[Aviso,
para no traicionar: esto va a ser largo. Si no tienes tiempo ahora, déjalo para
luego o plantéate una división de la lectura (que me salía mejor que dividirla
yo)]
Vino
mamá, y se fue. Pero dio para mucho, y aunque se acumuló el trabajo, siempre
anima ver a alguien en casa o hacer cosas diferentes.
Tiene,
la gente que viene a vernos, una extraña manía de llegar a horas intempestivas
de la noche, así que a las cinco de la mañana estaba yo esperando sola en el
aeropuerto, porque ya se había ido todo el mundo, cuando decidí llamar por si
acaso a la mujer le habían vencido los miedos y se me había quedado en España,
o sus miedos eran ciertos y se había perdido en Londres. Pero no, estaba allí
dentro, incapaz de comunicarse con nadie y, según sus palabras, observada por
ocho hombres cuya misión sería la de arreglarle la salida, de los cuales
ninguno daba señales de querer moverse. Como pasa mucho en este país, sería una
mujer la que finalmente le arreglaría la papeleta y con la que yo hablaría para
darle mi dirección, detalle que yo había olvidado. Amigos viajeros, si vais a
venir a verme, recordadme que os diga dónde vivo, porque si no, no os dejan
salir del aeropuerto y pasáis a protagonizar La Terminal 2: odisea en la India (que vendería mucho más que la
primera, desafiando así aquello de que segundas partes nunca fueron buenas).
Vino
mamá, decíamos, y eso nunca es una excusa para dejar de trabajar (creemos que,
de hecho, no existe tal cosa, ni con una contagiosa enfermedad mortal evitarías
la clase de las 9 de los sábados), así que pasó el día haciéndose al clima de
la casa, que es tan caluroso como el de la calle. A las 5, cuando acabó dicha
clase, decidimos darle una vuelta por el barrio, que a simple vista puede
parecer un plan trivial y aburrido, pero ya sabéis que aquí es una aventura. Me
alegra decir que mi madre asegura y confirma a través de sus ojos todo lo que
había leído de mi mano (teclado) previamente, así que ahí va otra prueba de
veracidad para mi blog. Los aún incrédulos pueden preguntarle.
Salimos
a dar la vuelta al barrio, a tomar el zumo, a comprar al súper y a cenar al bar
de los lunes (era sábado, sí). Es gracioso enseñarle a alguien lo que para ti
ya fue emocionante y ahora no es más que rutina. Volvemos a verlo todo, a
vivirlo todo. Encontramos explicación a cosas que para nosotras antes tampoco
las tenían, advertimos de los agujeros en el suelo, la relajamos ante las
miradas poco amigables de los ciudadanos, nos sorprendemos porque ese día las
vacas no estaban en los montones de basura (inexplicable, esto) y nos
divertimos recordando el día que vimos al elefante en esa misma calle. Y nos lavamos
las manos en el restaurante con normalidad, ante su escándalo por la cantidad
de polvo que tenía todo en el supermercado, y la suciedad que ha cogido por la
calle. Así es la India.
El
domingo sólo se trabajaba por la mañana (esto fue así aquel día, pero no
siempre pasa) y quedamos con Isabel para comer en el único sitio con ternera de
la ciudad, para que mi madre no se llevara el susto culinario así tan de
repente. Coincide en tiempo y espacio con nosotras un amigo de Isabel que está
de viaje, al que llamaremos Jose o Juan dependiendo de la versión, y comemos
todos comentando las delicias del país. Luego el calor nos impide cualquier
cosa y nos entregamos al café helado en una de las terrazas ruidosas de MG
Road, donde soplaba el airecillo.
