hace el negocio que tienen montado
alrededor, el tinglado hortera que se acerca a esas atracciones cutres de miedo
de los parques de atracciones, el recorrido comercial por los ritos hindús que
atraviesas hasta llegar a la estatua. Así, echamos monedas en cuencos de metal,
atamos cuerdas a barandillas, tocamos hielo, pedimos deseos a un lago,
encendemos velas, hacemos pujas (adoraciones) a los planetas, siempre
preguntándonos porqué la India es considerada un país de espiritualidad y paz
cuando incluso lo que está orientado a serlo acaba convertido en estrés y
dinero.
El palacio de Mysore
El
viernes, Ana y yo decidimos escaparnos del trabajo y fuimos a Mysore, una
ciudad a tres horas de aquí en la que hay un palacio y ya. Teníamos la
esperanza de que hubiera algo más pero no, nada más, así que agradecemos haber
escogido un hotel lujoso con una buena terraza que nos refugiara del caos de
gente acosándonos para vendernos cualquier cosa y nos dedicamos a echar torneos
de tute y probar todos los platos del menú. Puede sonar a que ya teníamos un
país para hacer exactamente lo mismo, no hacía falta venir aquí, pero puedo asegurar
que momentos así se agradecen, y si no venís no voy a ser capaz de explicarlo y
jamás lo vais a entender. Y el palacio, dejando de lado el agobio de las masas
visitantes y fotografiantes de guiris, es un reflejo del poder de la monarquía
y maharajás indios, grande y exageradamente lujoso, mezclado con los colores y
las luces del gusto hortera de la cultura. No puedo decir que nos encantara, no
puedo decir que nos disgustara, ni tampoco nos dejó indiferentes. La definición
de este sentimiento que tan a menudo tengo aquí aún no he podido encontrarla,
pero me alegra decir que al menos ahora sí pude compartirla.
Yo con Hampi a los pies
Y
lo de la Nochevieja sí que se escapa del concepto de normalidad. A falta de
plan nos acoge Mafalda en una fiesta a la que ella iba a bailar con su grupo de
danza (aunque sólo bailaran las otras porque ella se había dislocado el hombro)
así que pedimos un taxi que decide coger el camino largo y, como no habla
inglés, no sigue nuestras indicaciones,
y acabamos perdidos en una autopista india escuchando música en kannada (idioma de nuestro estado) a
petición de mi hermano y disgusto de mi padre. Para cuando llegamos a la fiesta
uno de los tres bailes ya había pasado, no quedaba más comida que un pollo extra
picante y los invitados llevaban más copas de las necesarias (hay que añadir
aquí que por alguna razón genética –o de otro tipo, que escapa a mis
competencias filológicas- los indios son mucho menos tolerantes al alcohol que
el resto de razas que yo conozco, y una cerveza les afecta hasta límites
insospechados). Intentamos coordinar nuestros movimientos con los suyos y la
música hindi pero no lo conseguimos, y quedamos de raros cuando bailamos al
ritmo de lo peor de JLo y otra canción conocida, ante las que ellos, que antes
casi se descoyuntaban, ni se menean. Así que pasamos la noche en estado de
observación y alucinación, de vez en cuando interrumpido por una de las
performances de las bailarinas, que eran sin duda el momento más destacable y
loable, hasta que el DJ anunció el cambio de año, supongo que por su reloj, y
contó de 10 a 1. Mi extrañeza no viene de no comer uvas (que también) sino de
la descoordinación general de no pasar de año guiados por un reloj oficial, y
me pregunto si será así en todos los países sin Puerta del Sol. Y bueno, esto
ya es personal, en mi cabeza existía la idea de que si no se comía una uva con
cada campanada, la cuenta atrás tantas veces vista en películas americanas
sería, obviamente, de 12 a 1. Obviamente no tiene sentido contar desde 12 si no
hay un reloj, pero esto jamás se me habría ocurrido y me sentí como si me
faltaran dos algos cuando el hombre dijo “Ten”. Prefiero no recordar mis supersticiones,
porque iba a ser un año muy malo.
