No
puedo decir que Varanasi me haya gustado. Tampoco puedo decir que no. Quizá el
verbo apropiado sea “impactar”.
Varanasi
es, de entrada, un ataque a los sentidos: huele mal, sus calles están
extremadamente sucias, el sonido de los coches es insoportable, el calor hace
que la piel esté siempre pegajosa y la comida no es excesivamente buena. Por
eso es una ciudad perfecta para olvidarse de lo físico y lo terrenal y pasar a
concentrarse en la espiritualidad que, eso sí, desborda el lugar.
Llegamos
agotadas y malolientes, habiendo vivido
la recomendada experiencia del tren indio, pero replanteándonos el viaje. No
tenemos muchos días y si pasamos 15 horas viajando cada vez que cambiamos de
ciudad, no sé cuándo va a acabar esto y en qué estado lo vamos a hacer. Está
muy bien recorrer las llanuras indias si tienes meses para hacerlo y paras
semanas en ciertos lugares. Si estás dos noches, el tren puede llegar a ser una
tortura.
Vistas desde la terraza del albergue |
El
agobio de la gente se multiplica por diez aquí. Con sus dientes rojos se te
acercan, te preguntan dónde vas, qué quieres, por qué estás aquí. Empezamos con
rechazo pero la verdad es que la gente ayuda porque sí, sin esperar nada a
cambio (no sabemos si efecto de la droga que, absolutamente todos, mascan, o
del funcionamiento potenciado del karma en esta ciudad santa). Incapaces, en
cualquier caso, de encontrar el albergue que habíamos reservado, cogemos la
habitación más barata de otro recomendado por Rosa (Shanti Guest House). Y nos
prometemos no volver a escoger lo más barato nunca, de nuevo asumiendo que en
nuestro viaje no vamos a poder ser clasificadas de mochileras tranquilas, sino
de trabajadoras estresadas con fecha límite que necesitan al menos un baño
limpio para quitarse un tren de encima antes de pasar al siguiente.
Como
el impacto a la llegada fue extremo, decidimos pasar la primera tarde
arreglando el viaje (cosa que deberíamos haber hecho antes, ya, sois unos
listos) y cenando en la terraza de nuestro hotel, desde la que se ve un bonito
atardecer en el Ganges y mil pequeñas casas desordenadas a nuestros pies. Y no
hay tráfico aquí, a las orillas del río sagrado, así que al menos no escuchamos
los pitidos.
Blue lassi, y yo y mi lassi |
Al
día siguiente, sin reloj ni ventanas (una maravilla, la habitación), nos
despertamos desubicadas a las 12 de la mañana. Rosa nos recomendó perdernos por
las calles del barrio, como si hubiera otra opción. Ni mapas ni orientación
sirven aquí. La única guía es intentar tener claro dónde está el río y recorrer
las calles siguiendo los pálpitos de la intuición. Entre casas que dejan poco
espacio a los numerosos transeúntes (menos mal que los rickshaws tienen la entrada prohibida), hombres que saludan, vacas
apoltronadas, cacas de las vacas confundidas entre cantidades ingentes de
basura, procesiones detrás de camillas con cadáveres envueltos en telas de
colores, alguna moto despistada y tiendas de pañuelos, el laberinto nos lleva a
un agradable restaurante y, después, a la tienda de lassis[1]
más famosa del pueblito (Blue Lassi, se llama), que bien lo merece porque están buenísimos y el local
es bien auténtico. Elegimos manzana y mango porque Rosa nos advirtió de que la
otra opción, el lassi mágico (por la
que yo, sin aviso previo, claramente me decantaría) parece provocar que la
gente acabe bañándose desnuda en el Ganges, que se ve que la magia no consiste
en conjuros y abracadabras, sino, más bien, en un ingrediente algo ilegal al
que la gente se entrega dado que, de nuevo, tan cerca de aguas sagradas el
alcohol está completamente prohibido. A nosotros, cristianos, esto nos sigue
descolocando, que hasta en misa le damos al vino, pero aceptamos que ellos lo
sustituyan por alucinógenos. Al fin y al cabo, quién nos puede confirmar que
Jesús no fumara algo raro también.