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Mi sari |
El
plan inicial de nuestros amigos es ir de compras, porque Ella se vuelve a
España a disfrutar de dos merecidos meses de vacaciones (algo he hecho mal, no
sé si esto es culpa del karma, me he reencarnado mal… no sé) y tiene que llevar
suvenires de seda para todo el vecindario, y no ponemos problemas. Alguna cosa
nos llevamos, y miramos y revolvimos todo lo posible, que aquí es muy fácil,
porque si divisas de lejos cualquier objeto, uno de los 20 dependientes corre
raudo a sacarlo de su sitio, consiguiendo tener toda la tienda patas arriba sin
cambiar tu intención de no comprar nada. Dimos la vuelta por el centro y
acabamos en otro comercio de saris de rebajas, que Isabel quería uno para ella
misma y otro de regalo, y viéndola allí enrollándose en telas y rodeadas de
tanto color, y viendo los descuentos, y mi madre tirando de tarjeta… pues no
podemos hacer más que escoger cada una uno (las dos el mismo, por cierto, que
después de una lucha sería mío) y hacernos un poquito más indias, que ya son
seis meses y nos merecemos un traje regional, aunque luego vayamos a ser
incapaces tanto de ponérnoslo como de encontrar la situación propicia.
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Elyellaontherickshaw |
El
lunes, fiesta por excelencia, hacemos caso a la guía y nos dejamos llevar en rickshaw (siempre una aventura para visitantes) hasta el City
Market, buscando una mezquita que jamás encontramos y un poco amedrentadas por
la cantidad inmensa de gente, coches, vacas y puestos, todo en el mismo sitio
sin ningún tipo de orden o señal indicadora de hacia dónde ir o dónde
estábamos. Tres pasos para acá, otros tres para allá, y un rickshaw de vuelta al centro, terreno conocido. Quedamos de nuevo
con Él y Ella y comemos un momo tibetano con un precio incomparable, para coger
fuerzas rumbo Shiva. Aquí ya había estado yo con el padre y el hermano, pero
esta vez la diferencia es que nadie nos explicaba en qué consistía el
recorrido, así que lidero el grupo dando las indicaciones pertinentes, pero con
pocas explicaciones, porque sí, vuelvo a echar monedas en ollas, a colgar
pulseras en barandillas, a tocar un hielo, a echar leche en una piedra, a tirar
una moneda a un lago, a dejar una vela en el agua, a quemar un palo (esto era
nuevo) y a dar vueltas con una llama alrededor de planetas, pero todavía no sé
por qué lo hago o con qué sentido. Isabel, que no había estado pero es una
espabilada, lo cuenta muy bien, podéis hacerle caso a ella.
Y
de ahí, con el cansancio típico de los días en que no se trabaja (porque hay
dos tipos de cansancio, en este país), a una cerveza en nuestro bar preferido de
la ciudad.
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El restaurante indio pijo |
El
resto de la semana lo pasamos trabajando, con los preparativos y el estudio
minucioso de la fotocopia de la guía de Delhi. Llevamos a mi madre al
restaurante portugués y luego ella se marcó unas increíbles croquetas de tofu
(sí, amigos vegetarianos, habéis leído bien) que no tenían nada que envidiar a
las clásicas de jamón (aunque ahora que lo digo, un poco de morriña croquetera
sí me entra). Y comimos también en un indio pijo, de esos de comer cosas raras
con las manos, pero sentadas en una terraza limpia en la que te lavan las manos
antes y después de comer. Toda una picante experiencia.
El
jueves pusimos rumbo a Delhi. El taxi nos recogió, nos dejó en el aeropuerto y
nos propusimos merendar algo, así que nos situamos en la única terraza donde
sirven alcohol, en la que no pareces una borracha empedernida porque, a
diferencia del resto de lugares del Bangalore donde sí lo pareces cuando bebes,
esta estaba llena de guiris como nosotras, mirándonos unos a otros pensando
cuál sería la historia de cada uno.
Para
sorpresa de todas, el coche del hotel viene a buscarnos sin problemas en Delhi,
y a la hora convenida estamos donde tenemos que estar.
La
primera diferencia sustancial que se percibe en la capital es el acerado
intacto de sus calles. Nos habían dicho que Delhi era unas cien veces peor que
Bangalore y fuimos destrozando, una por una, todas las razones que les habían
llevado a decirnos eso. Mirando por la ventana del taxi, que nos lleva por su
carril, imaginamos las maravillas de poder pasear después de una tarde de
estrés por una acera sin agujeros (bueno, por una acera ya es el lujo olvidado,
la carencia de agujeros es un capricho) y envidiamos de inmediato a todos los
lectores y profesores del Cervantes residentes aquí.