Felicitado
el año se acaba la fiesta, media hora más tarde de la hora oficial de cierre
nocturno del resto de días, que había prometido recogernos, no aparece. Tras una
espera interminable, el hotel nos cede un caro pero seguro coche que nos
devuelve sanos y salvos a casa, donde atacamos el chorizo y el turrón. Y si he
dicho que la Navidad es un invento y que al fin y al cabo da igual dónde o qué
estés haciendo, la Nochevieja no sigue esta regla. Todo el mundo cambia de año,
aunque intenten negarlo, y es una bonita fecha para celebrar, para decirle a tu
gente que ahí va otro y que a por él, y alegrarse de estar juntos esa noche
aunque los caminos vuelvan a separarse después. Eché de menos despertarme tarde
con la resaca de la pañoleta, el primer y necesario brindis, a la abuela (que
con mi madre hablé), atravesar la plaza llena de cristales y portugueses, la
primera asegurada en la casa de siempre y salir después sin rumbo, y quedar con
mi gente y encontrarme con la que no es tan mía pero sonríe igual y desea
felicidad. Os eché de menos a todos y cada uno de vosotros y quise encontraros
en la red, olvidando que no es una noche para internet, y estuve triste, pero
duró poco, porque aquí aprendo a asumir y decir: “no pasa nada, para la próxima
lo cambiaremos”.
Además,
en Año Nuevo brilló el sol y salimos en tirantes y falda (mi padre y mi hermano
no vestían esto) a pasear sin resaca, comprar y tomar café helado con nata, y
pensé que todos y cada uno de vosotros hubiera preferido estar aquí que en la
fría España (sea verdad o no, no me lo digáis).
Y
el último día elegimos como destino un parque natural cuya cercanía con la
ciudad sorprendía, por su inmenso verdor, falta de contaminación y silencio.
Con la sensación de haber cambiado como mínimo de continente nos meten en un
bus y viajamos entre osos (como Baloo), tigres (como Sherkan) y leonas (como
Nala) en su auténtico hábitat y en relativa feliz libertad. Encantados,
seguimos cuestionando el equilibrio de un país que puede albergar la ciudad más
caótica con el paraje más pacífico sin un kilómetro de separación y conseguir
que todo, por alguna razón, siga funcionando.
Y
ya se fueron, no sin volver a liarla porque mi hermano se deja la mochila en el
taxi, que no la encuentra, que viene hasta casa, la encuentro yo, viene la
policía, explico que este señor no está intentando hacerme nada malo, la lleva
de vuelta, mi hermano ya no puede salir del aeropuerto, el otro entra, pide más
dinero… y esto es la India, las cosas pasan pero siempre se solucionan.
Así
que la evaluación final es altamente positiva, porque las situaciones límite,
los momentos de bajón anímico, el surrealismo, cada vez que pienso que este no
es mi lugar, se ven completamente compensados y recuperados al poder
compartirlos, al tener a alguien que usa cualquier tipo de humor, que saca la
sonrisa y tira hacia adelante a tu estilo. Se compensa cuando mi padre se
desespera, dice que soy valiente e insiste en que estoy aquí porque quiero pero
que si me canso vuelva, o que me vaya a recorrer Asia, y me da una sensación de
paz y seguridad saber que decidir volver no será considerado, al menos por mi
familia, un fracaso. Y he vuelto a reír ya ser un poco más yo, porque aunque en
la soledad encuentre mi personalidad verdadera, entiendo ahora que siempre le va
a faltar un cachito sin el complemento que los míos me dan. Tiempo de asumir
que sola soy yo, pero que lo que me hace
grande es tenerles delante otra vez. Cada paso que doy hacia la comprensión
de mí misma lo considero un gran logro y se lo debo a la India.
Y,
finalmente (qué pesada estoy hoy), no hago propósitos para el 2012. Quizá
porque no tengo la conciencia de haber cambiado de año, quizá porque cogí la
costumbre de hacerlo en septiembre (que es cuando noto el cambio yo, para qué
proponer cosas ahora que está todo empezado), quizá porque no tengo nada que
cambiar o ninguna meta que ponerme. Estoy aquí porque lo elegí y quiero,
trabajo en lo que me gusta, tengo la libertad para decidir quedarme, volver a
casa o cambiar de lugar cuando quiera, y la independencia para que, haga lo que
haga, los factores que influyan en mis decisiones sean los que yo elija. Puede
ser que despierte sola, pero no todos
pueden presumir de vivir del modo en que les gustaría vivir. No tengo muy
claro en qué consiste la felicidad, pero intuyo que tiene que ver con la
posibilidad de que los momentos de alegría y de tristeza estén liderados por
ti. Así que en vez de pensar en propósitos y futuros, en el 2012 hago una
pequeña reflexión de todo lo que ha pasado, de cómo he llegado hasta aquí, me
alegro al pensar que saliera bien o mal no me arrepiento de ninguno de los
pasos que he dado y afirmo que tengo 26 y
soy feliz así, y es una buena manera de empezar el año.
¡¡FELIZ
AÑO A TODOS!! Y el próximo sí que sí (y si queréis, vale, que cuente como
propósito), lo atravesamos juntos.