Un ghat |
Por
la tarde paseamos por los ghats[2]
del Ganges. Vemos desde tierra cuánta vida se desarrolla en la orilla: juegan
al criquet, construyen sus barcos, hacen sus negocios… pero hace calor y el
albergue ofrece pasos en barco gratis, al atardecer, así que siguiendo a un
muchacho con brazos de pasarse la vida remando, nos subimos a una barquita con
algunos ingleses y un par de españoles más. Y esa es la perspectiva real de
Varanasi. Con razón esta es la ciudad de la muerte y la destrucción. En comparación
con la maleza salvaje que vimos en Kerala, a los lados de este río sólo hay
desierto o casas y templos hundidos y destruidos. Es un espectáculo desolador,
que se mezcla con la cruda realidad en los ghats
en los que las piras llameantes reducen a cenizas los cuerpos de los últimos
cadáveres (separados en niveles según hayan llegado, una vez muertos no
diferencian las castas), removidos para arder mejor por sus familiares, hombres
todos (que las mujeres no pueden asistir a estas ceremonias, ya que con sus
llantos alteran el karma del difunto) y recogidas después sus cenizas en el
agua por los buscadores de joyas y oro, que se meten en el río con un colador,
sacan lo que pueden y devuelven los restos al agua.
Gente bañándose en un ghat |
Pero
esto sólo sucede en un par de ghats (a los que no se puede hacer fotos, por cierto).
En el siguiente, la gente se baña y saluda a los barcos, en el siguiente lavan
a sus búfalos, en el siguiente preparan la puja[3].
Nos
explica el barquero que la gente viene a Varanasi a morir. Unos cinco años
antes de hacerlo, cuando empiezan a intuir su desgastamiento u opinan que está
llegando su hora, son acogidos en asilos donde pasan lo que les queda de vida
para luego poder ser incinerados en el río. Y los grandes maharajás construyeron
los grandes palacios que aún se pueden ver en la orilla, para no mezclarse con
el pueblo y, a su muerte, donaban el edificio para hacer centros de
entrenamiento de gurús o de yoga.
Calavera de alguien que no llegó al Nirvana |
Pero
no todo el mundo puede ser incinerado. Los niños menores de diez años, las
embarazadas, los hombres santos, los leprosos y los que no se habían casado,
son metidos en cajas y arrojados al fondo del Ganges. A veces las cajas flotan
y vuelven a la orilla. Si es a la del ghat,
a la del pueblo, se les vuelve a echar al fondo. Si es a la otra, nadie lo sabe
porque no los ven, y nuestro amable guía no duda en llevarnos allí para que
podamos admirar las calaveras humanas de algún desalmado que no llegó a ver
cumplido su sueño de encontrar la paz en el famoso río.
Y
la pregunta es… ¿por qué tanto misterio con este río? Parece ser que alguien
decidió que el mismísimo Shiva[4]
había bendecido las aguas y todo aquel que muriera aquí sería inmediatamente
liberado del ciclo de vida y muerte, es decir, de la reencarnación continua, y
alcanzaba directamente el Nirvana, saltándose todos los pasos.
Pidiendo un deseo al Ganges |
Se
va haciendo de noche, compramos velitas y flores a unos niños de una barca y
las tiramos al río, pidiendo un deseo. Ahí toqué un poco de agua y no sé si mi
mano es ahora inmortal (como Aquiles, pero al revés) o si tengo alguna
enfermedad incurable, es pronto para decidirlo. Y acabamos en una impresionante
puja con millones de personas en
tierra y otras tantas observando desde los barcos cómo cinco hombres cantan,
tocan campanas y mueven antorchas.