El
hotel tiene lujos interminables, la gente sonríe, te abre las puertas, besa el
suelo que pisas y te hace reverencias. También se quedan pacientes esperando su
propina y te cobran una millonada por un sándwich para cenar, así que atacamos
las patatas del minibar pensando en el desayuno de bufet de la mañana siguiente
(dedicado a mis amigos del monólogo, que todos hemos estado en un bufet de
desayuno: tío coge más donuts, que son duppies, da igual, son gratis). Dormimos
sin ruidos de tren, sin cláxones de coches, sin muerte por calor (más bien todo
lo contrario, que se ve que el aire acondicionado que te lleva al polo es
objeto del lujo que nos permitimos) y sin sentirlo, por primera vez en unos
tres meses (desde el hotel navideño). Yo sé que no podéis entender el alcance de
mis palabras, pero despertarte cada noche sin descansar todo lo que debías,
inevitablemente, cada noche, te hace perder cierta calidad de vida de la que no
eres consciente hasta que un día la recuperas.
El
desayuno no decepciona, ni a europeos ni a indios, que hay de todo. La primera
timada del viaje (en esto sí, tenían razón, la gente es muuucho más antipática
en el norte, o más sacaperras, o más ariscos, o más conscientes del dinero que
te pueden sacar por tu color de piel, llamadlo como queráis) es del taxi con taxímetro
que ni tiene lo segundo, ni es muy lo primero. Tenemos que decirle nosotras
cómo llegar hasta la embajada, y allí pone un precio al azar bastante más alto
del que nos habían comentado, que negociado queda, pero instauraría una lista
de innumerables timos a inocentes extranjeras que no tienen ni idea de cuánto
cuesta ir de un lado a otro, porque no tienen ni idea de qué distancia hay en
esta ciudad, y el mapa deja mucho que desear.
La
embajada es un curioso lugar. Tienen, lo primero, una cabeza gigante del rey
con la que no te dejan hacer fotos, que curiosamente te llama más la atención
que una tele de plasma que ocupa la pared entera menos el trozo de la escultura
de su majestad (no estoy exagerando, lo juro). Sale una chica a cumplir tus deseos
pero el sistema, aunque ella sea española, es indio, así que los escucha (los
deseos) y se vuelve a ir a ver quién puede cumplirlos. Vuelve porque no es
capaz, y se piensa que estoy pidiendo un lectorado para quedarme en Bangalore,
y me informa de (que le han dicho) que tal cosa no existe. Le confirmo ser
perfectamente consciente de este hecho y le aclaro que no me quedo en la India
ni por todo el oro del Ministerio español, y que obviamente mi lectorado es
para otro destino, pero me pregunto qué le importará a ella qué voy a hacer yo
el año que viene, si lo único que quiero es que pongan un sello a mi DNI. Se
vuelve a comentarle todo esto al señor embajador o no sé a quién, y vuelve para
pedirme dinero, con el que se va, y vuelve para pedirme mi número de teléfono.
Acostumbradas al modus operandi
indio, le explicamos a mi madre que aquí no puedes hablar con el mandamás, por
mucho que las cosas fueran más rápidas y sencillas, y nos dedicamos a observar
a los cuatro españoles que entran y salen, y a los que tampoco les arreglan
nada, alegando incapacidad de redactar ninguna carta para que visites el país
vecino, a pesar de jurar el señor que se la habían pedido en la misma frontera.
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El Templo del Loto |
Arreglado
el asunto, en unas 3 horas más de lo previsto, nos ponemos de turisteo e
intentamos ver la tumba de Humayum, pero en la puerta las rupias y el estado
decadente nos echan para atrás (error grave, porque luego la entrada nos servía
para un montón de monumentos más) y cogemos un ricksaw al Templo del Loto. El tráfico en Delhi no es notoriamente
mejor que el de Bangalore, pero diríamos que sí está más relajado, quizá porque
sus calles son más anchas, y, como ya he dicho, se ven peatones. La
contaminación, en contra de lo que podía parecer cuando miramos por la ventana
del hotel y distinguimos una clara franja negra en el cielo, no es tan densa y
no la notamos pegándose a nuestra piel. Y el Templo del Loto es un gigante
edificio en forma de dicha flor, en medio de tranquilos jardines y sin
contaminación visual a los alrededores, que da cierta paz… de no ser por el
millón de indios que han decidido ir al mismo sitio y con los que tienes que
formar filas y esperar pacientemente a que te fotografíen, inhabilitando así la
posible foto que tú quisieras hacerte.
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El Fuerte Rojo |
De
ahí a comer sushi, y de ahí al Fuerte Rojo, inmensa fortaleza en la parte vieja
de la ciudad, esta sí, llena de tráfico y ruido, como si estuviéramos en casa.
El Fuerte es bien impresionante, quizá más por fuera que por dentro, y
agradable de recorrer, de no ser, de nuevo, por la gran cantidad de nativos
haciéndote fotos tanto si posabas como si no, de espaldas como si no les
vieras, con todo el descaro en tu misma cara, cuando les haces gestos obscenos,
cuando miras intrigada un detalle de una pared. Mi madre se muere de la risa, y
a Ana y a mí nos aumentan las ganas de acabar con la mitad de la población.
De
vuelta al hotel intentamos coger unos billetes de bus adecuados para nuestro
viaje a Agra, y las dos horas que tardamos en conseguir algo medianamente
decente sólo merecieron por el refresco que nos trajo el camarero de turno, que
esta vez ni siquiera recibió propina. La cena en el restaurante del hotel fue
de cinco estrellas.
Y
al día siguiente empezaba aquello por lo que todo el mundo viene a la India,
antes o después: la visita al Taj Mahal. Digamos que para ser una de las
maravillas del mundo, debería tener una conexión mínimamente decente con la
capital del país, pero el taxi nos deja en una estación de mala muerte,
prácticamente abandonada y llena de familias bañando a sus hijos en la calle e
intentando sacar comida de algún lado. El taxista, escéptico él también, decide
largarse antes de que tengamos quejas sobre el asunto y allí nos vemos las tres
sin rumbo fijo en uno de estos lugares al aire libre en los que no hay
taquillas, porque todo el mundo ya sabe dónde ir y comprar sus cosas, no
necesitan nada más. Ana pregunta a un señor que parece estar encargado (sólo
porque lideraba un corrillo, no es que tuviera un distintivo) y nos informa de
que el bus viene con retraso y que esperemos ahí, que ya llegará. A una
distancia prudencial observamos el panorama, y nos alivia una pareja que parece
estar en las mismas. Y más aún un chico que se pone a nuestro lado e
inmediatamente pasa a maldecir todo el sistema indio (que es claramente su nacionalidad,
por cierto) por sus horas de retraso, su insegura compra de billetes y sus
extrañas localizaciones. Lo que al principio nos tranquiliza se acaba
convirtiendo en un verdadero aburrimiento, porque Faisán (o a algo así sonaba
su nombre) no calla en la hora de retraso del bus, ni en las 5 que dura el
trayecto, charla que se traga entera Ana, muy contenta de haber venido. A decir
verdad, no nos viene del todo mal porque a la llegada, en una estación no mucho
mejor que la de salida, nos consigue un rickshaw
por un precio decente y nos da su móvil para posibles emergencias.
El
hotel aquí tampoco tiene desperdicio, aunque sí un poco menos de glamour, y la amabilidad ni se huele. La
habitación es hortera a rabiar pero nos regalan fruta y las patatas son más
baratas que en el minibar de Delhi. Y desoyendo los consejos de la guía de no
salir de noche (mucho hipocondríaco creo yo que hay escribiendo libros de
viajes) nos lanzamos a la calle donde el conductor de turno no tarda ni medio
minuto en abalanzarse sobre nosotras. Negociamos un buen precio por que nos
lleve a la terraza recomendada por los hipocondríacos, nos espere y nos traiga
de vuelta. El viaje incluye una inesperada procesión dedicada a vete tú a saber
qué dios que no admite descripción posible, por lo farandulero, verbenero y
colorido del asunto. Ya quisiera Cristo tener una fiesta como esa y no la
tristeza de estas fechas tan señaladas.