La puja |
En
mi corto recorrido espiritual por la India estoy perdiendo aún más fe de la que
tenía. No me parece que la idea cristiana del infierno tenga eficacia en la
actualidad, y no creo en el castigo y el perdón como forma de educación. Me
gustaba el karma, pensar siempre en positivo, evitar el mal porque acabarías
recibiéndolo. Pero si puedes ser un demonio en esta vida porque en la siguiente
ya veremos qué pasa o puedes hacer lo que quieras y luego morir en un río
sagrado para librarte de lo que te espera… la teoría falla. Supongo que el fin
de todas las religiones acabará siendo el mismo, porque todas las
civilizaciones llegan a una verdad racional al final: si no veo esa otra vida…
¿cómo sé que existe? Pero si puedes hacer lo que quieras porque si tus cenizas
acaban en el Ganges estás salvado, ¿cuál es la gracia del karma, la bondad o el
hinduismo en sí? Supongo que una religión que prohíbe a sus fieles relacionarse
sanamente cuando ven que sus dioses pasan el día procreando no puede llegar a
tener mucho éxito (y eso que les va bastante bien, hasta la fecha).
El inglés y la tarta |
Al
día siguiente nos volvimos a quedar dormidas y nos consolamos diciéndonos que
necesitamos más descansar que ver templos, y cogemos un avión a Delhi (porque
sí, el tiempo cuesta dinero y volar es más caro pero ahorra disgustos), en el
que hacemos un amigo inglés que nos lleva a beber cerveza a un lugar con buena
música para celebrar el cumpleaños de Ana. Además, nos sorprende con una tarta
y velitas (en este momento ya somos muy fans de él) y nos consigue un rickshaw que nos lleve al autobús.
Prometemos volver a verle en Jaipur.
Y
nos montamos en el autobús nocturno, dirección Amritsar, otra ciudad santa,
para no dejar de crecer o ver si aprendemos a creer.
Atardecer en el Ganges (desde la orilla del desierto) |
[1]
Yogur líquido que puede ser dulce, salado, o de diferentes sabores de frutas.
[2] Recovecos,
supongo. No sé traducir esto. Cada tramo del río es un ghat, y se pasa de uno a otro como se pasan las pantallas en los
videojuegos, nunca sabes lo que te va a esperar en el siguiente.
[3]
Que es la manera en la que idolatran aquí a sus dioses. El rezo, digamos. Su
misa.
2 cerca de veras!:
Lo de que los leprosos no pueden ser incinerados y arrojados al Ganges, ya no lo recordaba. A la lista, te falta uno: los que mueren por una mordedura de cobra (otro animal sagrado). La teoría es que estos no necesitan del ritual, porque al morir en tales circunstancias ya alcanzan directamente el Nirvana. Así que no sientas pena, que estos tienen trato VIP.
Habéis tenido suerte de que no se os acercara ningún timador: vienen a contarte que necesitan dinero o bien para alimentar a los moribundos de un hospicio, o bien para subvencionar la leña de los más desfavorecidos (la madera es muy costosa, por lo que los pobres acaban en una incineradora eléctrica: en plan parrilla macabra). A mí me metieron el rollo y hasta me dijeron que les acompañara al hospicio para ver que no era mentira lo que me contaban. Hay que ver lo bien que hablan inglés los que se dedican al timo, ¿verdad? Afortunadamente, los niños también suelen defenderse y vienen a ayudar a los crédulos turistas. A mí me rescató un grupito de niños criqueteros muy guapos, que me informaron de lo que estaba pasando. No me extraña que los críos tengan ganado el Nirvana.
Me encanta leerte: espero que sigas contándonos tus aventuras, ya sean en la India, en Tailandia o en Salamanca. Un beso, guapa.
Señorita que se vuelve a Salamanca y deja a sus lectores a pan y agua: esta seguidora quiere leer sus aventuras por Tailandia. Deje usted de comer chorizos por un momento y escriba algo en este blog: que usted prometió seguir cerca de veras y ¡ha de cumplir con su palabra! No digo más. Muchos besosssss desde la India, donde el calor ya no aprieta (vuelva usted si no me cree).
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cerca de veras!!