La
cena bien, gracias, pero no, no iluminan el Taj Mahal de noche, aunque la
silueta sí se percibe. Esto la guía no lo pone y la redacción lleva a engaño,
pero no conocemos la editorial (que mi madre sólo fotocopió la parte de Delhi)
para escribirles unas lindezas. Al final el hombre nos devuelve al hotel y nos
presenta a “aquí, mi primo” que si queréis mañana os da unas buenas vueltas por
Agra por un módico precio y os espera todo lo que haga falta. Vale,
madrugadoras somos (por recomendación de las consabidas fotocopias), así que a
las 8 (una que quiere dormir en los 4 días de vacaciones que ha conseguido
después de 6 meses), a las 7:15 dice él, y lo dejamos en 7:30. Sí, con las
horas también se regatea.
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Todas juntas frente a la tumba. |
Para
explicar todo lo que nos pasó al día siguiente hay que poner al lector
ignorante (como lo somos todos, a no ser que la historia del Taj Mahal te haya
llegado por algún medio) en antecedente. Pues resulta que era un rey que tenía
dos hij… esposas, quiero decir, y se ve que por alguna razón quería más a la
segunda que a la primera (creemos que, tal y como van las cosas aquí, igual la
primera fue obligada y la segunda la eligió). Él se llamaba Shah Jahan y ella
Mumtaz Mahal (claro). Y ella murió cuando daba a luz a la 14ª hija de él, no
sabemos si de ella también o cuentan las de otras esposas. El caso es que él
debía estar muy triste y le había prometido a ella hacerle una tumba bien
grande y bonita en caso de que la mujer falleciera, y a ello se puso. No
recortó gastos (no sé cuánta gente moría de hambre por aquel entonces, hablamos
de 1631, pero él quería montar la historia esta y no se preocupó de aquello) e hizo
traer el material de los mejores mármoles de África, las piedras de China…
(esto no lo sé, el caso, para que lo entendáis, es que todo lo trajo de otros
sitios y le debió salir por una pasta) y montó, con ayuda de un buen
arquitecto, supongo, tamaña obra por y para su mujer, al lado del río, en forma
de lágrima, perfectamente simétrica, elegante, impactante. Dice la leyenda que
luego cortó las manos de los 20.000 trabajadores que participaron en la
construcción, eso ya cada uno lo puede creer al gusto. Pero la obra no acababa
ahí, él quería más, quería construir una tumba para sí mismo enfrente, cruzando
el río, más pequeña pero hecha a imagen y semejanza de la primera, pero en
negro, como la antítesis, el bien y el mal. El hijo, no sé qué número, en
estas, vio que el padre iba a gastarse todo el dinero del país en edificios
raros y decidió dar un golpe de estado, y le derrocó, y le sometió a la tortura
de vivir los últimos 8 años de su vida encerrado en un castillo a unos dos
kilómetros del Taj Mahal, desde el que podía verlo por una ventana. A su
muerte, al menos, le fueron a enterrar junto a su amada esposa en la tumba
blanca, pero para acabar de hacerle la puñeta, en vez de colocarle un ataúd
donde debían, se lo pusieron a un lado y resulta ser lo único que no es
simétrico de todo el edificio.
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Yo misma en el Taj Mahal |
Así
que, como he dicho, a las 7:30 nuestro amigo, todo risas, consejos y
chanchullos, nos deja a la puerta y entramos sin colas ni agobios, porque esta
vez la guía tenía razón. Ya desde que atraviesas el umbral de la primera puerta
te va entrando la emoción. No dejan pasar coches hasta medio kilómetro a la
redonda así que puedes pasear tranquila, deleitándote en la lentitud de tus
pasos, divisando a lo lejos la blancura estelar de la cúpula del Taj. Hasta que
se ve entre el arco de la puerta principal, y ya estás allí. Es difícil apartar
la mirada del impresionante edificio, que parece irreal, que va cambiando de
luz, que se agranda y se agranda a medida que avanzas el camino y encuentras
mil ángulos desde los que una foto quedaría estupenda (cosas de la simetría,
supongo) y no quieres perder un detalle. Los zapatos fuera (en nuestro caso,
entrada de ricos, 730 rupias más cara que la de indios, los cubrimos con una
telilla que incluye el precio, y que supongo que no costará más de 10 rupias)
para no manchar el mármol inmaculado del suelo y ya estamos allí. Ana toca,
como para ver si es real, y el interior nos sabe a poco, así que damos la
vuelta obligada y salimos a demorarnos entre los dos edificios que lo ciñen (un
templo y una casa para acoger peregrinos, creo recordar), sentarnos en todos
los bancos de la zona, mirar en todos los huecos. La paz de esa mañana (quizá
debida, efectivamente, a la temprana hora), de esa brillantez, de esa historia…
obliga a olvidar dónde estás, por qué estás, todo lo que pasó antes. Ese es el
momento que vale, y como un imán te atrae, y no quieres irte de allí.
Y
no puedes despegar la vista haciendo el camino de vuelta, por el mismo jardín,
mirando hacia atrás como una tonta, pero sin la posibilidad de matarte en
cualquier agujero porque sí, el Taj Mahal está enormemente cuidado, como si
fuera lo único que los indios han sabido apreciar de todo lo que tienen (y
vuelvo a preguntarme si nadie se ha dado cuenta de lo de Hampi, que vale que no
se compare, pero hombre, con un arreglillo aquí, una papelera allá…).
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Ana y yo en los jardines del harén del rey |
A
la salida está nuestro hombre dispuesto a llevarnos al fuerte de Agra, desde el
que el rey de marras veía su bella construcción de lejos sin poder acercarse.
Digamos que cuando te dicen que encierran a alguien para hacerle sufrir durante
ocho años, no imaginas un fuerte que ocupa la mitad de la ciudad y alberga unos
diez edificios, con grandes ventanales todos ellos, balcones y terrazas, un
inmenso jardín para que el harén jugueteé y baños y piscinas. Pero bueno, la
historia es la historia, y siempre hubo clases. Si el Conde de Montecristo
hubiera estado encerrado aquí, no la habría liado así a la salida… lo que no le
quita belleza o mérito a la fortaleza, bien es verdad. Los palacios interiores
reflejan la grandeza pasada pero no están cuidados o mantenidos como su vecino,
así que nos contentamos con las vistas del Taj como si fuéramos el mismísimo
rey, y nos damos un paseo por los aposentos del monarca.
Fuera
nos espera el conductor, al que tenemos que esperar nosotras porque está en su
sesión de afeitado y acicalado, y cuando termina nos lleva al otro lado del
río, en el que hay un parque desde el que se ve el Taj Mahal, ahora sí, en
absoluta soledad, tranquilidad, paz y desahogo. No entendemos muy bien la falta
de gente en este lugar pero disfrutamos del momento sin preguntarnos demasiado.
Debería ser una recomendación obligada, pero supongo que perdería la gracia. El
resto de la mañana lo pasamos allí, creyendo que la tumba fue construida y
olvidada hasta llegar nosotras a poder disfrutar de su visión.
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En el parque que nadie conoce |
Y
nuestro amigo nos dirige a un terrible restaurante que sustituimos por otro. Y
a la vuelta no le encontramos. Media hora después, nota escrita para dejarle en
el parabrisas, aparece y nos lleva a la tienda de otro primo suyo, en la que no
tenemos nada que comprar (por lo hortera y caro del material) y le pedimos que
nos lleve de vuelta al hotel, sin propina, por el escandaloso intento de timo.
Y ahora a ver qué hacemos. Lo reflexionamos con un café: ya hicimos el check out del hotel pero no nos dio
tiempo a disfrutar de la bien pagada piscina, así que nos lanzamos a probar,
damos el número de nuestra antigua habitación, nos ponemos el bikini y nos
hacemos pasar por clientas de toda la vida, como si lleváramos una semana
alojadas. Cuela divinamente y así termina la tarde, con remojo ilegal de por
medio.
Como
Faisán no nos soluciona la papeleta de la vuelta cogemos un nuevo bus, en la
estación de similares características a la primera, aunque más pequeña y con el
bus más a mano, pero muchos más acechadores que en aquella. De esta vez
conocemos a un americano con nombre de Salvados
por la campana que, de nuevo, se sienta con Ana y procede al relato de su
vida, más amena que la del anterior. Nuestros miedos a la llegada aumentan con
la cercanía, porque regresamos a la estación aquella, pero ahora está oscuro,
el lugar estará cerrado, los rickshaws
nos acosarán, tendremos que dejarnos timar, a lo mejor ni siquiera hay automóviles
y tenemos que volver caminando, y no vamos a saber. Pero no, no es así. Como un
ángel caído del cielo, como un dios hindú, como un salvador, vislumbramos entre
la masa de timadores un rostro conocido, con su traje y corbata. Es él, el
único que nos ha sonreído desde que empezamos el viaje, el único que entiende
nuestros temores y pesares, el recepcionista del hotel, que se ha traído un
chófer y viene a buscarnos para que estemos a salvo (la tranquilidad sale a 900
rupias, pero eso aún no lo sabíamos). Nos devuelve al hotel y nos da una
habitación bastante mejor que la de la primera noche, sospechamos que era la
que habíamos pagado, pero ya no queremos meternos en líos, así que metimos en
la mochila las pantuflas, los jabones, los azucarillos, el café y el agua, y
nos cortamos con los vasos (aunque nos vendrían muy bien) y las toallas (esto
era por vicio).
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Jama Masjid |
El
último día en Delhi empieza con embajada, también, porque Ana se dejó la
chaqueta el primer día, y luego nos adentramos en la Vieja Delhi. El día sale
más denso, más sucio, más empañado, y casi todo es difícil de llevar. Cumplimos
con la mezquita, altamente recomendada por guías y amigos, pero bastante pobre
(o es que una viene de Estambul y las comparaciones no se pueden evitar), en la
que nos tenemos que vestir con unos trajes muy graciosos que nos cubren enteras
y no dignifican en absoluto, pero sospechamos que las faldas que lucen los
varones blancos pueden resultar aún más humillantes. Agobiadas, y con el tiempo
encima, decidimos acabar la estancia en la capital con la visita obligatoria al
Instituto Cervantes, en el que todo profesor de español (sobre todo si viene
del sitio en el que trabajamos) querría tener un puestecillo que otro, y Ana (la
jefa de estudios, que recordaréis por su visita allá en noviembre) nos dejó
poner un pie en la sala de profesores, para darnos suerte, dijo.
Acabamos
en el aeropuerto, tras otro viaje con estafador al volante y mucho cansancio,
pero del bueno, de nuevo, del que te recarga las pilas y te hace pensar en la
posibilidad de un mundo diferente lejos de jefas mentirosas y explotadoras.
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Único documento gráfico del ISKON Temple |
El
resto de la semana se divide entre trabajo y estrés (porque si se tiene que
juntar todo, así será), y cenas en sitios monos e intentos de planes turísticos
(escasos en esta ciudad). Conseguimos hacer una escapada que teníamos pendiente
al ISKON Temple, templo dedicado a Krishna y regentado por sus fieles, los Hare
Krishna, que son muy exquisitos y no sólo te hacen pasar por un montón de
controles y te separan de la población creyente, sino que además no te dejan
hacer fotos. En lo alto de la única colina que hemos visto en Bangalore, tienen
unos tres edificios conectados, el del medio con cúpula dorada, grandiosos y
elaborados, un agradable efecto. Pasamos por debajo de cada uno observando
manifestaciones del dios, y haciendo como que rezábamos algún tipo de oración,
para no desentonar con los fieles, y acabamos en el edificio principal,
gigantesco y decorado por dentro con pinturas en el techo y los laterales, y
una especie de altar dorado y tallado con muchas representaciones de Krishna.
Antes de pasar por delante nos hacen poner las manos en una bandeja con flores
mientras un hombre, enfrente de nosotras, recita una oración y dice nuestros
nombres. Sospechamos que nos han bautizado en otra religión y no sabemos muy
bien si ahora tenemos que pedir la anulación cristiana o cómo funciona esto.
Nos sentamos con los recién bautizados, siguiendo instrucciones, y nos cantamos
un Hare Hare, Hare Krishna,
dejándonos llevar por la multitud. Después pasamos la mano por una llama y de
ahí a nuestra frente, y creemos que el rito se da por terminado. Nos regalan un
dulce y pasamos por un puestecillo de libros temáticos. El primero de un largo número
de stands que se extienden en pasillos, pasillos, pasillos y pisos, con la sana
intención de que, cansado de tanto Krishna, te acabes comprando algo en alguno.
Lejana nuestra intención de aquello, conseguimos salir, y volver a entrar
porque nos dejábamos los zapatos (nos estamos haciendo unas hippies) y salir
definitivamente.
La
noche final fuimos al concurso de los jueves, en un bar en el que contestas a
muchas preguntas y si hay suerte no pagas (no nos ha pasado esto, nunca) y
brindamos por la despedida.
Acompaño
a mi madre a las horas intempestivas al aeropuerto, porque tiene miedo de que
le digan algo y no sepa contestar, y nuestro gozo en un pozo al prohibirme el
amable guardia la entrada (“no se puede pasar, sólo viajeros”, “es que mi madre
no habla inglés”, “sólo viajeros”, “es que no va a saber”, “sólo viajeros”, “no,
si lo he entendido, sólo digo que si se puede hacer una excepción”, “sólo
viajeros”, “ah, no lo había oído”). Nos comunicamos a través de la puerta (“sólo
viajeros”, “si mire, pero que está ahí mi madre que tiene un papel que no sabe
rellenar”, “sólo viajeros”, “pero es que igual ni la dejan salir del país”, “sólo
viajeros”, “MAMÁ, MAMÁ, APUNTA: CHAKRAVATHY…”, el amable policía va hasta donde
mi madre, le quita el papel, y me lo da a mí) hasta que conseguimos arreglarlo
y se va en paz.
Su
ida es devastadora. El viernes estamos cansadas, tristes, agobiadas, agotadas.
Pasamos el día entre cursos del Cervantes, preparaciones de clases, perspectiva
de 13 horas de trabajo el fin de semana, el entusiasmo de añadir a las dos
jefas de costumbre una nueva que además se viene a vigilarnos todo el sábado
(metida en clase, asumiendo que no tiene ni idea de español, supongo, espero) y
lloriqueando por las esquinas, sin poder decir palabra sin balbucear. Una noche
de mojitos (dos por uno) anima pero no cura.
Y
se le junta a la despedida de mi madre la de Isabel, que se nos va dos meses
sin piedad, y sin la que no sabemos sobrevivir. Y la de Mafalda, que también
tiene que volverse. Y si ya nos preguntábamos qué estábamos haciendo aquí, si
nos dejan solas no sabemos encontrar la respuesta.
En
estas estamos y nos dan otro fin de semana libre, respetando por una vez
nuestro cristianismo. La semana santa va a serlo también de reflexión, que en
la playa, con el sonido del mar mientras duermes (tenemos un albergue en
primera línea, junto al mar, veremos qué supone eso luego), seguro que las
ideas se hacen más claras.
[Perdonen
la extensión, iba avisado. Muchas gracias por estar ahí y haber llegado hasta
el final. Y también a los que de vez en cuando me decís: “no te preocupes, tú
sabes que hay mucha gente aquí deseando darte un abrazo”. Porque será un tópico
de toda la vida, pero no sabéis lo que ayuda a seguir adelante.]